Antonio Porpetta

Antonio Porpetta nació en Alicante (España) en el año 1936. Pese a haberse licenciado en Derecho, su mayor pasión siempre fueron las letras.
Publicó su primer libro de poemas, "Por un cálido sendero", cuando contaba con 42 años, y fue éste el comienzo de una extensa cantidad de poemarios de su autoría que no sólo le valieron importantes premios, tales como el Hilly Mendelssohn y la medalla de plata de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, sino que también le han llevado a conquistar otras tierras, habiendo sido traducidos a varios idiomas y apareciendo en diversas antologías.
Entre sus obras poéticas se encuentran "Ardieron ya los sándalos" y "Penúltima intemperie". Aquí podrás leer algunas de sus poesías, tales como "El niño" y "Los suicidas"; en ambas podemos encontrar un enorme dolor causado por el mundo y sus inconsistencias y esa luz de eternidad, elemento que irriga toda la obra de Porpetta.
Además de poeta ha trabajado intensamente como biógrafo, publicando ensayos sobre la vida de diferentes personalidades, como Carolina Coronado y Gabriel Miró. También ha editado varios libros de narrativa, entre los que se encuentran "Manual de supervivencia para turistas españoles" y "Memorias de un poeta errante". Todas ellas se caracterizan por ser escritos que podrían ubicarse entre lo ensayístico y lo poético.

Poemas de Antonio Porpetta

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Antonio Porpetta:

Los angeles del mar


Los ángeles del mar, cuando llega la noche,

arrastran suavemente a los ahogados

hasta playas amigas,

y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas

y peinan sus cabellos con esmero

para que no parezcan tan difuntos

y sus madres, al verlos,

no piensen en la muerte.

A veces depositan sobre sus pobres párpados

dos sestercios de plata recogidos

de algún pecio profundo

para borrar el miedo de sus ojos

y que el asombro vuelva a sus pupilas,

o ponen en sus manos caracolas y pétalos

como si fueran niños que dormidos

quedaron en sus juegos.

Finalmente, con leves movimientos,

abanican sus rostros muy despacio

y ahuyentan de sus labios las últimas palabras

dejándoles tan sólo los nombres de mujer…

Casi siempre suplican a los altos querubes

que trasladen sus almas con cuidado,

porque el mar dejó en ellas

salobres arañazos,

golpes de barlovento, heridas abisales,

y en el más largo instante

vieron como sus vidas se alejaban, se hundían,

en el temblor callado de las aguas,

y con sus vidas iba su memoria,

y en su memoria todo cuanto amaron

o pudieron amar,

y su dolor fue grande…

Cumplida su misión, vuelan los ángeles

hacia las blancas ínsulas del sueño,

y los ahogados quedan

solitarios y espléndidos

en sus dorados túmulos de arena,

serenos como dioses,

dignos en su derrota,

esperando que nazca la mañana,

que les cubra la luz,

que jamás les alcance

el frío del olvido.

Donde las manos de la amada



Hablan, cantan, respiran,

amanecen.

Vuelan, indagan, dudan,

se cobijan.

Averiguan, descubren,

se apresuran.

Amurallan, acechan,

se confían.

Avanzan, acometen,

se detienen.

Disimulan, conspiran,

se deslizan.

Prosiguen, se demoran,

permanecen.

Acosan, se apoderan,

domestican.

Dilapidan, incendian,

se enardecen.

Ya persiguen,

ya insisten,

ya arrecian,

ya se ensañan,

ya rinden,

ya derrocan.

Ya vendimian.

Ya desisten,

renuncian,

se someten.

Ya proclaman la noche y se serenan.

Ya conducen,

invitan,

acompañan.

El niño


Hay un niño que llega cada día

ofreciendo su mínima intemperie

sobre el claro mantel del desayuno.

Levemente se asoma

por la ventana gris de algún periódico,

sin lágrimas ni risas en su rostro:

sólo pura mirada

y un humilde cansancio de terrores

derramado en sus labios.

Viene desde muy lejos:

de las tierras del fuego y la tristeza,

de selvas y arrozales,

de campos arrasados, de montañas perdidas,

de ciudades sin nombre ni memoria

donde la muerte es sólo

una muda costumbre cotidiana.

Tal vez trae en sus manos

algún pobre juguete:

el fusil que encontró en aquella zanja

junto a un hombre dormido,

las inútiles botas de su padre,

el arrugado casco de aluminio

del hermano más alto y más valiente,

el trozo de metralla

que derrumbó su infancia en un instante.

Se sienta a nuestra mesa, quedamente,

como si no estuviera,

y contempla asombrado los terrones

de azúcar, las galletas,

la alegre redondez de las naranjas,

la taza de café, con su recuerdo

de humaredas oscuras.

Nunca nos pide nada: sólo mira

desde un viejo silencio,

con un largo paisaje de preguntas

remansado en sus párpados.

Y permanece inmóvil,

clavándonos el tiempo en su palabra

que nunca escucharemos.

Como si fuera un niño, simplemente.

Sin saber que en sus ojos

lleva la herida grande

de todo el universo.

El amor


Ella duerme despacio
con un lento galope de gacelas
reclinado en su frente. Es hermosa
como una fruta fresca, como un ágata,
como un tallado capitel. Escucho
la lejana andadura de sus párpados,
el navegar inmóvil de su olvido,
su exacta placidez de hierbabuena.
Una fragancia leve
de ocultos hontanares
me descubre su cuerpo, esa clara campiña
de juncos y laúdes
donde mis labios posan su algarada
fluvial, perseguidora. No hay distancia
más corta hacia la llama
ni amanecer más puro. Se adivina
una alquimia voraz, un burbujeo
debajo de su piel,
como una permanente sembradura
de vides y crisoles.

Y sin embargo, el tiempo
maneja oscuramente sus cinceles,
su taladro tenaz:
Yo sé que el triunfo
será suyo, que nada puede huir
de su terca presencia.
Y sin quererlo, veo
la yedra recubriendo los alcores
de sus pechos, su boca desolada,
abatida y sumisa su cintura,
arrasado su vientre luminoso,
y un surtidor de hielo
sobre esa isla bruna que ahora emerge
feraz y retadora
sobre su mar de ópalos ardidos.
Pero ella duerme, cálida y ajena,
albergada de espumas.
La contemplo
serena mi palabra, confiado:
porque jamás el tiempo
derrocará su sueño,
y seguirá su frente con un lento
galope de gacelas,
por el amor salvada, redimida.

Las palabras


Llegan puras, calladas,
como dulces insectos,
invadiendo mi frente
con su zumbido leve,
portando entre sus alas
esos frágiles fuegos
que estallan en mi sangre
sus cascadas de vida.
Me adivinan cansado
de caminar el aire,
de pulsar el espacio
que me conduce a ellas,
y entonan en mis labios
sus cánticos de polen
en los que sólo crecen
espejos y almenaras.
Algunas traen la noche
ardiendo entre sus dedos
y derraman su acíbar
en mis pobres asombros;
otras son manantiales,
fulgurantes prodigios
que anidan en mis huesos
sus entrañas de azogue.
Palabras como huellas,
dejando en los alféizares
un lacre enamorado,
vivísimas palabras,
saltimbanquis del alma
sobre una red de sombras,
palabras como astros,
como madres sonoras,
diminutas palabras,
que juegan como pájaros,
palabras generosas
que nos llenan los ojos
de un trigo inagotable,
doloridas palabras,
palabras desplegando
tormentas y paisajes.
Vosotras sois mi patria,
mi único universo:
sólo con vuestro aliento
puedo habitar sin llanto
esta vieja intemperie,
esta piel fatigada.
Vosotras me hacéis libre:
en vosotras renazco.

Las muchachas y el mar


Toman el sol, tumbadas en la arena,
bajo una exacta claridad rasgada
de vuelos y abandonos,
en frutal ofertorio la gloria de sus cuerpos,
los sueños navegando
por hondas geografías.
Confían en el mar: nunca recelan
de su aliento cercano,
de esa casta apariencia que transmite
el familiar susurro de sus olas.
Ellas, tan inocentes, no saben las argucias
de ese sátiro azul, los disimulos
de su antigua y taimada adolescencia,
sus desatadas ansias de pecado...
Desde el agua profunda, una voz impaciente
-como un grito de amor, quizás de súplica,
o quizás un gemido- les reclama.
Despiertan las muchachas, se levantan
hermosamente altivas
y con pasos muy leves, caminando
despacio se dirigen
al inmenso latido.
Canta el mar sus baladas de alegría
mientras ellas se adentran en su imperio,
y recibe con mimos de unicornio
la doble incertidumbre de sus pies,
la vertical promesa de sus piernas espigas,
y lame sus rodillas,
y acaricia sus muslos de coral,
y alcanza enloquecido
la plata de sus pubis, y descubre
el asombro armilar de sus cinturas,
y aromado de adelfas
asciende hacia sus pechos, se adormece,
cubre, inunda, derrama estrellerías
y hasta besa furtivo, como un juego,
sus labios luminosos...
Las muchachas, ausentes, arcangélicas,
saltan, nadan, se ríen, chapotean,
ajenas a ese dulce vaivén, a esa lujuria
penetrante y sutil que les invade,
sin saber que están siendo
lentamente violadas,
que lentamente el mar las hace suyas,
que lentamente el viejo amante triunfa
con su extensa ternura
sobre el clamor rosado de sus sexos...

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