Siempre que iba a la farmacia para comprar apósitos, aspirinas, violeta de genciana y aquellas medicinas menores con las que mantenía completo mi botiquín, me solía hacer acompañar por Ogro, mi perro.
El tránsito estaba endemoniado aquel día. Lo noté al sacar la cara.
Ante aquella impaciencia de los autos por llevarse adelante los segundos que faltaban antes de que la luz de los semáforos cambiara de amarillo a rojo, decidí que no llevaría a mi Ogro. No fuera que tuviera que llorar su muerte y ocurriera que el tiempo me transformara en una de esas mujeres de pelo mal teñido y sandalias desparejas con la memoria de su perro en cualquier conversación: «Ay, él sabía que era el auto del vecino el que llegaba, porque en vez de ladrar hacía una suerte de bocina con su boca. ¿Arte? ¿Magia? No lo sé.» O: «Adivinaba el menú (carne roja a la parrilla o una presa de paleta de marrano) en mis ganas y en movimientos. Empezaba a mover la cola, el muy picarón…».
El farmacéutico, un hombre de ojeras profundas y cierto olor a alcanfor, hablaba por teléfono cuando llegué a su negocio.
– ¿Aún no se lo encontró? Cierto es que la gente desaparece y aparece después de tres días…, pero… – lo escuché decir.
Colgó el teléfono y se acercó a mí comentando: «Es el primer caso.»
– Pero es seguro que reaparecerá – contesté sin saber de qué se trataba el asunto.
Usted sabe: la gente de la ciudad es así; uno apenas espera que termine de hablar el otro, para decir ya lo suyo; estamos todos apremiados por la urgencia de hacer comentarios. Y vamos de comentarios en comentarios, y cuanto más comentamos menos nos escuchamos y, por supuesto, menos nos entendemos, pero eso tampoco nos importa porque ya no podemos obrar de otra manera; el vértigo se instaló en nuestras existencias.
Cuando regresaba para la casa, vi un grupo de seis hombres; conversaban nerviosamente frente a un bar pintado con un color verde mohoso. Tres fumaban y los tres restantes ya no hacían caso del humo de los cigarrillos que sacaban lágrimas de sus ojos.
Me acerqué a los hombres haciendo como que intentaba ponerme a resguardo del viento sur.
– Cándido ya debería haber regresado – dijo el hombre de cuello largo, camisa arrugada y un sombrero grande que le echaba sombra sobre el rostro. Se le notaba el cuidado que ponía en sus palabras; aquella gente preocupada por la tardanza de Cándido buscaba el favor de la inteligencia para resolver el caso.
Yo sé de individuos que desaparecieron y volvieron a aparecer. Pero me estoy refiriendo a personas que dejaron el aseo de su casa, el plato de escarolas, de apios y de plantas oleaginosas, y la esposa de rostro sonrosado y buenos modales, para ir tras las pisadas de aquellas mujeres fáciles de la zona portuaria; cuando ellas se sacaban la ropa frente al espejo de luna del ropero, era como si se desprendieran de todas sus alas de aves, hasta que quedaba de sus figuras sólo el pico largo y rojizo; picoteaban durante horas, días, semanas y meses el cuerpo purpurino de sus amantes, de aquellos maridos ajenos entonces perdidos. Aquellas mujeres se alimentaban de sus bocas mientras hacían el amor. Y bueno…, cuando el vientre les crecía y sus senos se agrandaban goteando leche, se convertían en pájaros de torpe andar, y su voz huraña sonaba, al caer la última claridad del crepúsculo, como graznidos de cuervos.
Los hombres, desesperados, horrorizados ante aquella situación que les causaba lástima y repulsión al mismo tiempo, retornaban tristes y cansados a sus casas.
El grupo seguía charlando. Mencionaron varias veces la palabra límite.
Aquí debo hacer un aclaración en honor al límite: Hay una casa abandonada, pintada con color azul, a donde vienen, cuando la lluvia es grande, buscando refugio los mendigos. A diez metros de ella, aún se animan algunos niños a intentar una rayuela, algún juego propio de la perversidad de los pequeños como buscar una tarántula coja para luego meterla en un frasco de cuello largo.
Una niña albina suele marcar con tiza la figura del sol en el empedrado, que la lluvia pronto borra, hasta que ella vuelve a despejarlo usando crayolas de distintos colores para dibujar el arco iris.
Ahí termina la ciudad.
Y empieza el bosque.
En fin, los hombres formaron una cuadrilla.
– No queda más remedio que ir – dijo uno, quien parecía liderar el ánimo de los otros.
Y se internaron en el sitio poblado de existencias negras. El viento cambió de dirección y un olor a comadrejas, a hojarasca de árboles de las más diversas como eternas especies, giró en el aire y dio un grito de advertencia.
Los curiosos de la ciudad se quedaron en el límite, de cara a la oscuridad.
Pasaron tres días y tres noches.
La cuadrilla regresó cansada. Sólo pudieron encontrar el cuerpo de Cándido convertido en carne corrompida sobre un matorral; en sus cavidades parecían haber hecho nido las aves de carroña; algunas bestezuelas peleaban ferozmente por las vísceras. Eso fue lo que contaron.
Pero trajeron, eso sí, colgado de un grueso alambre, el cuerpo todavía sangrante del lobo feroz abatido por los disparos de las escopetas.
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