El forastero

En el pueblo no ocurría nada.
Gertrudis, que vendía flores de origami frente al cementerio cada domingo, y Andrés, que solía traer alguna que otra presencia dominical suya hasta el portón de hierro para que se viera la calidad de la gabardina de sus pantalones, hablaban, y hablando tosían niebla. A veces les pasaba por los ojos el recuerdo del día en que vieron abandonar al cura párroco el pueblo.
Nadie iba a misa y a él le quedaban muy grandes esos apóstoles de caliza de su iglesia, uno debajo de cada tragaluz hexagonal, y sobre todo el crucificado, que con la cabeza gacha y ladeada sobre su hombro derecho, parecía contagiarle la muerte, haciendo aún más penosa y desventurada su situación de religioso sin fieles.
Si existiera una murmuración de aquellas generaciones indiferentes a Dios que inventara una sospechosa relación entre su persona y el ama de llaves de la casa parroquial, aquella habladuría, aquel comadreo le parecerían solamente un pecado que debía perdonar, pero nadie murmuraba nada.
Ni una irrelevancia: “Ah… he visto al cura párroco buscando a su perro, pero él no me vio, aunque Benito sí”.
Ninguna gravedad: “Y después de media damajuana de vino, se le da por otra media damajuana más, y al llegar a una damajuana, tú le llamas don Tomás, o don Jaime, o don José María, y te cree, y se te acerca”.

A veces caía alguna que otra gente en el pueblo, pero luego desaparecía.
Las casas, con el musgo y las hiedras trepando por las paredes, y las palomas quedándose a vivir en los aleros, esa agua desabrida del aljibe que subía cayéndose a veces de sí misma, aquellas luces callejeras que venían a morir puntualmente a las seis del crepúsculo, espantaban a las personas que no entendían cómo era posible una existencia sin autos levantando polvareda por el camino, sin calles con nombres difíciles de leer en el primer intento, sin un parque con glorietas a donde ir a buscar un trébol de cuatro hojas y arrancar la nostalgia, la melancolía del sitio.
Somos gente sola – dijo Gertrudis.
La señora Florencia no cuenta, jamás sale de su casa, salvo que venga a llevarla a pasear alguna amiga que jamás la visitó – mencionó Andrés.
Fue en un día de mucha humedad, pero de leves y de breves apariciones del viento sur que traía un poco de alivio a la gente asmática del sitio, cuando llegó un hombre de sombrero panameño y larga barba pelirroja en un auto modelo 60. Algunos curiosos se sintieron a salvo de aquel pueblo tan chico y desolado y aburrido.
En una ciudad uno despierta y ya está mirando más de dos veces el reloj de pared para asegurarse de que la hora no le está engañando; al oír la bocina de los taxis, uno salta, como alertado por una sirena, y va a recoger el diario del pasto que se afana en mantener su frescura, y luego corre a hacer la primera llamada telefónica del día.
Ah…, en una ciudad uno despierta, y ya está abriéndose paso entre el intento de amabilidad de los demás, con un nervioso “Permiso, permiso”.
Villeta… En el pueblo todo es tan distinto, empezando por la levedad del aire que se abandona al vuelo delicado de las más coloridas mariposas.

Sale doña Mariana a buscar a su gato como a las diez y cuarto, cuando el Sol aún no pica en la piel, y la resolana se mantiene en la vereda de enfrente, y cualquiera del pueblo, pues todos conocen a su rufián de pelaje blanco y un ojo nublado, le cuenta que vio su sombra dando vueltas por allí.
Es el viento tan liviano en ese sitio de casas viejas.
Aún los pasos de la gente reflejan esas casas, la gente que va sin apuro alguno, a encontrarse con alguien, o a desencontrarse, para marcharse después en dirección a un camino tardío, hecho a la forma de la sombra de los largos árboles de eucaliptos.
– Sirviéndose el mate, entre los amagos del atardecer, los hombres charlaban en la cantina, que era un sitio como cualquier otro, en el que muchos cabían, aunque dos o tres personas se quedaban a veces atrás, escuchando, y los demás intentaban hacerse escuchar.
– ¿Para qué habrá venido? – dijo entre la tos del tabaco Tobías.
– Tiene la mirada de quien sabe que todos estaremos en su contra, pues la cara de forastero no se la saca ni con piedra – opinó Andrés, y lo imaginó de pronto prendiendo las lámparas de techo de la casa de don Viriato, quien hacía tiempo envejecía y sufría el suplicio de la gota en la capital.
Por dar batalla a los murciélagos y a las malezas, mantener – moderadamente – limpios el baño, la cocina y el altillo, cambiar las tejas rotas, y pagar unos pesos, los que sean, don Viriato le prestaba las llaves de su caserón a cualquiera que, además de aceptar sus condiciones, le cayera bien.
Tobías pensó en el forastero como le enseñó su abuela que debía pensar. La recordaba vaciando su tos seca en un pañuelo de seda y contando entre tos y tos cómo los forasteros se llevaban en una bolsa de arpillera a los niños que se portaban mal.
Entonces toda la mierda caía de él, como de un cielo poblado por negros, y aquella col que le costaba digestión y media junto con la paleta de chivo, salía convertida en una prolongación miserable de su cuerpo enfermo.

Pero al ver a aquel hombre emerger de entre el humo de su cigarrillo, (no lo había visto sino de espaldas, dirigiéndose hacia una calle delgada y musgosa que llevaba al río) sintió un susto todavía mayor que los sustos que lo dejaban empapado de sudor y de orín en su niñez, allá en el tiempo, junto a su abuela.
– Vaya uno a saber… Ah…, miren que he vivido mucho. Quizás este señor, de tan mal aspecto… – murmuró Tobías clavando los ojos.
– Sí, compadre, y fíjese que con mandarlo del pueblo estaría resuelto el problema – comentó Andrés y por eso de hacer causa común clavó también los ojos.
– La señora Clara me ha comentado que está haciendo un pozo en el jardín trasero de la casa – intervino Joaquín, el hijastro de don Germán, mientras pasaba un trapo húmedo por el mostrador de la cantina.

– ¿Y después? ¿Tú qué dices? – habló de nuevo Tobías.
– Mi madre decía que cuando un hombre llega a un pueblo las mujeres se alegran pues encuentran el anillo perdido, la posibilidad de poner fin a su soltería.
Cayó la noche.
Y cada cual, con el pensamiento o el disgusto que le venía al caso a esa hora, se fue caminando para su casa.
Había un eco de viento.
Y al eco se le sumaba un suspiro como de dolor nocturno que busca la llave de la puerta para salir a la calle y caminar en busca de una distracción.
Por el camino de los perros, Tobías se dirigió fumando hacia su hogar, y encontró que tenían muy buen olor, especialmente esa noche, aquellos jazmines que colgaban en gajos de una casona pintada con color blanco.
Pero después decidió dar unas vueltas por el pueblo, y sin querer, eso es, sin querer, fue a parar hasta el sitio donde se encontraba el extranjero.
Y vio, desde la ventana abierta por donde se colgaba la luz de la Luna, la sombra de una persona en la pared. Al principio era una sola sombra larga; luego varias, flotantes, etéreas casi, se sumaban a ella. Dibujaban un baile al compás del vals “El Danubio Azul”.
Que el ruidoso pregonar de los grillos intentara distraer su atención, fue la incomodidad con la que tuvo que luchar durante un buen rato para no perder el movimiento de las sombras danzarinas y ese delgado hilo musical que estremecía su corazón.
La noche estaba estrellada y un lucero parpadeaba.
Se preguntaba qué extraña locura era aquella, la de bailar. Y pegaba su oído a la casa, y escuchaba risas, y algunos aplausos tímidos al inicio, aplausos delicados, que se perdían después de las manos para formar ya un llamado rápido, enérgico y precipitado; un llamado furioso, inapelable, a una pronta ejecución.
Sintiendo que el sudor le poblaba la frente, el cuerpo, y que la vejiga se le volvería en contra suyo en cualquier momento, vio con los ojos bien abiertos cómo arrastraban a la sombra recién ejecutada, convertida en profusa mancha de sangre, hasta la puerta principal.
Huyó.
Tomó de nuevo el camino de los perros para dirigirse a su casa y dormir, pero esa noche no pudo conciliar el sueño.
Y a la mañana, sin importarle que aún fuera muy temprano, tan temprano, y que el cielo tenía más de oscurecido que de clareado, fue a golpear las puertas de las casas del pueblo. La poca gente lo escuchó contar, con un por supuesto, Dios nos libre, y claro que sí, lo del asesinato en la casa de don Viriato. Finalmente el pueblo, en remolino de polvo, se dirigió hacia lo de Viriato.

Joaquín, por orden de don Germán, fue corriendo hasta la polvareda y la polvareda entendió las razones a los gritos que les daba el mozo: Había que deliberar sobre el crimen en la cantina. La gente se sintió suelta y compuesta pues a cada uno le tocaría su turno de hablar.
– Nada más verlo, yo supe que ese hombre mataría a cualquiera de nosotros, pues se le veía la intención en la ceja – dijo doña Ángela, y empapó el sudor temprano de la frente con un pañuelo que siempre tenía guardado en el bolsillo del delantal para circunstancias como ésas.
– A mí, el muy cabrón se me quiso echar con el auto encima, pero yo me tiré del lado del pasto, y caí sobre las boñigas; me levanté y durante un largo trecho corrí tras él. Pero ya ven. Los asesinos siempre escapan – suspiró Teodoro, el pastor de ovejas.
A esa altura de la conversación, la gente estaba más que animada. Y el licor corría de boca en boca como una mosca. Y uno decía que había que colgarlo de un árbol, y otro no paraba de reír pues el efecto del alcohol en el estómago vacío funcionaba como una cuerda.
Hablaron de su abuelo José, los mellizos Gastón y Abel, y se ofrecieron, en nombre de él, que había sido asesinado por un forastero, ir a traer al asesino.
A esa altura del mareo, de las burbujas de cerveza que formaban bigotes en los rostros de algunos hombres y mujeres, de las carcajadas que hacían imposible casi el turno de la conversación, de los hipos que se celebraban como si fueran explosiones de fuegos artificiales, lo del ajusticiamiento pasó a ser un asunto de segunda necesidad, de modo que los mellizos, que estaban sobrios y furiosos, fueron por el extranjero, y llevándolo al cementerio, lo colgaron de un árbol de ceibo.
En el domingo siguiente se vio mucha gente en el camposanto.
Las mujeres colocaban unas violetas sublimes y unos crisantemos piadosos bajo la cruz sin nombre debajo de la cual tiritaba todavía, si los muertos tiritan, el individuo colgado del ceibo.
Y había otras cruces sin nombres. Y otras. Y otras. La gente compraba flores de origami de Gertrudis, apostada frente al portón de hierro. Rosas, santarritas, gardenias, jazmines, adelfas y claveles de papel para los forasteros ajusticiados por los mellizos del pueblo.

Comentarios3

  • Vito_Angeli

    Expresar una lejanía en el pensamiento de toda un pueblo, un pueblo perdido en la distancia y en el tiempo que olvidó seguir el paso del tiempo, se vio sorprendida por la llegada de ese forastero. De inmediato, y a la sospecha de que fuera a realizar un acto contra el pueblo, el animo de cada habitante empieza a gestar una idea concebida sobre lo que debe deparar por el accionar que se advierta en tan solo instantes, porque ya se sabía como una especie de imagen visionaria, que el extraño actuaría en pecado hacia el lugar que lo recibió. Y unos justicieros que llevan el rol asentado frente a los que les parecen ajenos. Esa justicia se dió y sumó un recuerdo más en el cementerio de los que fueron marcados por lo no humano de atentar con una vida. Esta me pareció ser la sinópsis del relato aunque, deja pensando tras la historia, que en la actualidad muchos pueblos a veces quedan marginados en el curso de la historia por el pensamiento conllevado en su tradición. No quiere decir que deban actualizarse siempre pero es el avance de las épocas lo que indican nuevas formas de pensar, sin que tampoco deban perderse los valores que importan. Muy buena narración. Un saludo

    • Delfina Acosta

      MUCHAS GRACIAS, VITO.
      YO ME REMONTÉ A UN TIEMPO LEJANO, MUY LEJANO.
      ES PRECIOSO PARA MÍ EL CONCEPTO QUE TIENES EN TORNO A MI CUENTO.
      UN ABRAZO GRANDE.
      DELFINA

    • grettell

      Y entonces.... qué es la xenofobia???
      Extraordinaria manera de narrar los sucesos, los hechos, los lugares, las escenas. Con esa multitud de personajes, con todos esos dialogos en turno y a destiempo, de verdad que atrapa, conduce, inflama, desinflama. Uno va tratando de desenredar el hilo del misterio, saber de qué se trata todo eso que se lee tan bonito y tan adentro. La prosa es perfecta, logra ceirto ritmo muy placentero, me encanta ese momento en que el argumento se separa de la experiencia estética que se vive en cada párrafo. y hablando de párrafos, hay uno en particular que me llamó la atención: "Ah…, en una ciudad uno despierta, y ya está abriéndose paso entre el intento de amabilidad de los demás, con un nervioso “Permiso, permiso”. --- > : D . Sonrío. Será porque yo vivo en una ciudad como ésa que caundo leo esa frase me viene un remolino de contrastes. Aquí el estres, la angustia matutina, la prisa.... alla la paranoía echando sus raíces junto a los sembradíos de aburrimiento.

      No sé si el campo sea así... me gusta pensar que no, o quienes somos de ciudad vemos en tanta calma: el paraíso.

      Y que significaría todo ese vals, todas esas siluetas fantasmagoricas que le dan al relato un tinte gótico...???

      Me encantó n_n mucho, de principio a fin, pero más el desarrollo jaja.

      Un Abrazo

    • Delfina Acosta

      Grettel, te agradezco tus palabras. Mi cuento está instalado en una época muy lejana. En un pueblo imaginario y tal vez maldito. En fin, recibe mi agradecimiento sincero.



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