Desde que leí por primera vez a Soler me sentí profundamente fascinada por su universo. A través de sus novelas fui descubriendo una Málaga diferente a la que veía en la calle, más íntima, más dolida y también más siniestra. Estoy segura de que leerlo me ha servido para entender mejor este lugar y, tal vez, las razones por las que me he quedado más que en otros sitios. Ayer, Soler fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Málaga, en un acto solemne al que asistieron varias personalidades del panorama literario malagueño. Sobre los detalles del acto pueden leer en esta crónica de Francisco Griñán, donde también hay una extensa galería de fotos. En lo que a mí respecta, me quedo con Soler y su literatura, para perderme en los matices de su discurso, que fue de una sencillez y una pasión extraordinarias, y en el que Soler apuntaló sus frases con las voces de los escritores que lo han ido formando.
Soler, el niño que leía sin soñar la escritura
Antonio Soler se acercó a la literatura para huir del mundo, o eso creía. Es un escritor que no termina de despedirse del niño que fue y que escribe con la infancia raspándole la garganta, los ojos, las manos. Pero la escritura vino mucho después. Primero, la literatura eran aventuras que deseaba interminables, ratos de intimidad en los que, por un momento, podía sentir que la realidad (que su realidad) no existía, que no había necesidad de enfrentarla. Afuera la gente parecía saber exactamente lo que tenía que hacer, conocer a fondo las razones de su existencia. Adentro, aquel niño, que no comprendía cómo lo hacían, batallaba contra esa incomprensión leyendo. Después (todavía en la infancia), la lectura sería el sitio adonde ir a refugiarse tras la pérdida de su padre; hecho que profundizó la extrañeza y volvió más infranqueable la frontera con la realidad.
Momentos antes, mientras los fotógrafos se amotinaban alrededor de los protagonistas intentando capturar la mejor instantánea, el semblante de Antonio estaba sereno. Me pregunté qué estaría pensando. Es más, qué habría pensado sobre ese espectáculo aquel niño inseguro que, sintiéndose tan ajeno al mundo, lo observaba todo y se afanaba en la lectura con la esperanza de que el dolor (y la realidad) estuvieran fuera. La solemnidad que se pega a la suela de los zapatos de los presentes, a los vestidos, a los perfumes, ¿no le habría hecho sentirse más raro a ese niño huérfano? Sin embargo, ahí estaba: un débil-olvidado reconocido por la realidad como un personaje inolvidable.
Pero para llegar a este momento hubo de atravesar mucho dolor, y muchísima incomprensión y desarraigo. Y a todas estas experiencias se remitió Antonio en su discurso, para decirnos que cuando de niño se encerraba en su habitación a leer, a huir de la realidad, no sabía que estaba construyendo un puente para abrazarla. Eso lo comprendió más tarde. Para el Antonio-niño no había galardones, ni protocolos, ni materia que pudieran tener relevancia. La realidad no era lo suyo. La realidad se volvía insignificante cuando se sentaba a leer. Entonces, en esos primeros años, los libros bastaban. No había metas que conquistar, más que las impuestas por el autor que estuviese leyendo.
Antonio Soler, aunque diga que ya se siente incorporado a la realidad, capaz de comprenderla y formar parte de ella, es un escritor raro. De hecho, no sé si podemos entenderlo. Al leerlo tienes la sensación de que no serás capaz de gestionar con tu historia y tus emociones las vidas de los protagonistas; porque la sinceridad y la intimidad con la que trabaja la estructura psicológica y emocional de sus personajes es asombrosa, y parece infranqueable. De eso no se habló en el acto y, sin embargo, es la virtud que más admiro y festejo de Soler. De las cualidades de su prosa no nos caben dudas; pero la voz de Soler no es especial por esa capacidad para manejar el lenguaje ni por haber conseguido madurar hacia una concisión sorprendente. No. Su mayor mérito y, me atrevo a decir, su verdadera naturaleza como escritor, es la de trabajar como pocos las emociones de sus criaturas y su empeño en acercarse a las experiencias más difíciles de contar y superar (la pérdida, los desengaños, el abuso, la soledad primigenia) para hacernos sentir por un ratito que el dolor está en otra parte.
Escribir desde la obsesión
¿Cómo se escribe una novela? La clave para reconocer a los buenos novelistas quizá resida en cómo respondan a esa pregunta. Un buen escritor, dijo Antonio ayer, se deja llevar por sus obsesiones y comienza una historia sin saber si podrá llegar hasta el final, ni qué sitio es ese. Al releer su obra las obsesiones del niño afloran: infancia y memoria.
Hace un tiempo, Soler me comentaba que recuerda su infancia con mucha nitidez y que en algunas novelas la memoria le sirvió como un sendero a través del cual moverse para rozar con las palabras la intensidad de ciertas emociones y de ciertos colores. Y parece que lo consigue, ya que, al igual que nos sucede con los grandes rusos, al leer a Soler encontramos un ambiente de infancia detallado, colorido e intenso. Pero no de la niñez de los cuentos; no, de la otra infancia, la que casi no aparece en los libros: la de los niños dolientes, los rechazados, los humillados, los incomprendidos. Me viene a la cabeza su última novela «Apóstoles y asesinos» (Galaxia Gutenberg) donde trabaja el trasfondo de los personajes, nos lleva a sus primeros años e intenta explicarnos por qué son como son (por qué hicieron las cosas que hicieron, por las que la historia los recuerda).
A lo mejor deberíamos dejar de dividir la literatura en géneros y hacerlo en afinidades. Escribimos acerca de nuestras obsesiones, según Antonio; en su caso, con el deseo de volver a casa. Y vuelvo a las preguntas ¿habrá casa para el niño dolido que nos impone la escritura? ¿la hay para el niño-Antonio? Dividir la literatura en afinidades, decía, para reunir a los autores de infancia, a los escritores que se han quedado trabados en la juventud, a los autores que escriben sobre la muerte, a los que se aferran a la guerra…, para conseguir una visión más profunda de la literatura, menos estructurada, más pasional. Y crear así una gran casa para aquéllos que no supieron integrarse al mundo y se refugiaron en la escritura para sentirse a salvo.
No sé si será para Antonio este premio una forma de volver a casa (dice que sí, pero a los novelistas nunca sabes cuándo creerles); lo que intuyo es que hay en él un autor comprometido con los débiles, dedicado en cuerpo y obra a representar a los marchitos y a los olvidados y en cuyo cuerpo parece habitar un niño obsesionado que se asombra de que todos sepan por qué están en este mundo y a él le cueste tanto tocar la realidad; aunque ahora tenga ese puente que lo conecta con los otros.
FOTOS: Diario Sur
Comentarios1
Un nombramiento más que merecido. Felicidades a Antonio y un abrazo para ti, Tes.
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