Era mansa, algo necia y se aovillaba
casi reciennacida en la caja de dulces
con un retal de fieltro a guisa de colchón.
Luego exploró la casa miedo a miedo
hasta imponer su ley a las butacas.
Acabó en trapecista y más de dos estores
hubo que desechar. Su estilo dio en precioso
y el reiterado tufo de tanta deyección
sólo era condonado al recortarse, regia,
contra el cegante murallón de junio.
Entonces me miraba, lamiéndose una pata
y brotaban dos chispas cinabrio por sus ojos
con las que suponía zanjado el incidente.
Pero no pudo ser. Y nadie me lo dijo.
De modo que una tarde, al volver del trabajo,
hambriento y blasfemando como siempre,
rastreé cual apache por suelos y guaridas.
Pero no podía ser, ya me habían advertido.
Y me senté en mi silla y me perdí en lo alto
y allí, tal vez me admitan -no sin pagar el diezmo-
al limbo estornudante de los gatos.
Volver a Antonio Martínez Sarrión
Rafael.
en su soledad acompañada
y en su casa limitada
se le perdona cualquier desliz
Son cuatro, cada cual con su dicho
sé cuando ríen, hablan o lloran
y a cada momento sé donde moran
aquí nadie se atreve a llamarlo bicho
A uno lo recogí en la calle
a otro lo compré para hacer un regalo
y el más viejo me lo dieron en un colegio
No quiero que el gato que se calle
para mi no hay gato malo
tener un tigre en casa es un privilegio
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