Dice Luis Alemany que recordar a Cheever y no mencionar Cedar Lane, el sitio donde pasó sus últimas décadas de vida, es como mencionar a Lawrence Durrell y olvidarse de Alejandría. la misma premisa vale para no dejarse fuera la relación que mantuvo con la bebida el autor de «Falconer». Hemigway, Carver, Kerouac, son algunos de los autores que ya han pisado este ciclo de literatura y alcohol. Hoy me centro en John Cheever, un narrador excepcional, al que todos deberíamos leer con más frecuencia.
La infancia que se va para quedarse
John Cheever nació en Massachusetts en 1912 y aunque al día de hoy sea uno de los escritores americanos mejor recordados de su época, vivió la literatura como el viaje en una montaña rusa. A cada triunfo le seguía un fracaso; a cada abrazo un olvido. Y para él, que era un hombre necesitado del afecto y la aprobación estos altibajos le llevaron a sentir una constante frustración que intentó apagar bebiendo y escribiendo con más desesperación.
La tristeza. No. La infelicidad es uno de los temas centrales de la obra de Cheever y quizás también la razón principal de su adicción a la bebida, y a la escritura. Decía John que cuanto más aumenta nuestra imaginación en igual proporción lo hace la ansiedad.
La ansiedad fue compañera de Cheever desde los primeros años. Quizá fuera esa la mejor herencia de una madre hipocondríaca y obsesiva que inculcó en él la necesidad de ser perfecto y de sentir culpa cuando los resultados obtenidos no fueran suficientes. En un núcleo familiar de ausencia paterna y presencia neurótica por parte de la madre pasó sus primeros años. A los que le seguiría una adolescencia difícil por su incapacidad para aceptar su homosexualidad y su empeño en rechazarla también en los demás.
El origen del alcoholismo hay que buscarlo mucho antes del primer trago. En el caso de Cheever quizás habría que volver a esa infancia y a una imagen que le cambió la perspectiva de la vida para siempre. Siempre citaba de memoria (esa forma extraña que tenemos de fijar las cosas) que en el primer recuerdo que le venía cuando intentaba pensar en su padre lo veía de pie, con un vaso de cerveza en la mano amenazando con tirarse de la montaña rusa en la que estaban juntos. ¿Quién después de esa experiencia no habría de convertirse en alcohólico… y escritor?
Estos elementos biográficos son importantes si queremos hablar de Cheever, dejarlos fuera es como olvidarse de Cedar Lane.
La bebida como salvación
Escribir se convirtió para Cheever en una forma de escape. Junto con la bebida, la escritura fue el foco de todas sus obsesiones, en ese empeño de conseguir salvarse en esta vida (decía que la escritura era la salvación de los condenados). Y se abocó a este trabajo con tanta responsabilidad que dio sobradas pruebas de que realmente una página de buena prosa siempre será invencible. Es probable que esta sea la razón por la cual su literatura continúa siendo una referencia ineludible.
Quienes amamos los cuentos claros y precisos de Chéjov podemos encontrar en Cheever a su mejor discípulo, y a otro fabuloso maestro del relato. No obstante, hay también en sus textos una búsqueda interior sumamente interesante y a la que no se alude con la suficiente insistencia al hablar sobre su trabajo literario. En Cheever los personajes están perdidos, pero no vencidos. Y en ese punto: en la posibilidad que existe entre la perdición absoluta y la respiración, surgen, viven y proliferan sus historias, que pueden leerse no sólo como magníficos manifiestos de cómo debe escribirse un relato, sino también como caminos de búsqueda interior. Dicho en otras palabras sus cuentos exploran la forma en la que los humanos nos relacionamos con los sentimientos y las experiencias de la vida.
El alcoholismo llega de forma silenciosa, se va metiendo en la vida, conquista primero el paladar, después los músculos, llegando al cerebro. Y allí mismo hace su nidito para quedarse. Le ocurrió a Wilde, a Sexton, a Bishop… En algunos casos, sin embargo, existen períodos de lucidez o impulsos desesperados de buscar luz en el mundo. Cuando no le quedaba mucho de vida, Cheever entró en el Centro Smithers de rehabilitación dispuesto a dejar la bebida para siempre. Es probable que sintiera un deseo profundo de vida, de alegría, de juventud; sabía que beber era caminar hacia la muerte y en ese momento de luz quiso probarse a sí mismo un afán-deseo por la vida que no era natural en él, indudablemente. No consiguió vivir pero al menos sí morir habiendo conquistado un último período de sobriedad.
Una pregunta que suele surgir al pensar en Cheever es: ¿podría haber combatido esa infelicidad de otra forma? Se señala a menudo que el gran problema de su vida fue la homofobia. Su desprecio hacia los homosexuales era muy profundo y circular: terminaba en él mismo. Era un hombre tan atormentado por sus deseos carnales que vivía encerrado, bebiendo y huyendo.
Queda claro que, como sus personajes (y como su padre), Cheever se pasó la vida parado al filo del precipicio: con un vaso en la mano esperando a salvarse o a caer al vacío. Haber pasado sobrio los últimos años de su vida habla mucho de cuál era el lado del que le habría gustado quedarse. Pero se fue y Cedar Lane fue vendida este año por sus descendientes. Dice Alemany que no podemos pensar en Cheever sin ver ese lugar que le vio escribir y morir. Y es que Cedar Lane no sólo fue un perfecto refugio para escribir relatos espeluznantes sino que además le permitió dar rienda suelta a su afición por la bebida: un hueco en el que descansar la infancia herida. ¡El texto completo de Alemany es una delicia, no se lo pierdan!
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