Desde que leí «La vigilante del Louvre» quedé prendada de la elegancia y la capacidad con la que Lara Siscar hace uso del lenguaje. Desde entonces también he perseguido la oportunidad de conversar con ella sobre esta maravillosa obra. Aquí va la primera parte de una charla que espero os resulte tan interesante como a mí. ¡Lean esta novela, por favor!
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P—«Mis padres visitaron el museo y decidieron que cuando yo naciera heredaría el nombre de alguna de las deidades que lo habitaban». Así comienzas “La vigilante del Louvre”. Las tres criaturas de tu novela se ven condicionadas por su pasado para ser-hacer lo que las caracteriza. Parece que nos determina mucho el lugar-cultura en el que nos hacen; ¿crees que siendo mujeres esa imposición de los roles es más fuerte?
R—En el caso de las sociedades, como la nuestra, tradicionalmente patriarcales sí es más fuerte. El reparto del poder es desigual y la mayor parte ha estado en manos de los hombres. Ellos han tenido más capacidad de decisión no sólo en lo que afecta a su vida, sino en lo que afecta a la vida de todos y todas. Han mandado sobre lo suyo y sobre lo nuestro, sobre las mujeres. Ese asunto es algo tan patente que no admite discusión, ni siquiera por parte de los hombres. Su mayor campo de acción y libertad se puede leer también al contrario; nuestra menor capacidad de acción y decisión libre. La imposición de los roles afecta a todos los géneros pero en la mujer, hasta ahora, de un modo más condicionante, más constreñido, más exigente. En todos los campos de la vida. Aunque insisto, hasta ahora.
P—Diana, Claudette e Isabelle son mujeres muy diferentes entre sí; no obstante, las tres parecen buscar (casi desesperadamente) su lugar en el mundo. ¿Cuál fue la semilla de esta historia y cuál es tu relación con el cuadro de Courbet y el Louvre?
R—La semilla de la historia no es más que mi propia búsqueda. Mi constante necesidad de sentirme más. Más culta, más fuerte, más autónoma, más como me gustaría ser. Yo, como ellas, también busco mi lugar en el mundo. Como soy curiosa por naturaleza, no parece que vaya a encontrarlo jamás. Siempre aparecen preguntas nuevas que se traducen en otros lugares en los que querer estar. La relación con ‘El origen del mundo’ y con el museo del Louvre responde específicamente a ese husmear constante entre lo bueno para intentar atrapar lo mejor. El cuadro tiene el impacto de una obra original y sorprendente a pesar de sus muchos años. Y permite lecturas inacabables por parte de quien lo mira. El Louvre guarda casi todos los saberes del mundo, lo que es inabarcable por definición. Cuadro y museo son, por esos y otros motivos, dos destellos luminosos a los que no puedo resistirme. Mi lugar en el mundo podría ser cualquiera en el que llegue algo de la luz que emiten.
P—¿Qué lecturas o experiencias te han influido antes y durante la escritura de esta novela?
R—Sobre todo las que no cuentan con una interpretación clara y definida. Las que muestran tan múltiples aristas que una se ve obligada a detenerse en ellas, sin prisa. Las que guardan algo de misterio aunque narrativamente muestre una estructura clásica… o no. Las historias de Alice Munro son para mí un referente en cuanto a la capacidad de aportar magnetismo a la aparente rutina con una puesta en escena aparentemente cristalina. Hace magia. Y también está la escritura sin pausas para el respiro de las novelas de Thomas Bernhard y su insistencia en las obsesiones enfermizas de sus torturados personajes. Munro y Bernhard coinciden en el deseo que sienten sus personajes de estar, física o sentimentalmente, siempre en otro lado. Eso me interesa mucho. Es, de nuevo, el buscar desesperadamente tu lugar en el mundo. Hay mucho de eso, habrás intuido, en mi propia experiencia.
P—Has trabajado en un reportaje sobre prostitución en España ¿se puede asomar una a ese mundo y no sentir la necesidad de escribir al respecto y de obsesionarse? (imagino que habrá sido duro y conmovedor ese proyecto) ¿Surgió Isabelle de esa experiencia?
R—En parte sí. Isabelle vive su condición con una gran dignidad, sin dramatismos exagerados ni una teatralización de su mala ventura. Eso sí, tampoco se esconde ante una imagen irreal de ella misma. No se engaña. Es totalmente consciente de lo feo de su vida pero no se culpa por ello. Así se gana la vida, punto. No hay falso orgullo en ello, como tampoco hay vergüenza. Es una mujer madura en todos los sentidos. Eso fue lo que yo encontré, lo que vi, en la mayoría de las mujeres que conocí durante ese reportaje. Personas conscientes y maduras que en su mayoría desearían ganarse el sustento de otro modo pero que no toleran que se las compadezca. Y que agradecen que se las pregunta a ellas. Sólo hubo un caso, una mujer mayor que seguía ejerciendo y que no quiso, por pudor, revelarme su actual tarifa. Eso me afectó profundamente. Por eso le inventé a Isabelle esa especie de seguro de vida. Eso sí, ninguna de las mujeres con las que conversé mostró señal alguna de haber sido esclavizada. Yo sólo hablo de mujeres que actúan con libertad de decisión. Como mi Isabelle.
P—El hartazgo de la vida en pareja, la rutina del trabajo, el aburrimiento de las actividades cotidianas. En contraposición: la música, la pintura y la lectura. ¿Pueden las pasiones-vocaciones salvarnos del tedio como ayudaron a tus protagonistas a sobrevivir?
R—No solo pueden sino que lo hacen constantemente. Cada día. Llenan, afortunadamente, nuestras vidas. Incluso la de los más reticentes.
P—Parece mentira que todavía sea “extravagante” ese cuadro de Gustave Courbet ¿por qué nos resulta tan difícil mirarnos con naturalidad?
R—Son muchos años de tradición en esto de ocultar nuestra sexualidad. En lo sentimental y en lo físico. No podemos expresarla ni mucho menos mostrarla sin ser cuestionados primero por nuestros mayores y, cuando crecemos, por nosotros mismos.
P—Esto me lleva a las palabras de Angélica Liddell en “La casa de la fuerza”: “Siempre me ha llamado la atención que el sexo escandalice más que la guerra”. ¿Podría decirse que toleramos más la violencia que el amor? ¿Conseguiremos desprendernos alguna vez como sociedad de ese legado absurdo que es el resultado de tantos años de dominación-dictadura cristiana? ¿Puede-debe la literatura colaborar con ese cambio?
R—La literatura, como el periodismo, es un canal inmejorable para expresarse en esa dirección. En la de ayudar a la sociedad a desprenderse de legados absurdos. Yo intentaré aprovecharlos al máximo y, en mi opinión, es una oportunidad que no debería despreciarse. Sin embargo, también es cierto que cada autora, cada autor, tiene una visión distinta de los que es un legado absurdo o lo que es una tradición a preservar así que, ante la imposibilidad de poner de acuerdo a toda la comunidad creativa, la verdad es que no creo que nos desprendamos de ninguno de esos lastres, jamás, del todo. Afortunadamente la sociedad avanza y exige mayor libertad por sí misma. También animada desde las páginas de los libros, desde las biografías de los autores. Y sí, la violencia se ha tolerado mejor que el amor, o que el sexo, diría yo. El concepto de honor, de orgullo, de honra, se ha ligado desde el origen y de forma positiva a la violencia y se ha considerado fuertemente amenazado por el sexo. Si partimos de esa base, cualquier cosa.
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Continuará…