Carlos Frontera: «Continuamente estamos creando ficción»

Foto: Páginas de Espuma

En la voz escrita de Carlos Frontera hay un constante reconstruir lenguaje. Sólo basta asomarse a su libro «Andar sin ruido» (Páginas de Espuma) para descubrir un conjunto de historias que si bien se enmarcar en un contexto real avanzan sobre un escenario que va mutando, cruzan las barreras del realismo y dejan al descubierto una nueva forma de mirar lo mismo. Las respuestas de Frontera en este intercambio también transcurren en esa línea. Aquí va la primera parte de nuestra charla donde podemos intuir cómo ve este cuentista la literatura, el amor y la vida (si fuese posible separarlas).


 
P—¡Tienes un apellido muy literario! ¿Te define como escritor, para moverte con naturalidad entre la fusión de géneros y entre la realidad y la ficción?

R—Y tanto que es un apellido literario, como que me lo puso una compañía telefónica, y no mi padre. Antes de ser Frontera, de mi nombre colgaba un González, uno de tantos. Los teléfonos móviles tenían amedrentadas a las gasolineras y yo vivía en Conil de la Frontera, una localidad de la costa gaditana. Por motivos laborales, pedí un móvil a la compañía talycual y pasaron ni sé cuántas semanas, las mareas tres cuartos de lo mismo y del móvil sin noticias. En el ínterin, la empresa me endilgó otro móvil para poder resolver los asuntos más peliagudos cuanto antes, una forma de sumisión como otra cualquiera. Una mañana tontorrona, transcurridos ya un buen manojo de meses desde que solicité el móvil, un cartero aporreó mi puerta y se presentó con un paquete un tanto maltrecho, aporreado, aplastadillo el pobre. En el destinatario: Carlos Frontera, residente en Conil González. Quien fuese había confundido los apellidos mío y del pueblo y qué maravilla de equivocación. En cuanto leí Carlos Frontera, supe que alguna vez tendría que hacer algo merecedor de ese nombre. Siempre fui un negado para la música, para los deportes ya iba tarde, así que no me quedó otra que escribir un libro. Con esto quiero decir —si es que quiero decir algo— que realidad y ficción no son compartimentos estanco, están mucho más conectadas de lo que proclaman sus definiciones. En nuestro día a día, continuamente estamos creando ficción. El hecho de recordar es construir una ficción, como también lo es imaginar, fantasear, hacer planes… Me resulta natural que en mis textos se entremezclen lo insólito y lo cotidiano, el desvarío y lo esperado. Forman parte de una misma cosa.

P—¿Dirías que es el desamor el eje central de “Andar sin ruido”?

R—Creo que no exactamente el desamor, aunque vaya uno a saber lo que quise contar de veras. Creo que tiene más que ver con la dificultad para comunicarnos, con el hecho de que, aunque manejemos un mismo idioma, la gramática no es exactamente la misma, cada uno tenemos nuestros propios códigos emocionales en base a los cuales decodificamos los mensajes, de ahí tantísimos malentendidos. Creo que también esa incapacidad para comunicarnos nos vuelve torpes, nos acobarda, y muchas veces acabamos refugiándonos en el silencio por temor a importunar a quien tenemos al lado. Pero sobre todo creo que el eje central es el instante en que una relación hace crac o raaaas y deja de ser lo que había sido hasta ese momento. Que, ahora que lo pienso, tal vez eso sea el desamor. Yo qué sé. En cualquier caso, sería un desamor no sólo entre los miembros de una pareja, también entre padres e hijos.

P—¿Por qué reivindicar el ruido como síntoma de que las cosas van bien?

R—Más bien el libro señala el silencio como síntoma de que las cosas no van bien. Con frecuencia se alude a los ruidos fuertes, a los gritos, a los portazos, al arrastrar de muebles, como manifestación del terror doméstico. Y sí, un portazo pone en alerta al más pintado, pero a mí siempre me ha resultado más amenazante el silencio donde se supone que tendría que haber algún sonido. Que una casa que habitualmente hable un idioma de buenas a primeras enmudezca, no presagia nada bueno. Un ruido al menos te advierte de lo que ha ocurrido. Un silencio así, repentino, inusual, te sitúa ante una amenaza indefinida.

P—La mayoría de las relaciones que aparecen en este libro son difíciles. ¿No nos basta vivir y querer, tenemos que complicarnos la vida (y complicársela a la persona que queremos)?

R—Ay, sí. El caso es que a veces contamos con lo suficiente para ser comedidamente felices y lo acabamos estropeando por yo qué sé, porque confrontamos la realidad con un ideal que sólo ha existido en nuestras cabezas, porque contamos con una serie de taras y traumas que, queramos o no, conforman nuestro modo de desenvolvernos en el mundo y terminan jugando en nuestra contra, porque no sabemos manejar los sentimientos y miramos para otro lado y nos acobardamos y metemos la pata hasta el fondo, o quizá sencillamente porque eso que se llama amor tiene fecha de caducidad.

P—La familia: esa institución que tanto daño ha hecho al mundo (y a los niños). ¿Puedo llevarme esta certeza al leer tus cuentos?

R—¡Espero que no solo esa! Algunas familias se las traen, sí, hacen pupita a base de bien, pero también habrá familias adorables y felices, tienen que haberlas. Ahora, como te toque en suerte una familia como la de los cuentos de “Andar sin ruido”, más te vale rezar todo lo que sepas.

P—Maternidades sobreprotectoras y paternidades ausentes. No hay familias equilibradas, ni niños felices. Cuando aparecen “progenitores” los cuentos terminan mal. ¿Qué conclusión deberíamos sacar al respecto?

R—¿Que la felicidad no es literaria? Familias equilibradas no sé si hay, lo que seguro que hay son niños felices o que han tenido sus destellos de felicidad. En “Andar sin ruido” he puesto el foco en ese momento en que las relaciones de pareja o de padres e hijos se tambaleaban y se resquebrajan, el instante en que dejan de ser lo que venían siendo y se convierten en algo distinto, feo, turbio, maloliente. Pero la vida también tiene momentos para enmarcar y bailar como Franco Battiato, momentos en los que jugar a ver quién aguanta más sin parpadear y contarse los lunares.

P—(Permíteme un pequeño desliz: ¡Qué maravilloso el comienzo de “Te Q”! Lo he leído muchas veces y me parece una cosa tan bella, tan clara, tan cierta…) Es jodidamente hermoso enamorarse pero todas las relaciones acaban. ¿Por qué seguimos intentándolo? ¿Somos un poco tontos?

R—Pues por eso mismo, porque es jodidamente hermoso enamorarse. Más que tontos somos torpes, creo. No entendemos gran cosa. Hacemos lo que podemos. Y a veces hasta acertamos. El protagonista de “Te q” (muchísimas gracias por el pequeño desliz) no entiende por qué tiene que acabarse algo que ha sido tan maravilloso, por qué tiene que estropearse, pero eso no quita que un día aparezca una vecina, le tome la barbilla con delicadeza y le afeite con toda la ternura que cabe en una cuchilla y salgan juntos a hacer submarinismo en los charquitos que deja la lluvia. (Ahora soy yo el que me permito un pequeño desliz: “Te q” y ese cuento, el de la cuchilla a rebosar de ternura, “Charquitos de lluvia”, están protagonizados por el mismo tipo, y hasta aquí puedo leer).

P—Al leerte he tenido muchas veces una sensación: la de no entender con claridad tus intenciones. Por ejemplo: “Todas las familias felices se parecen y la nuestra no iba a ser menos” dices, ¿cuánto hay de mofa y cuánto de admiración hacia Tolstói en esa frase?

R—Uy, yo tampoco entiendo muchas veces mis intenciones. En ese comienzo hay una voluntad de desconcertar al lector, claro. Y más con la escena que sigue a continuación, que para nada es la imagen que se tiene de una familia feliz. Verás, todos hemos conocido a personas que, en apariencia, de puertas afuera tienen una vida con todos los ingredientes para ser felices, que se comportan como tales incluso, hasta que de repente un día nos enteramos que, de puertas adentro, entre las paredes de casa, viven un infierno de padre y muy señor mío. Ese choque, ese desconcierto entre la imagen que proyectan y la realidad de su día a día, de alguna manera quise reflejarlo tangencialmente, casi en secreto, con frases como esa. En cuanto a Tolstói, claro que siento admiración por él. Cómo no sentirla por alguien capaz de despachar tremendos libracos con tantísimas páginas. Es algo faraónico, inhumano. Claro que él era ruso y en aquella época no había gas natural ni bombonas de butano. ¿Qué otra cosa iba a hacer el hombre en los largos inviernos esteparios, sino escribir libros interminables?


Continua leyendo la segunda parte de la charla, aquí



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