Me acuerdo de las lágrimas de un día demasiado hermoso,
me acuerdo del icaco y de las nubes color de hoja de caimito,
me acuerdo de aquella agua que bebía en el cuenco de viejas
dulces manos.
Limoneros y jiotes, qué bella era mi madre limpiándome en la
frente
la picadura del mosquito,
bella como la estrella de la mañana, alta y lánguida,
adornaba su pelo de mestiza con la flor del resedo
y un olor a ricino y a sombra de almendro en torno de sus ojos.
Me acuerdo de las lágrimas de un día demasiado hermoso,
viejos rostros de antaño,
y de la vieja lora muerta en el poyetón después del terremoto,
de aquel tío delgado por el solo artificio de la mandolina.
Mi padre montaba un mulo de ojos de caimito y traía las botas enfangadas,
lo acompañaban siempre ángeles despeinados
o bien hombres cuyos bostezos descifraban sus sueños en el
alcohol prendido del domingo.
Me acuerdo de aquel pozo,
y de aquellas mujeres cabeceando en un sueño oloroso a papaya.
...Dios bajaba entonces y dejaba sin llave su vieja eternidad
olorosa a diluvio.
Mis hermanos ataban sus potros en la puerta
y la casa crecía bajo frondosos palos, más altos que el recuerdo.
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