Qué indefinible tristeza, cuando uno escucha
las palabras casi sin sentido
que surten de miles de labios
y que se van, sin orden, amontonando en el aire,
las palabras como insectos que liban
en miles de orejas ambulantes, las palabras
que se disuelven, como olas, sobre la playa de la tarde,
adelgazando, trocándose en espuma,
en humedad, en nada. Y qué tristeza finísima,
qué sombra, qué aire de tristeza,
cuando uno piensa que es imposible comparar
a estos seres que se agitan con las nubes
que circulan por las calles del cielo,
o con el ir y venir del viento
entre las hojas de los árboles.
Y sobre todo, qué inmenso desconsuelo
cuando uno se da cuenta
de que estas tristes reflexiones en torno
a estas criaturas que giran en la tarde
lo han convertido a uno en alguien
infinitamente abandonando, en alguien que,
desde el otro lado del tiempo, escucha,
lleno de soledad, el fragor
de éste monótono rebaño de corazones.
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Si, cuando estamos entre la gente, pero nadie es nuestro.
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