De gris cristalería, plumas
sobre los puentes ferroviarios.
De veloces astillas. Gacela maniatada.
De compromisos frutales y margaritas.
En hélices que narran la fórmula de las estaciones.
Y silencios de ardida superficie.
En terrenos baldíos donde los niños lanzan
increíbles estrellas al corazón de las hojas futuras,
mi propio corazón guardado por infieles llaves,
mi mano derecha consagrada al olvido,
al fuego de este día que pasa sin detenerse
en acuerdos de índole amorosa
ni en las cartas que se escriben esperanzadamente
ni en el rumor de la sangre en un vaso de rosas fugitivo,
y tiñe de vejez el vuelo de tu falda,
cuando en arcos sonoros, tú, la sonriente,
provocas su ademán adusto,
distraes su intención fluvial.
¿Entonces?
Entonces, nada.
Sólo que, la melancolía,
en ventanas firmemente escolares,
giradora en el vacío de los árboles,
sobre el austero césped dominical
sin testimonio,
únicamente en medio de la lluvia
que posiblemente cae con designio sagrado:
cae sobre las manos de mis antepasados inhábiles guitarristas,
dulces adoradores de la piedra tallada.
Sobre sus ojos ausentes,
rota en girasoles, cae
llena de instrumentos sonoros totalmente anegada
de puentes sojuzgados.
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