Tenía doce años. Empezaba a encontrar natural despertarme acosada por un pensamiento. Entonces me levantaba de la cama y me dirigía al gabinete.
Allí escribía. Qué sé yo cuántas dudas escribía, pues – ciertamente – anotaba dudas. Tarea ardua para una niña que debía estar en su lecho durmiendo, pues eran las tres de la madrugada, y hacía un frío espantoso. Un viento que obligaba a los perros callejeros a meterse debajo de los autos abandonados en el callejón del pueblo.
Durante el día permanecía huraña.
– ¿No vas a lavarte los cabellos?
– Solamente un baño.
Mi existencia tomó un rumbo literario. Cuando el sol se ponía y los elementos de la naturaleza inclinaban con rigor a los sauces del cementerio, me apuraba la necesidad de escribir.
– Estás mal de la cabeza mi niña – me decía la nana, disparándome unos ojos asustados.
Pues claro que sí; que me sentía enferma, yo lo sabía.
Por otra parte, ¿qué trazador de versos en letras itálicas, no cae en la cuenta de que su cabeza suele ser invadida, repentinamente, por cientos de langostas?
Por la tarde escribía. Al menos había logrado ajustarme a un horario que no fuera motivo de gritos por parte de mi padre, quien al ver la luz prendida en el gabinete, perdía el sueño nocturno y se levantaba frecuentemente a orinar.
Una tos seca me acosaba.
Mi madre me observaba con lástima; sabía que no podía hacer nada por mí, salvo partir en dos mitades perfectas un comprimido de meprobramato, que tomaba con agua.
Bajo los efectos del tranquilizante, me libraba del tormento de la escritura inmediata, y del presagio de futuras escrituras escabrosas.
Mi caligrafía ilegible revelaba el ánimo furioso del mar, que era, a veces, con su sonoridad vespertina, la causa de mis momentos de nerviosismo.
Escribí veinte historias sobre el mar.
Pero también sobre un jardinero, que enterraba gatos recién nacidos debajo de un rosal amarillo, mientras la dueña de la casa, una anciana jorobada, los andaba buscando por el corredor y las habitaciones.
Cierta vez escribí sobre una mujer delgada y hermosa, que había salido a la calle, a la medianoche, con una alcuza en la mano. Llamaba a sus mininos perdidos con voz de bambú; las ventanas de las casas del pueblo se abrían de par en par.
– No son horas de andar gritando – le decía una señora, que daba de mamar a su niño.
– Gatos malditos. Si los encuentro los mato – gritaba la mujer.
Se hizo parte de mi vida escribir. Y tomar pastillas. Don José, el farmacéutico, me preguntaba a menudo cuándo publicaría mi libro. Yo sabía que el libro tendría que salir alguna vez. Pero aún debía definir el argumento de la moza que se había fugado con el gitano. Es más. No estaba segura de la historia. Jamás me convencieron las fugas. Y en esa indecisión batallaba.
El boticario me admiraba. Él también escribía. Como compraba la medicina a crédito, me sentía en la obligación de escucharlo hablar sobre su libro.
«Penumbras en el ártico» llamaba él a su obra. La cosa es que no sabía decirme ni dos renglones de ella. Mientras envolvía mi medicina recitaba alguna poesía de Amado Nervo. Y luego, como si el poema fuera de su autoría, me preguntaba con un suspiro de satisfacción: «Y, ¿qué me dices? Terrible, ¿no?»
Yo sabía que me estaba enfermando en serio. La obra crecía, se agigantaba, a costa de mi salud. Tenía la impresión de que el mar, la moza de los hermosos cabellos negros enamorada del gitano, los mininos de ojos relampagueantes y extraviados, todos, estaban metidos en mi gabinete.
Mis ojeras me delataban.
– Pero si estás muy mal – me reclamaba mi nana.
No podía parar. No debía dejar en eterno extravío a aquellos mininos. Alguien tenía que detener a la mujer con la alcuza en la calle. El romance de la moza de ojos airados y pelo renegrido merecía un perfecto final.
Todo era demasiado para mí.
Hoy fui a la farmacia. He comprado un frasco entero de somníferos.
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