Lucidez, ironía y fábula son tres elementos que no faltan en las novelas de Antonio Orejudo y que se disputan el protagonismo en su último libro, “Los cinco y yo” (Tusquets). El acercamiento a sus libros nos asegura un rato de risas y también de profundización en torno a la experiencia vital, lo que confluye en un verdadero goce lector. Escucharlo también es un placer porque parece alternar una visión casi pesimista del mundo con un aura de luz; una tenue esperanza que se abraza al misterio de la pregunta fundamental de la vida (y de la literatura): ¿qué es real-cierto-importante de lo que vemos, leemos y creemos? Esa misma luz-esperanza-sonrisa sobrevuela algunas de las respuestas de nuestra charla y sirve para enfatizar su forma peculiar y valiente de observar el mundo. Cuesta resistirse a esa mirada tan aguda y enigmática. ¡Léanlo, por favor!
P—Peter Brook dice que hay que buscar la cercanía de lo cotidiano unida a la distancia del mito, porque sin la cercanía no puedes moverte y sin la distancia no puedes sorprenderte. Tus libros se construyen así también, diría. ¿Sirve la ficción para explicar la existencia?
R—Efectivamente, los escritores creamos mundos de ficción para explicar cómo creemos nosotros que funciona el mundo o una parte de él. De hecho, todos hemos leído alguna vez una ficción que nos ha abierto los ojos a un determinado aspecto de la realidad o hemos conocido a un personaje que no existe, pero cuyo comportamiento nos ha permitido entender algo o simplemente nos hemos visto reflejados en él y nos ha tranquilizado comprobar que nuestros sentimientos o nuestros comportamientos no son extravagantes o raros, que no estamos solos en el mundo. Pero al mismo tiempo la ficción crea a veces la sensación de que la vida tiene argumento, que está sujeta a una lógica interna, cuando no es así. En realidad, la vida es el argumento de una mala novela: sin causas que lleven a consecuencias, sin finales redondos.
P—¿Es “Los cinco y yo” un homenaje al niño lector que fuiste?
R—Es más bien un ajuste de cuentas conmigo mismo y con mi generación. Al preguntarme cómo se habrán hecho adultos aquellos personajes que leí de niño, me pregunto qué clase de adulto soy yo y dónde está mi generación.
P—¿Por qué crees que Enid Blyton se convirtió en el paradigma lector de tu generación? No me refiero a lo evidente (sus libros se vendieron como rosquillas), sino a por qué resultaron sus obras tan atractivas, para llegar a desplazar a Verne, Salgari y otros autores clásicos…
R—En aquel momento había muy poca oferta de literatura infantil y juvenil. Los Cinco me permitieron algo que me resultaba difícil con los personajes de Salgari y Verne: proyectarme en sus personajes. Yo no podía ser Sandokan, pero sí podía ser uno de aquellos niños que pasaban las vacaciones sin padres.
P—¿Te interesa la literatura infantil? ¿Compartes la idea de Reig cuando dice que existe una subvaloración de la inteligencia de los niños en los libros de este género?
R—Cuando era padre de niños me interesaba la literatura infantil hasta el punto de que me planteé escribir una historia para niños. Pero mientras la hacía me daba cuenta de que tenía que fingir, de que no me creía lo que estaba contando. Un buen relato para niños debería ser también un buen relato para adultos.
P—Me ha encantado el concepto de “catolicismo doméstico”. ¿Dirías que podría servir para explicar lo que la educación religiosa ha hecho con nosotros?
R—Claro. El catolicismo ha impregnado el vivir cotidiano. Uno no se hace católico en la iglesia, sino en su relación con los demás, y especialmente en la familia, el núcleo donde se aprende y se interioriza la culpa, que es la piedra sobre la que se eleva todo.
P—Hay en “Los cinco y yo” una hendija por la que se cuela el debate en la ética científica. Asumir riesgos que tiren por el retrete nuestros ideales ¿es inevitable?
R—La vida consiste entre otras cosas en ir renunciando, en ir aceptando que uno no es capaz. No todos tiramos todos nuestros ideales por el retrete, pero los vamos matizando, aprendemos a ser un poco más flexibles con nosotros mismos, aprendemos a negociar con nuestra moral, y nos hacemos un poco más acomodaticios. Desde luego, hay muchos ideales que nos acompañan toda la vida, principios a los que somos fieles, pero de otros tenemos que despojarnos para sobrevivir.
P—En su libro “Por encima de su cadáver” (Ocho dos cuatro Ediciones), Bob Torres analiza la estrecha relación que existe entre la explotación animal y la sociedad de consumo. Lo he recordado cuando hablas de los métodos de funcionamiento de la industria farmacéutica: alivio, adicción y ocultamiento de los efectos secundarios. Torres dice que hasta que no demos el gran paso (cuando la expropiación de la vida de los otros animales sea parte del pasado) no podremos plantearnos resolver ningún otro tipo de desigualdad (sexual, racial, de clase). ¿Cuál es tu opinión?
R—Hubo un tiempo en que los niños humanos tampoco se consideraban persona hechas, y que por tanto tampoco tenían derechos. De ahí hemos pasado a una sobrevaloración de la infancia. Con los animales es posible que suceda lo mismo. Por el momento, se van dando pasos en la dirección de considerar a los animales seres vivos con unos derechos muy parecidos a los nuestros. El efecto secundario del Humanismo renacentista, que colocó al ser humano en el centro del universo, es haber despreciado a nuestros compañeros de escala zoológica. Acabaremos reconociendo que no hay mucha diferencia entre ellos y nosotros, y sentiremos empatía por ellos.
P—A simple vista tu escritura parece desenfadada, irónica y fácilmente deglutible; no obstante, de tus historias siempre se desprende una doble lectura: una de ellas más intensa, profunda y filosófica, como si escribieras a dos voces o algo así. ¿Una especie de bipolaridad de escritura?
R—La primera obligación que me impongo cuando escribo es la de confeccionar un texto accesible, de fácil lectura, que permita al lector un mero disfrute textual. Pero un texto que sólo produzca placer de lectura me resulta insuficiente. Pero ese fondo ideológico, esa explicación del mundo de la que hablábamos antes, es algo opcional. Si el lector es curioso y siente curiosidad, mis libros le proporcionan la posibilidad de excavar. Todos ellos dicen algo.
P—Ligado a esto pienso que aunque a veces se te ha vinculado más con el humor, esa otra faceta tuya (la filosófica o reflexiva) es más potente pese a que está menos visible, ¿cuánto hay de búsqueda personal-interior en tu escritura?
R—No soy consciente de estar buscando dentro de mí cuando escribo. Mi concepción de la escritura es muy poco mística. Yo prefiero verme como un artesano que utiliza las palabras y las estructuras narrativas para decir cómo veo yo las cosas, cómo vi el mundo cuando yo viví en él.
P—Cito: «Joyce y Faulkner tendrían hoy serias dificultades para publicar». ¿Dirías que la sobrevaloración de ciertos “autores míticos” es uno de los grandes defectos de la literatura?
R—Creo que no se ha producido una sustitución del canon literario del siglo XX. Y ese es uno de los reproches que yo le hago a mi generación, y a mí mismo. No hemos sabido cumplir con la obligación que tiene cada generación de derribar la mirada de sus mayores y enfrentarla con la propia.
P—¿Has vuelto a leer tus primeros libros? ¿Te reconoces en ellos? ¿En qué ha cambiado tu escritura?
R—Alguna vez he abierto alguno al azar, pero no he leído completo ninguno. Lo hago más para convencerme de que los he escrito, de que yo fui en algún momento la persona que los escribió. Porque al contrario de lo que lo que pueda parecer, siento que con cada libro desaprendo a escribir. Cuando miro hacia atrás me resulta milagroso haber escrito novelas. ¿Cómo lo hice?, pregunto. Y entonces los abro para entenderlo.
P—¿Cómo trabajas para construir novelas con tantas referencias? ¿Hasta dónde dejas fluir tu don de fabular y estableces la distancia entre realidad y ficción? ¿Qué tan metódico o maniático eres a la hora de escribir una obra como “Los cinco y yo”?
R—Soy muy caótico. Escribo durante años sin dirección, abandonando proyectos, emprendiendo otros, tirando todos a la basura, recuperándolos…. Hasta que comprendo que todos ellos pertenecen (o no) al mismo libro. Y entonces entro en una fase que me apasiona y que consiste en descubrir cuál es el hilo conductor que hay entre ellos.
P—¿Tu método de trabajo es un fin en sí mismo, como lo es para tu Toni?
R—No. Para mí es importante llegar al final, terminar una obra. El método de trabajo, al contrario que Toni, es una herramienta. Si no hay un libro legible al final, no me sirve de nada haber estado trabajando. Yo soy escritor y los escritores quieren escribir cosas para que los demás la lean con placer e interés.
P—«El miedo aguarda hasta morderte», dices. ¿A qué le teme Orejudo?
R—Temo el dolor.
Debes estar registrad@ para poder comentar. Inicia sesión o Regístrate.