Felipe Navarro se presenta como un hipocondríaco con algunas rutinas innegociables: no bebe alcohol antes del mediodía y el té sólo puede disfrutarlo por la mañana. Cumple con ese trato que se ha hecho a sí mismo y pide un té. La terraza del Hotel Molina Larios está vacía pero, de pronto, a lo largo de nuestra conversación parece llenarse de nombres, porque Felipe habla con la misma pasión que escribe y juega con las formas del aire como lo hace con las palabras, moviendo las manos y gesticulando con fervor. Parece mentira que una persona tan ansiosa pueda ser tan precisa con las palabras, sin atolondrarse y sin perder el hilo. En «Hombres felices» (Editorial Páginas de Espuma) el libro de Navarro que nos ha reunido también viven ansiosos, depresivos, hombres al filo de la ladera que no terminan de caer y que nos resucitan, un poco.
P—Quiero empezar por el principio. Llamas «Hombres felices» a un libro que en realidad habla de criaturas frustradas y con un montón de traumas sin resolver. ¿Cómo llegas a este título?
R—Pues, en la nota final lo explico. Es una cita de Tawfiq Al-Hakim que dice: «El que lleva una vida feliz no la escribe y se limita a vivirla«. A mí eso me parece muy llamativo: el que alguien aprecie eso, que no hay nada que contar sobre una vida feliz. Y entonces, en ese momento pensé que ahí había dos historias: la de la gente feliz que no la escribe y la de la gente que no es feliz y por eso escribe. La escritura exige un cierto grado de insatisfacción o de infelicidad. Siempre tiene que haber un conflicto, un problema, un trauma para que eso desencadene la necesidad de contar una historia. Cuando leí ese libro, «Diario de un fiscal rural», un libro al final con cierto contenido jurídico, me llamó mucho la atención porque no había pensado nunca en eso. Hay todo un mito del romanticismo de que los desdichados son un mejor objeto de narración porque la desdicha y la derrota llaman mucho más la atención. Los derrotados son un género literario casi. Pero, ¿y lo otro hay que olvidarlo necesariamente? Y además, ¿necesariamente eso tiene que ser un género literario? ¿tienen que ser los malos los interesantes de las narraciones, de las películas? A mí eso me molesta mucho porque creo que hay una parte de la realidad que queda totalmente en la sombra. Y me pareció un campo interesante.
»Cuando leí esa frase la anoté, y a partir de ahí en la carpeta donde empecé a meter materiales, cada vez que encontraba referencias a la felicidad en un libro las anotaba. Y tengo un montón de páginas con referencias a la felicidad en narraciones. De hecho, la primera versión del libro llevaba un aparato de citas descomunal que al final reduje a la de Vilas y a la de Fogwill por consejo de Guillermo Busutil; pero he encontrado muchísimas referencias que giraban en torno a lo mismo: a que solamente existen esos dos polos y sobre uno de los polos, quizás, no se puede hablar.
»Es cierto que eso genera una cierta distancia, que el título sea «Hombre felices» y luego los personajes no lo sean tanto, pero permite pensar o valorar qué criterio estamos aplicando a esas historias. Tú dices los personajes son infelices, ¿todos lo son? No necesariamente todos lo son. Además a veces uno se mira a sí mismo y se encuentra enormemente arrastrado por las circunstancias y se siente desdichado, y a lo mejor alguien desde fuera ve esa situación, te ve en esa situación y es capaz de ofrecerte una valoración distinta. Entonces, sobre algunos personajes, esa pregunta la intento dejar ahí: si ellos se sienten infelices ¿realmente lo son? ¿la situación es tan mala como creen o como yo lector o narrador creo que es?
P—Y basándonos en esa frase Al-Hakim ¿podríamos decir que tú escribes porque no eres feliz?
R—¡No, qué va! A mí la escritura me produce una enorme felicidad. A mí la escritura me ha permitido conocer mi sitio en el mundo. Esto seguramente no tiene importancia para los terceros pero a mí me permite colocarme en el mundo y explicarme. No entiendo a esa gente que plantea que sufre muchísimo escribiendo; no, yo me lo paso muy bien. Para mí es un espacio totalmente aislado del resto del ruido y en el que yo mantengo el control de manera absoluta y es un motivo enorme de felicidad. Si tú tienes todo controlado, sabes que no va a pasar nada extraño ahí: eso es una bendición. Así que la escritura del libro no nace de la infelicidad, nace de la reflexión y de la necesidad de comprender: de comprenderme yo, de comprender las cosas y comprender a la gente que me rodea.
P—En la presentación que hiciste aquí en Málaga una de las preguntas más interesante la hizo una de tus niñas: ¿en qué te inspiras? Curiosamente es una pregunta que muchos escritores no se plantean. ¿Tú, cuando te sientas a escribir, eres realmente consciente de en qué te has fijado, qué te ha llevado a escribir esa historia?
R—Sí, yo veo cosas. Esto puede sonar así como de «Cuarto milenio» ¿vale? pero yo veo cosas. Y sé que hay gente que ve cosas, que ven relaciones que otros no ven, asociaciones que otros no ven. Quizás porque estoy entrenado, porque la lectura y la observación te entrenan para eso. Pero hay gente que aún así no ve esas cosas.
»Yo de pronto veo algo y ese algo se coloca en mitad de mi campo de visión y ya no me deja mirar nada más. Me encuentro con una imagen y ya esa imagen no me deja mirar nada más. Oigo una frase y no me deja seguir adelante. Entonces, eso ese instala ahí y empieza a acumular material. Es como el modo en que las perlas se construyen dentro de las ostras. Entra un grano de arena y la ostra para defenderse empieza a acumular material alrededor y produce algo que para un tercero es un elemento precioso, pero para la ostra no. Yo de alguna manera me defiendo de esa obsesión recubriéndola de material, viendo qué puedo hacer con todo ese material, con eso que ha hecho que se desencadene el período de incubación. Entonces yo sé perfectamente cuál ha sido el arranque de cada uno de los cuentos que hay en el libro y de cada una de las cosas que escribo habitualmente. Si la cosa no lleva un cierto tiempo de maduración es imposible que yo me siente y me ponga a escribir.
P—¿Y cuando te sientas a escribir ya tienes el cuento estructurado?
R—Más o menos sí. Yo soy muy lento para sentarme. Tardo muchísimo en sentarme. Y necesito darle muchas vueltas, pero cuando me siento soy muy rápido trabajando. Soy un verdugo muy efectivo.
P—¿Has tardado seis meses en escribir este libro?
R—Sí. Porque yo soy capaz de hacer jornadas maratonianas de trabajo. Me puedo sentar y estar escribiendo catorce horas prácticamente sin levantarme. Pero antes de sentarme, la historia ha tenido que dar muchas vueltas en la cabeza y la he tenido que desechar muchas veces y que haya vuelto para que yo diga: entonces ahora me quedo con este asunto. Luego soy muy rápido trabajando. Eso que decía Alberto Olmos de que la gente escribe en una tarde un cuento, pues, yo soy capaz de escribir un cuento en una tarde, pero porque ya sé a dónde voy y si no lo sé lo intuyo.
P—Y siendo un escritor tan apasionado y tan obsesivo, ¿cómo fue vivir la rutina de saber que hace diez años, once años, doce, quince años que no escribes? Y en ese tiempo, aunque no publicaste nada ¿has escrito?
R—No, no escribí absolutamente nada. Dejé de escribir en el 2005. Fue una decisión personal. Yo decidí que para mí se acababa la escritura. En el 2003 ya tenía un libro de cuentos bastante estructurado pero me sonaba demasiado al otro libro y entonces no tenía mucho interés. Y entonces hubo eso que dice Justo Navarro «un accidente íntimo»; pues, una circunstancia que hizo que yo decidiese dejar totalmente la escritura. Y lo dejé totalmente.
P—Y a eso apuntaba mi pregunta. ¿Cómo se vive la rutina sabiendo que eres escritor y que no escribes?
R—Pero es que yo ya no me sentía escritor. De hecho me han llamado del CAL en ese período para hacer alguna lectura. Incluso estuve en un instituto aquí en Málaga con Álvaro García y le dije a los alumnos: «aquí estáis viendo a un escritor y estáis viendo a un fósil porque yo ya no escribo«. Para mí todo eso se había quedado atrás.
P—¿Y no lo sentías con tristeza?
R—No. Fue una especie de cambio de cromos. El cromo que me habían dado a cambio me parecía tan de puta madre, me sigue pareciendo de puta madre, que no me pesaba, o al menos yo entendía que no me pesaba.
»Y como sé que me vas a preguntar que por qué entonces vuelves a hacerlo… Sí es cierto que en determinado momento yo me coloco ante esa necesidad de comprensión. Es que a mí me gustan muchos las explicaciones, muchísimo. O sea; tú me dices hijo de puta y no me sienta mal si me lo explicas. Y en eso soy muy flexible. Entonces, en un determinado momento yo necesitaba más explicaciones sobre cómo estaba organizándome a nivel personal. Y lo entendí después de algunas charlas con un par de amigas psicólogas que me dijeron: «tú tienes una obligación moral, porque tú puedes hacer una cosa que los demás no pueden hacer; tienes talento para hacer una cosa y no la haces, y eso no funciona de esa manera«. Y aquello me arrastró mucho.
»Y sentí que tanto a nivel personal como social las cosas empezaban a necesitar otro tipo de explicaciones. Y de buenas a primeras, y medio así a lo tonto, me encontré con que estaba escribiendo, sin mucha pretensión ni nada; y luego me encontré con que la cosa se estaba complicando un poco más, que el nivel de reflexión avanzaba… Y en un momento dado de di cuenta de que tenía una serie de textos que iban más allá del mero divertimento y que se estaban convirtiendo en otra cosa. Y entonces me dije: «esto se me ha ido de las manos esto«. Y bueno, ya está; lo asumí con deportividad, porque hay que saber perder también. Así que la decisión de dejarlo fue consciente, pero la decisión de volver a hacerlo ha sido inconsciente.
P—Esto podría explicar esa frase en la que dices: «Nadie es ajeno a su propia memoria ni a su propio destino».
R—Claro. Sí, yo creo que hay una especie de predeterminación química en todo lo que hacemos. Los ansiosos hipocondríacos tenemos esta cosa de estar todo el día buscando, ¿no? Y el otro día vi que por lo visto la ansiedad tiene un componente genético: de malfuncionamiento cerebral. El cerebro de una persona con ansiedad interpreta como amenaza signos que son completamente seguros y eso es una deformidad.
»Y efectivamente uno a veces intenta doblarle la mano al destino, pero no se puede. Entonces yo creo que uno lo puede hacer de dos maneras: o se adapta o entra en el choque permanente. Y yo quizá durante mucho tiempo he estado con el choque permanente; y me dolía tanto la cabeza con el choque que he visto que intentando adaptarme me va mejor, me recoloco mejor.
P—Y volviendo un poco a la frase esa y analizando cómo terminan las historias de este libro te pregunto ¿todas las historias tienen que terminar en gris?
R—Es que lo que no es gris a mí me suena mucho a autoayuda, me suena mucho a mentira. O sea ¿alguien toma las riendas de su vida durante 24 horas, 30 días al mes, 365 días al año? Eso no funciona de esa manera. Si uno va a las unidades clásicas del relato: planteamiento, nudo y desenlace ¿hay alguien que mantenga una vida en la que haya controlado el planteamiento, haya controlado el desarrollo del nudo y por lo tanto controle el desenlace? Yo creo que no funciona así. Y creo que en algún momento nosotros tomamos las riendas de lo que hacemos pero aún así el resultado no depende solamente de nosotros. No estamos aislados como Robinson en la isla; puede que estemos solos como Don Quijote pero no estamos aislados como Robinson.
»En «Orígenes del turismo», por ejemplo. El tipo que descubre que al otro lado de la ladera, que está completamente condenado a subir empujando la piedra, lo que hay es lo mismo pero hay una nueva posibilidad: simplemente la posibilidad de hacer algo distinto, hay un momento de iluminación que justifica moderadamente una existencia. Porque no puede uno pretender vivir de manera permanente en ese estado de euforia; además es que probablemente sea antibiológico que alguien funcione de esa manera. Y, salvo que estemos dentro de una patología, tampoco se vive 24 horas de absoluta infelicidad. Hay una acumulación de momentos, hay una serie de datos, y eso hace que el relato se oriente en un sentido o se oriente en otro. Si yo me fijo detalles de esas mismas vidas en otros momentos puede que el resultado sea distinto, lo que pasa es que los que me han llamado la atención han sido esos concretos. Los relatos no necesariamente van a gris, pero al final las vidas en general no permiten que el color sea siempre tan definido.
P—¿Dirías entonces que son historias de supervivientes? ¿Realmente lo que nos iguala a los humanos es que buscamos vivir cueste lo que cueste?
R—Sí, yo creo que son historias de supervivientes. De hecho, el contar historias en sí es un símbolo de supervivencia. ¿Y la gente sobrevive cueste lo que cueste? Ahí quizás sí haya que matizar, en el cueste lo que cueste. Porque al final ese tipo de límites que tienen que ver con la moral y la ética, tanto privada como pública, sí que son cuestionables y sí creo que debe haber líneas rojas en determinado momento. Líneas rojas que, por otro lado, en las situaciones extremas, se saltan. Cuando nos encontramos ante la maldad y ante el horror más absoluto, las líneas rojas se van a tomar por saco porque uno ahí ya sobrevive cueste lo que cueste y al final ahí se impone la biología por encima de la razón. La gente intenta ir a los colores que le interesan más, pero en general sobreviven, y muy zarandeados.
»Yo creo que la mayor parte de historias, son historias de supervivencia. Igual si uno las contempla desde fuera. Supongo que alguien que va por la calle con un Porsche Cayenne, que tiene una casa que sale en las revistas de decoración y tiene a sus cinco hijos en un colegio privado, y tiene dos internas y puede gastar dinero, probablemente piensa que tiene una vida feliz; a mí me parece una vida desgraciada, porque soy capaz de generar el relato en torno a de qué modo todo eso se ha conseguido y a mí eso me parece una vida desgraciada. Y me parece que son personas desgraciadas. Por eso para mí esa sería una historia de supervivencia: «cueste lo que cueste» más allá de determinados límites éticos y morales tanto públicos como privados. Pero al final no deja de ser una percepción de quien mira. Al final las historias se cuentan desde fuera. Hay un uso de la primera persona pero es una primera persona que se está contemplando constantemente desde fuera, que intenta verse como extraño.
P—Veo que la mirada de los personajes está puesta hacia al pasado o hacia el futuro: viven con una gran nostalgia del pasado o una ansiedad por el futuro y una incapacidad para hacerse cargo de su presente. ¿Para contar es necesario que exista una especie de nube en torno al presente para adquirir perspectiva?
R—Yo pienso que tanto el pasado como el futuro presionan enormemente sobre el presente. Vivir de manera aislada es complicado. Y quizás los personajes tienen presentes todos, en su presente, de qué lugar vienen, cómo ha sido su pasado, de qué forma eso les aprieta, y hacia dónde van. Y quizá esa presión hace que la mirada se difumine. No lo había pensado; no había pensado que vivieran de esa manera tan aislada pero quizás tiene que ver con la insatisfacción: si no les gusta mucho el presente ellos tienden a ponerse en un segundo plano y a pasar a la fila de atrás, quizás porque no entienden qué está sucediendo.
Continuará…
Comentarios2
MUY BUENA entrevista! Qué difícil es penetrar en los entresijos del alma propia o ajena.
Ciertamente somos animales mutantes e imprevisibles.
¡Muchas gracias, Pruden! Me ha gustado mucho el resultado final. Felipe dice cosas muy interesantes y, ciertamente, ahonda en lo profundo del alma. Un abrazo.
Leí todo el artículo rápido, sin poder parar, porque me llamó la atención la forma de responder las preguntas del escritor.
Creo que varias de sus frases son para reflexionar más de "un momento" y vale la pena hacerlo...
Espero la continuación y agradezco mucho la entrevista!
Misal
¡Muchas gracias, Misal! Sí, hay muchas sentencias interesantes y hondas, para reflexionar en profundidad, como tú dices. Me alegra mucho tu entusiasmo; esta noche sale la segunda y última parte. Abrazo gigante.
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