Olga Orozco

Olga Orozco fue una poetisa argentina, nacida en la provincia de La Pampa el 17 de marzo del año 1920 y fallecida el 15 de agosto de 1999. Durante su infancia, viajó en repetidas ocasiones, y finalmente se estableció en Buenos Aires, donde cursó la carrera de Filosofía y Letras y obtuvo el título de docente. Aparte de su producción literaria, fue una conocida periodista y redactora, e incluso ocupó cargos directivos en varias revistas de interés cultural. Por otro lado, incursionó en el mundo radiofónico como comentarista de teatro, y en el actoral, trabajo que mantuvo durante casi una década.
Como escritora, perteneció a la generación denominada Tercera Vanguardia, y se inspiró profundamente en el legado de artistas tales como los simbolistas franceses Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. Como dato curioso, Olga sentía un gran interés en la lectura de las cartas, y algunos de sus poemas, como "La cartomancia", lo ponen de manifiesto de una manera muy particular. Los reconocimientos que recibió durante los más de treinta años que se dedicó a la escritura demuestran que su nombre dejó una imborrable huella en su país y en el exterior. Publicó más de diez poemarios, entre los que se encuentran "Cantos a Berenice" y "La noche a la deriva".

Poemas de Olga Orozco

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Olga Orozco:

La casa

Temible y aguardada como la muerte misma
se levanta la casa.
No será necesario que llamemos con todas nuestras lágrimas.
Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.

Porque día tras día
aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta palidecer
han partido,
y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,
todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos, sin saberlo,
la duración exacta de la vida.

Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra,
reclinados en las altas ventanas
como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida
para restituir cada mirada a su propio destino;
y a través de las ramas soñolientas el primer huésped de la memoria
                                                                                     (nos saluda:
el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las 
                                                                              (lentísimas puertas
como a un arco del aire por el que penetramos a un clima diferente.

Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha
lo mismo que aun disperso jardín que el viento recupera.

Contemplemos aún los claros aposentos,
las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival,
las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz como
                                                          (las mariposas de la lejanía,
nuestra imagen fugaz
detenida por siempre en los espejos de implacable destierro,
las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor 
                                                             (inmortal de la melancolía,
y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro paso,
ese rumor tan dulce de la hierba;
y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un instante del mundo;
y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente
de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire.

Nadie pudo ver nunca la incesante morada
donde todo repite nuestros nombre más allá de la tierra.
mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros mismos,
por el sólo deseo de volver a vivir, entre el afán del polvo y la tristeza,
aquello que quisimos.
Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor nocturno
el porvenir se alzó como una nube del último recinto,
el oculto, el vedado,
con nuestra sombra eterna entre la sombra.

Acaso lo sabían ya nuestros corazones.

Al pie de la letra

El tribunal es alto, final y sin fronteras.
Sensible a las variaciones del azar como la nube o como el fuego,
registra cada trazo que se inscribe sobre los territorios insomnes
(del destino.
De un margen de la noche a otro confín, del permiso a la culpa,
dibujo con mi propia trayectoria la escritura fatal, el ciego testimonio.
Retrocesos y avances, inmersiones y vuelos, suspensos y caídas
componen ese texto cuya ilación se anuda y desanuda con las
(vacilaciones,
se disimula con la cautela del desvío y del pie sobre el vidrio,
se interrumpe y se pierde con cada sobresalto en sueños del cochero.
¿Y cuál ser?el sentido total, el que se escurre como la bestia de la
(trampa
y se oculta a morir entre oscuras malezas dejándome la piel
o huye sin detenerse por los blancos de las encrucijadas,
( laberinto hacia adentro?
Delación o alegato, no alcanzo a interpretar las intenciones del
(esquivo mensaje.
Difícil la lectura desde aqu? donde violo la ley soy el instrumento,
donde aciertos y errores se propagan como una ondulación,
un vicio del lenguaje o las disciplinadas maniobras de una peste,
y cambian el color de todo mi prontuario en adelante y hacia atrás.
Pero hay alguien a quien no logra despistar la ignorancia,
alguien que lee aun bajo las tachaduras y los desmembramientos
(de mi caligrafía
mientras se filtra el sol o centellea el mar entre dos líneas.
Impresa est?con sangre mi confesión; sellada con ceniza.

Entre perro y lobo

Me clausuran en mí. 

Me dividen en dos. 

Me engendran cada día en la paciencia 

y en un negro organismo que ruge como el mar. 

Me recortan después con las tijeras de la pesadilla 

y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada 

            lado: 

una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la 

furia a solas, 

y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes 

manadas. 

No consigo saber quién es el amo aquí. 

Cambio bajo mi piel de perro a lobo. 

Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas 

            las planicies del porvenir y del pasado; 

yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños 

            muertos entre celestes pastizales. 

Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera 

            que vaya, 

o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la 

invasión del enemigo. 

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al 

            corazón, 

y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia 

            en el lomo. 

Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara, 

y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los 

            hombres un aterciopelado veneno de piedad que raspa 

            en las entrañas. 

He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería: 

he ganado mi cetro de bestia en la intemperie, 

y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo. 

Pero ¿quién vence en mí? 

¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la 

            sábana del sueño? 

¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde 

            mis propios dientes? 

  

  

  

Día para no estar

Vete, día maldito;
guarda bajo tus párpados de yeso la mirada de lobo
          que me olvida mejor;
camina sobre mí con tu paso salvaje, simulando un
          desierto entre el hambre y la sed,
para que todos crean que no estoy,
que soy una señal de adiós sobre las piedras;
cierra de para en par, lejos de mí, tus fauces sin crueldad
          y sin misericordia,
como si fuera ya la invulnerable,
aquella que sin pena puede probarse ya los gestos de
          los otros;
y tiéndete a dormir, bajo la ciega lona de los siglos,
el sueño en que me arrojas desde ayer a mañana:
esta escarcha que corre por mi cara.
Aun así, he de llegar contigo.
Aun así, has de resucitar conmigo entre los muertos.

Ésa es tu pena

Ésa es tu pena.
Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras
y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres
                                                                           que no vuelven.
Colócala a la altura de tus ojos
y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda,
o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes,
o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles.
Si observas a trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima.
Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve,
un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte en reina
                                                                         del reverso del cielo.
Cuando la soplas crece como si devorara la íntima sustancia de una llama
y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera.
No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno;
sólo conseguirías la multiplicación,  un erial, la bastarda maleza
                                                                         en vez de olvido.
Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras.
No hallarás otra igual, aunque  te internes bajo un sol cruel entre
                                                                                                   columnas rotas,
aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido.
No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre,
no la gastes con nadie.
Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio:
sepúltala en tu pecho hasta el final,
hasta la empuñadura.

Después de los días

Será cuando el misterio de la sombra,
piadosa madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan
          por mí su vuelo funerario;
cuando el último brillo de mi boca se apague duramente,
          sin orgullo;
mucho después del llanto de la muerte.

No acabarás entonces,
mitad de mi vida fatigada de cantar lo terrestre.
Nadie podrá mirarte con esa misma pena que se tiene
          al mirar un pálido arenal interminable,
porque tú volverás, ¡oh corazón amante del recuerdo!,
          a las tristes planicies.

Serás el mismo viento tormentoso de agosto,
huracanado y redentor como la plegaria de un tiempo
          arrepentido;
serás, cuando la noche, esa visión luciente que responde
          en la niebla
a una señal de oscuro desamparo;
tu voz tendrá un sonido humilde y temeroso
porque será el rumor doliente de los cercos
          que guardaron tu infancia,
al desmoronarse;
y tu color será el color del aire, dulcemente amarillo,
que las hojas de otoño desvanecen para sobrevivir.

Detrás de las paredes que limitan los sueños
estarán todavía los hombres,
prisioneros de sus mismos semblantes;
aquéllos, los marchitos,
los que dicen adiós con su mirada única,
a cada nuevo paso del sombrío cortejo de su sangre,
mientras van consumiendo su destino de arena porque
          su cielo cabe en una lágrima.

No te detengas, no, glorioso mediodía de mis huesos.
Ellos ven en el polvo un letárgico olvido tan largo
          como el mundo,
y tú sabes, cuerpo mío dichoso desde el tiempo,
que no en vano mecieron tu corazón las lentas primaveras,
que tu pecho está unido a ese incesante aliento que
          reconoce en él una guarida
que será necesario morir para vivir el canto glorioso
          de la tierra.

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