A mi padre le gustaba decir que dios (él lo habría escrito con mayúscula) no nos hace cargar más peso del que podemos sostener con nuestros hombros. Me habría gustado tenerlo hoy delante para preguntarle si con los soldados franceses que fallecieron incapaces de continuar cargando sus mochilas, con las piernas rotas o el cuerpo destrozado a ese dios se le había ido la mano. ¡Ya sé! Habría argumentado eso del libre albedrío; y es que las religiones, al igual que las guerras, son sistemas sólidos cimentados en falacias que, de tanto repetirse, terminan pareciendo veraces. Lo mismo ocurre con la historia; esa disciplina que se retuerce cuando aparecen testimonios que ponen en duda sus populares paradigmas.
«Cuadernos de guerra» de Louis Barthas, publicado por Páginas de Espuma, es un libro atípico que establece un quiebre en los anales de la Primera Guerra Mundial, planteando una visión realista y puramente humana de los enfrentamientos bélicos. Su autor se postula antibelicista, anarquista y agnóstico, y narra las atrocidades de la guerra, desvelando los misterios más horrendos del corazón humano y, a la vez, los gestos más extremos de hermandad y de contemplación a favor de la vida que tienen lugar en el frente.
Los peludos marchan a la guerra
En el argot bélico de la Primera Guerra Mundial los jefes al mando de las expediciones eran llamados carotteurs (timadores que engañaban y zafaban de hacer el trabajo duro), el encargado de apuntar el cañón era el pointeur (apuntador) y alguien nacido en París, parigot (gentilicio peyorativo de parisiense). Las bombas que los alemanes lanzaban desde las trincheras recibían el nombre de saucisses (tenían forma de salchichas) y algunos de sus aviones eran taubes (porque parecían palomas). Por último, un soldado francés era un poilu (peludo) y su enemigo alemán, boche (asno).
Gaston Esnaut compuso un Diccionario con cientos de conceptos nacidos y popularizados en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial; dicho libro se titula «Le poilu, tel qu»il se parle» y se publicó por primera vez en 1919. Puede ser, pienso, una valiosa adquisición para profundizar en torno a la vida de los soldados combatientes. Me es inevitable pensar en Wittgenstein: construimos un lenguaje propio a la vez que vivimos, y la vida condiciona rotundamente nuestra forma de articular las palabras.
Lo que van a encontrar en estos cuadernos son las imágenes nunca vistas de las dos batallas más recordadas y sangrientas de la Gran Guerra: la Batalla del Somme y la Batalla de Verdún. Y, en contraposición con todo lo que habrán leído antes, podrán descubrir la visión de estos baños de sangre en la voz de un combatiente. La desnudez y el desgarro con el que escribe Barthas hace que se te ponga la carne de gallina en reiteradas ocasiones, mientras pasan por tu mente las imágenes de centenares de soldados, de niños y de jóvenes con aspiraciones, que en este preciso instante son enviados a pelear por algo en lo que no creen; asegurándoles que la patria los necesita.
¿Quién fue Louis Barthas?
De Louis Barthas se sabe poquísimo, como bien lo apunta Rémy Cazals en el prólogo de este libro. Y, en español, casi no se encuentra información. En la Wikipedia, por ejemplo, hay una página sobre este importante personaje de la Primera Guerra Mundial, pero sólo en dos o tres idiomas (y ninguno de ellos es el nuestro). Esto indica un vacío importante en la conciencia que tenemos de este humilde cabo y de lo escrito por él sobre la Gran Guerra: una de las bitácoras bélicas más escalofriantes que he leído jamás. Pero aquí está Páginas de Espuma, para reducir esa brecha.
Cazals dice que Barthas no pertenece a la categoría de los grandes personajes de la historia; se refiere sin duda a sus orígenes y a su modesta participación en la guerra como soldado. No obstante, aunque no diera con el perfil de los hombres recordados por la historia, sin duda su trabajo como cronista de la Primera Guerra Mundial no sólo no es para nada despreciable sino que es esencial; ya que cuenta con una claridad detallada los abusos a los que miles de hombres fueron condenados y porque, a la vez, representa el más indeleble tratado pacifista que se haya escrito jamás. Intuyo que la indiferencia hacia su persona responde a los descuidos intencionados de la historia para construir ficciones atractivas al servicio de ideas hegemónicas.
Barthas nació el 14 de julio de 1879 en Homps. Su padre era tonelero —oficio que Louis adoptó con los años— y su madre, costurera. Entre las cosas relevantes de su existencia cabe mencionar que militó en el Partido Socialista de su pueblo de Peyrac-Minervois y que era seguidor de las ideas de Jean Jaurès. Durante la Primera Guerra Mundial fue movilizado y recién regresó a su ciudad natal cuando se hubo restablecido la paz. Murió el 4 de mayo de 1952.
A lo largo de toda la guerra, Barthas escribió lo que sus ojos percibían y se propuso contar sin tapujos las atrocidades que los peludos soportaban las 24 horas del día sin licencia para quejarse. ¡El mundo entero debía saber cómo eran tratados esos hombres y las cosas que provocaba la guerra! Sus compañeros confiaban en que él fuera la voz de todos ellos y así se lo expresó uno de sus camaradas:
Y Barthas no se calló. Durante tres años recopiló datos detallados de cada una de las batallas a la que fue enviado y compuso estos cuadernos que son el manifiesto de paz más irreverente y fascinante que he leído en mi vida. Resulta sorprendente su perseverancia para realizar una tarea que en aquellos parajes habrá significado de nimia importancia teniendo en cuenta lo que había en juego.
Las mentiras que nos cuentan
Mentira es un término que se lee muchas veces a lo largo de estas páginas: las mentiras del Estado hacia los ciudadanos franceses, las de los periodistas al mundo entero, las de los generales a sus tropas, las de la Iglesia a los católicos. Embustes que fueron aceptados, republicados, repetidos, vociferados y en los que creyeron pueblos enteros. Falacias que ayudaron a sostener en pie esta guerra, sin percibir que esta inmensa estructura estaba apuntalada con vidas y corazones humanos.
Enumerar cada una de las veces que el regimiento del que Barthas formaba parte fue ninguneado y olvidado en pueblos desérticos y sin comida, en acantonamientos llenos de piojos y en tiendas deficientes donde el agua se colaba por las paredes y mojaba la paja ya húmeda sobre la que descansaban los soldados. Transcribir los titulares de los periódicos de la época que se vanagloriaban de tener al mejor ejército del momento, que encontraban cientos de sinónimos para el término patriotas y que endilgaban a los capitanes el buen hacer, felicitándolos por cuidar adecuadamente de sus regimientos. Se volvería demasiado extenso este artículo si quisiéramos detenernos en cada uno de los detallados capítulos que Barthas dedica a precisar las mentiras que se contaron para seguir adelante con esta guerra.
El negocio de la guerra
La guerra es el conflicto que crean unos pocos hombres en base a sus propios intereses pero que exige la colaboración de muchísimos otros que no tienen interés alguno en ella. La guerra es el negocio que enriquece a los fabricantes de armas, a los abastecedores de armamento y material de guerra, a los proveedores de alambre y otros utensilios necesarios para las trincheras. Decenas (pongamos cientos) de familias que sobreviven a costa de miles de otras que ofrecen a sus hijos, esposos, tíos para ser inmolados por una causa en la que ni ellos ni sus familias creen.
La guerra es un negocio que nutre a unos pocos y se cobra la vida de muchísimos; rompe familias, destruye amistades, arranca de cuajo el corazón de los hombres y los convierte en seres egoístas, capaces de hacer lo que sea por salvar el pellejo. La guerra saca lo peor de los hombres, los obliga a volverse primitivos, irascibles, insensibles; porque, de lo contrario, saben que no sobrevivirán. Barthas dice reiteradas veces que la única forma de subsistir es bloqueando las emociones y convirtiéndose en criaturas egoístas, dispuestas a todo menos a morir.
Condiciones en las trincheras
Empapados, muertos de frío, con los pies azules. Esta es la imagen que se me ha grabado a fuego; reincidente en cada una de las batallas. Parece imposible pensar que todo esto haya sido real; y más aún imaginarse que es una historia que aún no se ha terminado.
La lluvia, el frío, el hambre, la sed, el abandono y la soledad que los soldados debían enfrentar cada nuevo día les provocaba tristeza, miedo, desesperanza, frustración, odio. Pero sin duda la peor de todas las sensaciones habrá sido esa impotencia de saberse acorralados. Literalmente, sin salida. Sabían que serían aniquilados: si no los mataba el enemigo, lo harían las adversidades climatológicas , y, si desertaban, un consejo de guerra haría caer sobre ellos la guillotina. Las posibilidades de salvarse eran casi nulas, y por eso, muchos pacifistas, como Barthas, tuvieron que morderse la lengua y luchar aunque no creían en esa guerra y aunque estaban en contra de toda violencia.
Entre los muchos pasajes del libro, que sé a ciencia cierta que releeré (es de esas obras de las que no puedes desprenderte), hay uno que me causó especial conmoción. Un día los soldados franceses deben salir de sus trincheras porque llueve a baldazos y se está inundando la trinchera; lo mismo deben hacer los alemanes. Y se encuentran arriba, frente a frente; se miran a la cara pero no son capaces de asesinarse. A partir de esa imagen surgen muchas otras de confraternización que denotan cuán lejos están los guerreros de desear la sangre, cuánto se alejan de esos hombres viriles y patriotas que nos muestran en las películas.
«Eran, dice Barthas, un grupo de hombres que aborrecía la guerra y a quienes obligaban a matarse contra su voluntad«. Más adelante agrega que ninguno de esos soldados creía en la guerra, sobre todo después de seis o siete meses en el frente, pero se sentían atrapados, víctimas de un sistema que los sostenía entre los dientes de un cruel engranaje que les había despojado de todo, incluso de su dignidad y conciencia humana. «Por eso sufríamos tan estoicamente«, remata. Y también señala que, posiblemente, quienes idearon este baño de sangre no se pusieron a pensar que su primer efecto fue reconciliar a personas que, en otras circunstancias, se habrían aborrecido o ignorado.
Otra imagen sin duda espeluznante es la de aquellos niños a los que Barthas debe guiar durante un tiempo. Eran chicos jovensísimos que habían sido condenados por diversos delitos (secuestros, violaciones, muerte) y a quienes les condonaron sus respectivas penas, otorgándoles la libertad a cambio de servir a la patria. En este punto Barthas despliega toda su ironía observando lo paradójico que resulta que se les haya perdonado el haber matado enviándolos a matar; «¡qué idea más regeneradora!«, dice.
La ironía, ese rayo de luz
La ironía invade el discurso de Barthas por los cuatro costados. Es como si toda la lectura fuera atravesada por un rayo de luz: incluso en las escenas más terribles y angustiantes hay claridad. Detrás de esa mordacidad se esconde el deseo de que las cosas sean diferentes, de que tanto sufrimiento sirva para algo (aunque no sirve), y también la esperanza en el porvenir. La risa es lo que nos mantiene vivos y también fue lo que mantuvo despiertos a los soldados y los volvió capaces de entonar a viva voz La Internacional en medio de tanta devastación, mientras compartían un cigarrillo, una botella de alcohol, y esperaban.
Y esa luz aparece más intensamente en ciertos pasajes, como aquel encuentro entre soldados enemigos durante la Tregua de Navidad. Según lo narra la historia, esta tregua fue un alto al fuego entre el ejército alemán y el británico en las fiestas de 1914. Lo que la historia no narra es que, después de ese hecho memorable, los generales de todas las tropas impusieron altos castigos a los soldados que mantuvieran algún tipo de contacto con soldados del bando enemigo; y, mucho menos nos cuenta que, pese a ello, se establecieron verdaderas amistades entre peludos y boches. Así describe Barthas uno de esos encuentros:
El sarcasmo se mueve en cada página. Poilus que se mueren de frío, taubes que causan miles de muertes… La vida está llena de ironías, y la guerra también aporta su cuota de parodia al lenguaje.
El tratado pacifista de Barthas
Las ideas pacifistas de Barthas se perciben en todas y cada una de las páginas de este libro. Tan sólo bastaría leer el título de los capítulos para confirmar su aversión por la guerra y la violencia. «Rumbo a la matanza», «El osario de Lorette», «La maldita guerra», «Hacia el infierno de Verdún», «En el barrio sangriento del Somme», «El matadero del monte Cornillet».
Escribo esta reseña 95 años después de que un sargento chupatintas le dijera a Barthas «Queda usted libre» mientras le tendiera la hoja de liberación. Ha pasado casi un siglo y la prensa sigue bañada de sangre y chovinismo, y continuamos aprendiendo a distinguirnos por el color de la bandera bajo la cual nacemos. Nada ha cambiado. Si, como decía mi padre, no se nos hace cargar más peso que el que nuestro cuerpo puede soportar, ¿serán las guerras una táctica sutil de aniquilamiento contra los más débiles? ¿A quién rezarle, entonces?
«Cuadernos de guerra» se lee mientras de fondo suenan La Internacional y La Marsellesa; y esa es la luz de la que les hablo, la que nos ofrece Louis Barthas.
Cuadernos de guerra
[1914-1918]
Louis Barthas
Traducción de Eduardo Berti
Editorial Páginas de Espuma, 2014
ISBN: 978-84-8393-157-8
664 páginas
25 €
Comentarios1
Es una lectura obligada. Va a mi lista de libros por leer.
Personalmente considero que ambas guerras mundiales, fueron luchas entre Imperios en decadencia, Imperios emergentes y naciones que buscaban serlo.
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