Estamos en Málaga, pero no parece Málaga. La Avenida Príes es diferente al resto de los barrios malagueños y aunque yo de arquitectura sé muy poco, siempre que voy allí pienso en Leyton, un barrio periférico del este londinense. Pero no es Londres. La brisa marina que llega desde el paseo y el bullicio de esta ciudad playera, nos devuelve a la realidad. Álvaro García, con quien hoy conversaré, bebe agua y habla despacio con un acento claro que no parece de aquí pero que viene de aquí. Se concentra. «Ese árbol tiene 100 años» dice. Y parece irse, aunque escucha con atención y responde con acierto a mis preguntas. Nos reúne «Ser sin sitio», su último libro de poesía. Yo titubeo, pregunto, intento no interrumpir y casi lo consigo.
P—Me interesaría hablar sobre tu último libro «Ser sin sitio»; aunque primero quisiera saber de qué forma te acercaste a la literatura. ¿Hubo un punto de inflexión en tu vida que te llevara a escribir?
R—No, es muy difícil saberlo. He escrito una novela en la que despliego en personajes lo que sería una actitud poética en el mundo, pero es complicado porque ¿qué es exactamente una actitud poética en el mundo? Me ha gustado siempre la precisión. Entonces, como la poesía trabaja con lo más impreciso, que es la complejidad de la percepción, la complejidad de la emoción, la complejidad moral, y a mí no me interesa nada unidireccional, me interesó aplicar un lenguaje preciso a un contenido impreciso. Supongo que el resultado es poema. Sólo en un poema se puede hacer esa mezcla extraña de precisión aplicada sobre lo impreciso.
P—Cuando leí por primera vez «Ser sin sitio» tuve la impresión de que se trataba de un poemario intimista, pero al releerlo me encontré con un montón de elementos que me hablan más de una poesía social; sobre todo en el primero de los poemas, «Ser sin sitio». ¿Cómo lo ves tú?
R—El problema de la poesía social es que uno tiene que ser el territorio de las operaciones. No vale decir «ahora voy a hablar por todos» porque eso ya fue; puedo durar hasta el siglo XIX y tampoco mucho, salvo en algún caso como el de los románticos. La poesía, si tiene ser social, tiene que encontrar que el individuo sea el lugar de operaciones de todo lo que pasa. Yo quería, efectivamente, porque la situación de crisis general me dejó sin trabajo y podía asegurarme de que yo era el lugar de operaciones de lo que ocurría, quería, en vez de hacer un poema sobre las abstracciones que un romántico habría hecho o las abstracciones que un poeta social español de los años cincuenta habría hecho sobre clases sociales, sobre economía, etcétera, verlo todo en cosas concretas. Volvemos a lo mismo; algo tan impreciso como una crisis, que nadie sabe cuáles son sus factores ni su porvenir, ni los vectores, ni las causas probablemente, ni mucho menos las soluciones, había que «verlo», y eso tiene que ver con lo que tú dices, con lo íntimo. Sólo en un trato íntimo con el problema podía ser un poema creíble, un poema que funcionara. Entonces los elementos que elegí fueron una azotea vacía, una cuerda de ropa, una lata de pintura, cosas que había en una supuesta terraza desde la cual se ven los edificios que rigen un poco la Economía, pero viéndolos en sus fachadas, en sus torres: ésa era la operación. Lo mismo si se habla del amor: debe tratarse desde la conciencia individual, no desde la conciencia social.
P—No obstante, no es común este tipo de poesía social. ¿No? Ya que todavía se encuentra muy vinculada a lo colectivo.
R—Sí, y a las grandes palabras. Hay mucha poesía que apela a un instinto inmediato de reconocimiento en cuestiones colectivas. Esa poesía para mi gusto no aguanta tanto una relectura, porque no hay el temblor de la conciencia individual reconociéndose en otra conciencia individual, y el repertorio de objetos, de situaciones y prendas en las que uno podría cifrar la historia o la intrahistoria.
P—Ya que hablas de los objetos que contienen la historia aprovecho para preguntarte sobre el primer poema. Me ha impactado la imagen del sol que va guiando el paso del día y que contiene la escena de principio a fin. ¿Por qué elegir a los objetos como indicadores del paso del tiempo?
R—Bueno, pues este poema, «Ser sin sitio», es la continuación de un ciclo de casi quince años que se inicia con «Caída»; son cinco poemas largos que terminan con «El viaje», también incluido en este libro. Y el sol me parecía lo más asequible en casi cualquier punto de la tierra; a lo mejor no tanto en Islandia, pero aquí sí. Cuando uno no tiene nada, y ese era el planteamiento de Caída, le queda el sol, le queda la luz que resiste cuando uno no resiste. Era una manera simple, un poco telúrica, un poco primitiva, de quedarse con nada y ver cómo esa nada va operando sobre lo poco que queda. La baranda que guarda un poco el calor de todo el día en su memoria de metal, por ejemplo. Ahora se publicará la secuencia de esos cinco poemas largos en un solo volumen y se verá que, para bien o para mal, todos ellos estaban pensados como una totalidad.
P—Metiéndonos en la estructura del poemario he hecho una conexión que quizá no sea del todo acertada. El hecho de que hayas hilvanado poemas largos y sonetos me hace pensar en las etapas de la vida; no sé si es algo aleatorio mío o si hubo una intencionalidad de tu parte.
R—Sí, es algo aleatorio. Por lo que veo, tienes tendencia a darle mucha significación a todo y eso es un temperamento metafísico que está bien; pero yo no lo tengo tanto. Yo creo que aquí lo que ocurre es algo más sencillo y es que llevaba más de diez años haciendo poemas muy largos que son muy complicados de hacer y de sostener porque hay una tensión interior de contrapuntos y de autorreferencias que no pueden ser evidentes. Y sostener un poema de quinientos versos más otro más otro más otro es extenuante. Llegó un momento, precisamente cuando me quedé sin trabajo en el periódico en el que escribía desde hacía muchos años, en que sentí que no podía más con los poemas largos y necesitaba algo que se pudiera resolver en una sola tarde, quizás. Necesitaba ese desahogo; quizá para resistir, escribía cada tarde un soneto. Pero ¿qué se hacía con esas piezas para que luego funcionaran como una especie de interludio musical o de contrapunto más breve, como de canciones? Los sonetos son cancioncillas. Pues tenía que ocurrir lo mismo que en la tradición ha ocurrido; si los sonetos hablaban de amor tenía que ser un amor que reflejara una incertidumbre, un sitio sin lugar, porque el amor también necesita de un contexto. Había que cifrar en el poema la necesidad de ver que se pisaba no en firme, y bueno, creo que los poemas se beneficiaron de esa falta de equilibrio; son zonas también complejas en una fisura entre estar y no estar que le venía bien al libro. En esos sonetos de amor sin lugar no se habla de desempleo, pero está en cierto modo esa incertidumbre.
P—¿Y por qué sonetos y no poemas con otras características?
R—Era una contraseña con el pasado. Creo que esta zona de indeterminación en lo moral, en lo económico, en lo personal, en lo íntimo, está presente desde siempre en la historia de la humanidad; si el soneto es algo que ha funcionado durante 600 años, seguirá funcionando. ¿Qué manera había de hacerle sitio a los antepasados y hacerlo de una manera sencilla y proyectada hacia el futuro? Había que hacerlo bien: aplicar esa contraseña, con respeto hacia el pasado y sobre todo con validez hacia el futuro; que no fuera algo acartonado por su propia ceremonia estructural, porque un envase puede ser muy bueno y venir de la época Neanderthal pero hay que llenarlo de algo muy vivo y muy actual. Entonces, eran la contraseña y la oportunidad de abrir algo con esa contraseña, como pasa en los cuentos, y que ese algo fuera porvenir.
P—Y el soneto te propiciaba la estructura antigua que se puede prestar para el futuro…
R—Sí. Si a cualquier persona le preguntamos qué entiende por poesía, muchísima gente mencionaría el soneto porque es algo que se asocia con la poesía moderna y a la vez es algo ya absolutamente contrastado por siglos. Y además quería algo que fuera moderno pero no contemporáneo, para que tuviera cierta extrañeza y a la vez un pequeño desafío. Porque el soneto, cuando se ejecuta ahora, normalmente es en forma humorística; mucha gente cree que porque se esté hablando en una forma tradicional tan rígida o tan acordada por los siglos tiene que ser bajo un tono irónico, una especie de memorial o de homenaje, y hay gente que lo hace muy bien así desde luego, ¿no?, el soneto humorístico; pero yo quería hacer un soneto terrible en el que hubiera una especie de película de terror o que temblara de verdad. Es decir, que prevalezca la emoción y el pensamiento que pueda haber, y que trascienda un poco el envase.
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Fotografía Principal: La Térmica
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