Ya han pasado por nuestro ciclo de literatura y alcohol muchísimos nombres. Algunos autores muy amados por mí, como la inmensa Anne Sexton, Fiódor Dostoyevski y Shirley Jackson, y otros que no pueden dejarse al margen ni en sueños al hablar de la importancia de la bebida en sus obras, como es el caso de Charles Bukowski, Ernest Hemingway o Jane Bowles. La lista es larguísima e incluye a Victor Hugo Viscarra, Oscar Wilde, Elizabeth Bishop, Jack Kerouac y Jean Stafford.
Hoy vuelvo a este ciclo con un narrador que me encanta y que estoy segura muchos de ustedes amarán: Juan Carlos Onetti.
Onetti, entre la perversión y la escritura
Onetti pasó sus últimos años de vida en una cama. Hay quienes lo miran con admiración, pero queda claro que vivía atormentado por su mente, por sus recuerdos, por la extranjería. Habría que remontarse muy lejos, para acercarse a ese niño que fue. A su historia familiar que no terminó bien y a esa necesidad de escribir, de corregir la vida a través de la escritura que siempre le caracterizó. La forma en la que supo relacionarse con la literatura dejó en evidencia su manera de entender la vida y de enfrentarse a ella. Y también el estrecho lazo con la bebida dio cuenta de ello.
La relación de Onetti con el alcohol fue tan larga como pulsiva era su necesidad de escribir. Y estuvo presente durante su postración elegida. La cama fue así un escenario en el que el escritor desarrollaba todas sus actividades. Comía, bebía, leía, escribía, fumaba y conversaba, todo desde la cama: acostado vio pasar los años mientras su mente volaba y llevaba una vida absolutamente desordenada. Los escritos de esos últimos años fueron tan caóticos como su vida emocional; sin embargo, cada día escribía y escribía, con esa pasión que sólo hemos visto en algunos especímenes. Se despertaba a media noche sobresaltado se ponía de costado, apoyando su cuerpo sobre su hombro derecho y escribía lo que había aflorado en medio del insomnio.
Vivir de costado, mirando de frente
La máquina de escribir no le llamaba la atención. Escribía a mano, muy lentamente, cuando ya las ideas se habían pulido en su cabeza. Según su última esposa, Dolly que se puso su apellido, Onetti, lo único que le interesaba a él era escribir; no regresaba sobre lo que ya había escrito. Suena raro, más propio de una impostura (¿por qué gusta tanto esto en el mundo de la literatura?) que de una realidad. ¿Volvía Onetti a sus escritos, para corregirlos? Dice Dolly que no, pero cuesta creerle teniendo en cuenta las maravillas que produjeron sus manos.
Pero eso fue después. Primero sí que hubo un Onetti disciplinado, capaz de compaginar el trabajo en la agencia publicitario Ímpeto con la escritura, a la que le reservaba los momentos de ocio, que eran realmente de mucho trabajo pero, tal cual lo expresó Dolly, un trabajo apasionado y de mucho disfrute. Así compuso los Juntacadáveres que le serviría para convertirse en uno de los autores ineludibles de su generación , y que sería su pasaporte al cánon del Boom Latinoamericano, aunque de forma tardía.
Del vino al whisky pasando por la literatura
El vino era un fiel compañero de Onetti, y aunque no escribía borracho, admiraba profundamente la relación que Hemingway había sabido mantener con la literatura usando el alcohol como nexo. El alcohol estuvo siempre ahí, en ocasiones lo acompañó con pastillas (aunque no precisó de qué tipo) que le sirvieran para mantenerse despierto durante muchas horas. Pero en algún momento el vino no fue suficiente, y Onetti le hizo un lugar al whisky. Tenemos aquellas pocas fotos en las que se lo ve levantado, vestido de traje y corbata y bebiendo este elixir junto a Juan Rulfo en el bar del hotel de Gran Canaria en el que se alojaban, con motivo del I Congreso Internacional de Escritores en Lengua española.
Su relación con la bebida, entonces, fue prolongada y puede que igual de caótica que su escritura, a la que le dedicó la vida, pero una vida sin normas, desestructurada y llena de idas y vueltas. Puede que a ella le debamos gran parte de la resistencia de Onetti frente a la vida y su predisposición con la palabra; sin embargo, en lo personal, me es difícil pensar en él sin sentir una profunda tristeza al preguntarme qué fue realmente lo que lo llevó a consumirse de esa forma tan extravagante. Nos queda su mirada sobre los libros y aquella frase que le tiró a Vargas Llosa en una ocasión, en la que se ríe de él y de su rutinaria escritura de una cierta cantidad de horas. Le dijo lo siguiente, algo que recuerda Juan Cruz en sus «Egos revueltos».
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