El caballo comía la pastura a cierta distancia del aljibe, mientras trataba, dando coletazos, espantar a las moscas. Eran las tres y media de la tarde en el reloj, cuando mi primo me dio un apurado beso en la boca y subió al auto de su padre que lo llevaría a la capital.
La tristeza se me subió desde los pies hasta la cabeza. Hice lo que acostumbran hacer, habitualmente, las mujeres despechadas y desesperadas en la pantalla gigante: caminar de un lado a otro, fumar un cigarrillo y dar instrucciones a las mucamas de despachar por su cuenta a quienes insistían con sus llamadas telefónicas. Así pues, me dirigí al limonero, y con una hoja aromada de su fresca estampa, fabriqué un fino cigarrillo verde. Me senté sobre el viejo sillón de mimbre y empecé a «exhalar» grandes bocanadas de humo. Tenía que conversar con alguien, y yo me bastaba a mí misma.
Entonces dije: «La cuestión, querida amiga Violeta, es que no sé cuántos meses pasarán antes de que pueda volver a ver a M. A. Pasamos juntos un hermoso verano recorriendo los terrenos aledaños a la colina. Fuimos al río todas las tardes. Mis nervios no me jugaron ninguna mala pasada, de modo que tengo la impresión de que él estuvo contento en mi compañía. Se comía las uñas de amor».
– Eso es magnífico, Delfina – dijo Violeta.
– Es cierto que en algunos momentos me quedaba súbitamente pensativa y callada en su presencia, mientras él me contaba la verdadera biografía de Napoleón Bonaparte, sin comerse una palabra. Mi primo solía interpretar mi silencio como la actitud de quien escucha con suma atención una clase maestra – expresé.
– Y yo no hacía más que tratar de controlar mis nervios, pues una y otra vez la imagen de una higuera lánguida y torcida se desataba en mi memoria y golpeaba – fuertemente – mis emociones.
– ¿Qué harás ahora, Delfina?
– Pues meterme en un convento. Hacerme monja. Vivir a pan y agua. La existencia sin él no tiene ya sentido – respondí y volví a exhalar enormes bocanadas de humo.
A eso de las cinco de la tarde, yo estaba ya envuelta con una sábana blanca. Cubrí con un pañuelo blanco mi cabeza, del modo aseado y prolijo como se cubren siempre las monjas. Adopté un aire de grandeza desgraciada frente al espejo circular de la cómoda. Al observar mi imagen dolorosa de Sor Delfina, hice todo lo posible por llorar. Junté esfuerzos y suspiros, pero las lágrimas no me salieron.
En el espejo se reflejaban las ramas de una tupida enredadera que tomaban, según el soplido del viento, la forma de las rejas de una celda.
Puse en mi antojo que hablaba con mi única compañera de celda, llamada Sor María.
– Si alguien pregunta por mí, no importa que sean mis parientes, les cuentas que estoy en ensimismamiento y oraciones. Como ves, me siento muy lánguida. Ayer a la noche me ha costado conciliar el sueño. Se me aparecían imágenes horribles. La gente que viene de la calle, trae consigo algo de la luz del día y del buen ánimo de la gente alegre. Yo quiero mantenerme, a partir de ahora, solamente en la luz pura y apartada de nuestro Señor Jesucristo.
En esta conversación conmigo misma yo andaba, cuando Adolfina, que andaba por el corredor persiguiendo a una gallina colorada, detuvo su carrera al observarme envuelta con una sábana blanca.
Empezó a reír como sólo ella sabía hacerlo. La gallina había perdido automáticamente todo interés para ella. Juntó las palmas de las manos como si fuera a pedir un favor al cielo mientras seguía desternillándose de risa. Tenía una expresión tan cómica y divertida en el rostro, que yo misma me sentía tentada a reír.
Dijo «amén», dos veces, y en voz alta; luego se pasó los dedos por la frente para sacarse el sudor de la corrida y reanudó la persecución de la desesperada gallina.
Yo volví el rostro al espejo.
– Es mejor no volver al mundo. Mucha tentación hay en él. Y el diablo permanece siempre atento, con ganas de hacerme caer en sus trampas. Solamente a mi Dios, a mi Señor Jesucristo me debo. Y al recuerdo de mi primo M. A. – susurré con la voz pequeña y delgada de las monjitas que acostumbran hablar en soledad.
El espejo seguía reclamándome un guión, pero las palabras se negaban ya a acudir en mi ayuda.
Empecé pues a rezar el Padre Nuestro. El débil gorjeo de un ave salvaje parecía poner punto final a la cálida tarde de aquel enero fantasioso.
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