A Edith Zippericg y Antoni Mari.
Fuera inútil ahora preguntarnos
por qué el estío nos reunió entre sus manos claras
como cabellos que trenzaran un nido,
descifrar el emblema del nombre sobre campo
de trigos,
abrir en gajos
las estelas de azar
o la cita acordada
y ¿por quién?
que allí nos convocaba.
¿Conocer? ¿Para qué?
Sentir, saber y basta.
Todo está vivo aún
y es suficiente
porque vuelve palabra
la piel de esta certeza
y traslúcido el tiempo.
El palomar. La isla. Una hoguera de miel
donde sólo escuchábamos el rumor de la luz.
Como aquella mañana
hoy trasmina la tierra y era música
su blanco aroma a lienzos en el arca
de la memoria
que reconoce idéntico el espacio
y tan distinto
en que habitó el milagro:
aquí creció una yedra
de venas asombradas,
estalló la ensenada
en un clamor de cuarzos
y el remanso crujió
de flores amarillas.
Ya nunca moriremos.
A pesar del dolor ya nunca moriremos.
Aunque es la entrega huida
de manos llenas y de pies ligeros
y apenas dura un mundo
la caricia total con que nos roza
como ala transparente la verdad.
¡Qué triste es el acorde fugaz de lo perfecto!
Pero escucha la voz
que nacía empozada
de la cueva:
franqueamos sus labios de verdines musgosos
y bajamos riendo al manantial oscuro
de la desolación.
Entreabría el destino la puerta
y aprendimos en su bisagra
el oxidado canto de la queja.
Pliegues de claridad nos iniciaban.
Pero afuera, cigarras calcinadas llamándonos a gritos,
crepitaban unánimes todos los girasoles
como un coro diáfano de astillas
y un pájaro de ámbar
cruz?de pronto el cielo.
Éramos puramente criaturas del gozo
a salvo del dolor por un instante,
no intactos sino indemnes
porque al regreso ya de tantas cosas,
entregados y plenos
a la tea que sacia momentánea
la escasez del exceso,
a la rama estañada que corona de dicha,
a los dátiles tibios que sonríe la tarde
con el mandil cuajado de manojos de agua,
en la fresca inocencia
de lo que ha derramado su medida
y grávido, rebasa y se concede
por gracia de esa tregua
con que a veces la vida nos regala:
ser y sernos tan sólo
y serlo todo
para justificar el universo.
Volver a Amparo Amorós