Anna Ajmátova: la otra mujer que sufre

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Anna Ajmátova en la mirada de AdámovichTodos queremos escribir sobre Anna Ajmátova. Y es que fue una mujer tan fascinante que cualquier excusa es buena para acercarnos a ella y deleitarnos con su poesía. Gueorgui Adámovich escribió este precioso texto sobre ella que quiero recomendaros mucho y, hay que decirlo, que sirvió para que muchos encontráramos a la Anna de El Perro Vagabundo y la sintiéramos un poquito nuestra. Y parto de ese texto para desarrollar una pequeña semblanza de una de las autoras más importantes de la Literatura Rusa de la Edad de Plata, y una de mis más admiradas y amadas poetas; también quiero decirlo.

No su belleza, sino la expresividad de su mirada

Adámovich vio a Ajmátova muchas veces. Primero, en un seminario de la Universidad de San Petersburgo, en el que se reunían jóvenes ambiciosos, deseosos de entender de qué iba la literatura, en qué creían los acmeístas, por qué era necesaria la teoría de los formalistas en el mundo. Más tarde, en las tertulias que tenían lugar en El Perro Vagabundo, donde Anna era una figura que destacaba. Para este joven estudiante estos encuentros eran fascinantes. No obstante, no estaba de acuerdo con aquéllo que solía decirse sobre su hermosura. Estaba convencido de que lo que había en ella era mejor que la belleza, una forma de estar en el mundo que conmovía a todo aquel que se le acercara. Además, Anna era sencilla y de una extraordinaria sensibilidad a la hora de apreciar el trabajo de sus contemporáneos: escuchaba atentamente los versos ajenos y no negaba un elogio cuando lo creía oportuno. Esto también conmovió la mirada de Adámovich.

Varios poetas se reunían en El Perro Vagabundo, un pequeño y estrecho bar de mala muerte donde la poesía trepaba por las paredes y conquistaba los corazones y los oídos de los presentes. Un sotanito que hacía las veces de salón de encuentros y subterfugio frente a la realidad. Un refugio que fue arrasado cuando llegó la revolución; destruido y readaptado, y que perdió su identidad para siempre. Aunque ninguno de los que alguna vez estuvieron disfrutando de una velada poética en él pudieron olvidarlo.

Allí corrían como el alcohol las voces de Marinetti, Fort, Verhaeren y Strauss. Y Ajmátova se hacía presente, con su traje gris, como una más del grupo. Una fusión de tonos, de ideas, de colores: acmeístas, formalistas, simbolistas, futuristas… Criaturas más o menos al desamparo con una vida social extravagante y una necesidad rotunda de palabras para curar heridas, para ordenar el mundo. Y allí, Anna, imponía su belleza; no, no su belleza, su mirada expresiva que golpeaba con indiferencia a todo aquel que osara tratarla con desdén.

Pero en ese sucucho, las cosas no fueron nada fáciles para Ajmátova. Debía plantarse cada tarde frente a un grupo de hombres y demostrar su valía, mientras algunos, como el propio Maiakovski intentaban dejar claras las diferencias y ponerla siempre un escalón por debajo del resto de los poetas. La anécdota que cuenta Adámovich en esa nota es la siguiente. Cierta vez, el autor de «La chinche» tomó entre sus «garras» las finas y blancas manos de Anna y exclamó en tono burlón: «¡Qué deditos, por Dios, qué deditos!». Adámovich parece detenerse y tomar aire para concluir de forma contundente: «Ajmátova frunció el ceño y le dio la espalda».

El perro vagabundo cerró (o lo cerraron) y los poetas se dispersaron como barcos a la deriva. Persecuciones, asesinatos, censura y deportaciones los distanciaron. Y ante esa realidad, Anna Ajmátova escribió con más ahínco, quizá con el deseo de que no le arrebatasen lo único que le quedaba: la palabra. Y surgieron poemas estremecedores, como los del Réquiem, que la convertirían en una autora ineludible ya definitivamente. Se hizo de noche y El Perro Vagabundo de Anna entonces, fue la palabra que la acompañó en el exilio.

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Anna Ajmátova en la mirada de Adámovich

Lo inolvidable de Ajmátova

Todas queremos escribir sobre Anna Ajmátova. Todas queremos que sea Anna y no Gumiliov quien lleve la escarapela del Acmeísmo; porque todas la leemos y la claridad de sus versos nos atraviesa como pocas cosas lo hacen. Porque la frescura y la luminosidad de su poesía son la mejor forma de entender el Acmeísmo y porque ella supo defender ese objetivo de claridad y fulgor hasta las últimas consecuencias.

Cuando a los once años Anna descubrió que la poesía podía ser una fantástica forma de poner en palabras sus miedos y sus inquietudes, comenzó a escribir. Y lo hizo de forma ininterrumpida hasta su muerte. Su padre odió aquellas letras y por eso Anna se cambió el apellido, adoptando el de su abuela materna. Esa ruptura corre como un río de sangre a lo largo de toda su poesía. Aunque se señala a Nikolais Gumiliov, su esposo durante muchos años, como el promotor del Acmeísmo, algunas fuentes indican que fue ella una de las fundamentales ideólogas de dicha corriente. Al leerla, nos queda más que claro su compromiso con esa identidad estética.

La Revolución Rusa de 1917 marcó la vida de Anna para siempre. La soledad que se percibe en sus escritos (la misma soledad de la infancia) se volvió más intensa, más adulta quizás, y la rajó en mil partes. Al fusilamiento de Gumiliov, pese a que ya no vivían juntos, y la deportación a Siberia de su hijo, se sumaría la muerte de Punin, su segundo marido. La poesía de Anna se tornó más oscura. Y cuanto más se concentraba en escribir, más puertas se le cerraban. Acusada de traidora fue deportada y sus poemas fueron prohibidos en Rusia. Todo esto la llenó de tristeza, de esa tristeza de la que su poesía ha dado buena cuenta.

Anna escribía con el empeño de quien busca «dejar huellas en algún lugar de la nada«. Anna, la insurrecta, se murió de un infarto, puede que causado por la pena, después de rogar por la muerte en sucesivas poesías, cuando todo su mundo se había desvanecido.

La poesía de Ajmátova es desgarradora, directa y por momentos cruel. No se anda con sensiblerías; se acerca a la herida y la punza para ver hasta cuándo habrá de doler. Escribe sobre lo que los hombres callan; escribe sobre lo que las mujeres sufren. Escribe con la tiranía de una reina que ha enloquecido, con la certeza de que todo lo que tenemos es la palabra. Anna Ajmátova te estruja y te conmueve como sólo las grandes poetas pueden hacerlo; y al decir las digo los, pero ya que estamos, Ella.

Anna, que no recibió el Nobel de Literatura aunque fue nominada en 1962 y cuya obra completa recién se publicó en Rusia en 1990, es una de esas voces necesarias en la poesía y en la vida. Hoy más que nunca entiendo la fascinación de Adámovich. Después de escribir este texto, de haber indagado más sobre su historia, vuelvo a su poesía y más la admiro. Y como sé que no se puede amar lo que está muerto, entiendo que Ajmátova nunca se marchará del todo.

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Anna Ajmátova en la mirada de Adámovich



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