El último libro de Álvaro García, «Ser sin sitio» es una obra que propone con transparencia una ruptura con las formalidades del tiempo y el espacio. Una serie de sonetos y algunos poemas largos componen un completo artefacto que nos impulsa a pararnos en ese límite que se divide entre el tiempo práctico y los movimientos interiores, donde reside el propio tiempo de la poesía. Si en la primera parte de nuestra conversación García me explicaba de forma lucida por qué había escogido la estructura del soneto para trabajar este tema, en esta última deja en evidencia la importancia de la poesía como bandera de batalla contra la rutina y la problemática superficial de nuestras vidas.
P—Dices ‘amando y escribiendo rompo el pacto / de que tú, el invencible, vencerás’. El tiempo es otra constante en este libro ¿no?
R—Sí, eso también tiene que ver con lo que decías; ya me voy pasando a tu bando de pensar que hay una metafísica de la edad y de las etapas de la vida. Pero creo que en general todo el que escribe, todo el que pinta, todo el que compone o hace cualquier tipo de expresión artística, es porque tiene la sensación de que no le basta el tiempo práctico. El tiempo de la vida práctica, biológica, social, económica necesita un cierto combate de la conciencia en el cual nos reconocemos como parte de un continuo y dejamos para cuando ya no estemos alguna palabra o alguna constancia, de sensaciones, de emociones, de percepciones que creemos haber tenido. Entonces, quizá, a punto de cumplir los cincuenta años, era un buen momento para hablarle al tiempo; sentarme a hablar con él y decirle que no se haga ilusiones sobre que todo sea práctico. Hay mucha gente como Shakespeare y como John Donne y como Garcilaso que han escrito y murieron; efectivamente hubo una victoria práctica del tiempo, pero esos poemas que escribieron contra él siguen ahí. Si uno no se hace esa ilusión, desde luego no hace nada; porque no se trata sólo de que cuando uno ya no esté el poema quede, sino de que en el día a día se venza la obsesión de que todo es práctico, de que el tiempo sólo es su función comprobable, cronológica. El tiempo también es algo interior.
P—Y haces uso de lugares que podríamos llamar ‘no lugares’ donde el tiempo no sucede: el ascensor, un pícnic, la cama… Y en el ascensor, por ejemplo, me ha parecido fantástica esa analogía que haces entre el encuentro sexual y los movimientos rutinarios de la caja de metal.
R—Claro, el dedo, el botón, el arriba y el abajo… Sí, tenía que tener un movimiento; porque también hay que preocuparse técnicamente de las cosas, como los músicos lo hacen, ¿no? En ese poema tenía que tener un correlato con algo que quería transmitir de una manera física también. No sólo el argumento por un lado y la estrofa por el otro, sino la fusión de eso, que no es necesaria siempre; a veces hay que hacerla y es divertido hacerla. Que haya una fusión entre lo que dices y cómo lo dices a veces es importante. Y en ese soneto es posible que lo haya conseguido un poco.
P—Y ya para ir cerrando quisiera transmitirte la sensación que tuve al terminar la lectura: de desesperación que no desemboca en nada; bueno, quizá sólo en la poesía, pero el sujeto poético queda siempre a punto de decir algo y no termina de encontrarse.
R—Pero es que mis poemas no buscan respuestas; buscan hacerle sitio a algo que no tiene respuesta, la sensación de que el tiempo y el espacio al final coinciden, en un libro que habla todo el tiempo del ser sin sitio. En el poema final, «El viaje», al final coinciden. El estar en un sitio y el estar en un tiempo da igual al final, porque el poema no concluye ni busca conclusiones, sino que acoge la pregunta y se mantiene en la pregunta; si no, me habría dedicado al periodismo, a la política o a la religión, si buscara respuestas.
P—Pero a la vez en ese último poema el sujeto se da cuenta de que lo que ama o lo que necesita está más cerca de lo que creía, ¿no?
R—Por lo menos en ese terreno del poema, sí. Yo sabía que al final contestaríamos tu primera pregunta, que era la más difícil: en qué momento de la vida se da uno cuenta de que quiere escribir. Porque, claro, no es un momento cronológico como ‘a los catorce años porque en el colegio me dijeron que leyera a Quevedo y empecé a escribir’. No. Se trata más bien de cómo vamos toda la vida orientándonos a buscar un modo de creación. Y aunque las palabras son las mismas, el idioma es el mismo y el método verbal se parece mucho al de la vida práctica con la que nos manejamos y compramos en el supermercado, le damos un poco la vuelta a todo eso. No buscamos una respuesta, no buscamos que nos den algo a cambio como en el supermercado. Es decir por decir y porque ése es el consuelo; el consuelo de no tener respuesta pero tener música hecha de palabras y de conciencia y de ráfagas de intuición y de imágenes, y a la vez darle su máxima potencia posible a un lenguaje que vive como a medio gas siempre, ¿no? Al hablar hablamos a veces sin ganas, y la poesía lleva a su máxima posibilidad la imaginación, la fantasía, la mentira, la inutilidad, ráfagas también de utilidad, por qué no.
P—¿Podrías decir que con estos poemas has sido capaz de detener el tiempo?
R—Sí, claro. Mientras se escribe y se piensa en poesía se derrota un poco al tiempo. Yo estaba en el tiempo práctico y nos hemos sentado a hablar e inmediatamente he pasado a un tiempo que no es el práctico. Me concentro y es mi mayor capacidad. Es muy importante esa suspensión, ese paréntesis en el que, gracias a la poesía y a una entrevista sobre poesía, podemos tener la sensación de que el tiempo sigue siendo nuestro enemigo o nuestro amigo o lo que sea, pero estamos un poco más a la misma altura y podemos desafiarlo un poco. Todo esto es una ilusión y un frenesí y es divertido y es trágico, pero me parece que todo sería mucho más trágico si no hubiera poesía. El vivir sólo en el mundo práctico, donde todo puede fallar, la economía, hasta el amor que suele ser muy práctico, según me dijeron también, pues… todo puede fallar y no te falla la poesía; por lo tanto yo creo que hemos hecho bien.
Fotografía Principal: El toro celeste
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