Mi hermana Leny andaba ociosa ese caluroso día de mayo. Me di cuenta de su estado de ánimo por esa mecánica mueca de desprecio que le subía al rostro al observar las formas perezosas de la siesta vagando por el patio.
Tenía la mirada vencida de quienes sólo se reaniman un tanto, al oír, de cuando en cuando, el llamado a la vagancia de la cigarra subida al árbol.
De repente, una chispita se prendió en su cabeza; me dijo que sería una fantástica idea visitar a los loros del señor Antonio, y su mujer, Rosa.
Yo sabía de la existencia de esas aves. En la colina corría la leyenda de que los loros hablaban como la misma gente.
Fuimos por un caminito angosto. Y mientras caminábamos, mucho animó mi espíritu de viajera ese sitio lleno de árboles tan añosos como jorobados e infestados de insectos raros. Si algún ave salía disparando hacia el cielo, asustada ante nuestra presencia, más asustada que el ave, lanzaba yo un grito.
– Pero si es solamente un tero – tero – me decía mi hermana.
Nunca tuve un loro. Sí me congracié con una perra, llamada Laica, como aquella perrita callejera de Moscú, que fuera enviada al espacio en una nave.
Mientras íbamos andando, Leny cantaba una estrofa del Himno Nacional. Era común en los niños de Villeta cantar la letra del Himno; antes de entrar a las aulas, los alumnos entonábamos esa canción patriótica así cayera la llovizna como el viento helado sobre nuestras bocas.
Llegamos a la casa, mejor dicho el rancho. Don Antonio, hombre de cabellera blanca, y acostumbrado, como muchos viejos campesinos, a tomar el mate todo el santo día, estaba sentado infinitamente en una silla de cuero. Asiento, vejez y mate solían ser una estampa común en los ranchos de la colina.
El hombre nos miró con indiferencia. Cerca de él, junto a una enorme olla de hierro donde bullía un caldo de pescado, su mujer, doña Rosa, nos echaba una mirada de simpatía.
Una fila de enormes hormigas negras subía por la pared de barro del rancho. Acostumbrada a fantasear, me parecía que aquellos insectos trajinarían, en cualquier momento, por el rostro de don Antonio, y que él se percatara del trajín sería tan improbable como que se percatara de las filas de arrugas que – también – caminaban por su rostro.
En un limonero del patio estaban las bestias de pluma. Paco, el loro hablador, nos saludó. Eso despertó en mí una gran alegría.
«Don Antonio, viene gente. Geeeeente. Geeeente», decía.
Don Antonio nos saludó, entonces. Paco, con un tono exagerado de bienvenida, pronunció esta frase:
«Qué linda visita. Que linda visita. Qué linda visita. Liiiiiinda. Liiiiiinda».
Yo me puse la mar de contenta.
Adelante. Adelante. Adelante. Pasen. Pasen. Pasen. Están en su casa», insistía Paco, pero mi hermana y yo, permanecimos en el pequeño patio de arena, por ese respeto y ese miedo tan comunes en los niños, quienes cuanto más son invitados a pasar a un interior extraño, y cuanto más la amabilidad se alarga, más se quedan plantados, tiesos, y enojados casi, en la «estaca».
Me llamó la atención el otro loro, que no decía palabra.
Era un bello ejemplar. Su plumaje tenía vivos colores.
Si bien nos miraba, de cuando en cuando, permanecía mudo.
– Acaso Chilito no sabe hablar – le susurré a mi hermana, quien por toda respuesta, se encogió de hombros. Ella siempre se portaba así conmigo. Le faltaba el sentido trágico y sentimental de la vida, que en mí creció, adornado, con una fantasía desmesurada y, demás está decir, incomprendida.
Cuando uno es niño, suele sentir a veces que puede llegar a tener alguna influencia en los animales, y sobre todo en los loros. El silencio de aquel ave, fue interpretado por mi curiosidad como una paralización momentánea del animal. Lo suponía talentoso, aunque tímido. Creía yo que conseguiría sacarle algunas palabras, echándole una conversación dulce y amable.
Lo miré con simpatía. Silbé una canción alegre. Luego me acerqué a él.
– ¿Qué te pasa, lindo Chilito?
Silencio.
– Tu nombre es muy lindo. Yo me llamo Delfi. Quiero ser tu amiga. Si te sientes triste, yo también voy a sentirme triste.
Silencio.
– Hola Chilito de mi corazón. Hola Chilito – le dije casi al oído, mientras el otro loro, prendido al alambre del que colgaba la botella, seguía verseando.
– Yo sé lo que pasa por tu cabecita, lindo loro. Yo lo sé – dije con sabiduría.
Siempre me caractericé por creer, en mi infancia, que tenía poderes especiales. Echaba en los momentos de mi locura infantil, maldiciones a los rayos y a las tormentas, para que la lluvia cesara. Algunas veces, he llegado a creer que puse fin a algunas lloviznas. La vida me convenció de que todo se cumple exactamente en sentido contrario.
– A ver… Chilito… ¡ya sé qué es lo te ocurre!, ¡ya sé!, ¡ya sé! – comencé a decir, sin saber lo que decía y mirando fijamente los ojos inquietos de Chilito. ¡Qué firme pero insensata manera de querer llegar al alma insondable de un loro!
En ese instante, Paco, dando un vuelo veloz, se tiró sobre mí. Sus uñas se convirtieron en gruesos alambres clavados en mi cuello y su pico en una tenaza de fuego que doblaba mi nariz.
No lloré. Don Antonio y su mujer dijeron que Paco solía actuar a menudo así, y con esa explicación se quedaron mirándonos, y nos seguirían mirando todo el tiempo, de no ser porque Paco, más inteligente que sus amos gritó: «Adiós. Adiós. Gracias por la visita. Gracias por la visiiiiiiita».
-Adiós – dijimos ambas.
Mientras mi hermana y yo emprendíamos el viaje de retorno, el sol calentaba el pasto como el aliento de un caballo y algunas golondrinas alzaban vuelo en dirección a algún lugar del firmamento.
Debes estar registrad@ para poder comentar. Inicia sesión o Regístrate.