Cuando tú preguntas a un chico que se inicia en la literatura, precisamente en el arte (o mal arte) de escribir versos, cuáles son los poetas de su preferencia, sin arquear la ceja, sin pensar siquiera dos veces, te suelta el nombre de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870).
Fue el vate español que mejor encarnó, quizás, la imagen que se tenía, en otros tiempos, del poeta, pues su cuerpo no resistió los embates del trabajo y de las penurias, para perecer en una fría habitación.
RECITACIÓN
Muchos años atrás, solía acostumbrar la gente de la cremé, medianamente culta, hacer gala de sus conocimientos en materia de poesía, recitando a Bécquer.
Y entonces se elevaba, con alguna gracia en la voz de la recitadora, la poesía del retorno que comienza así:
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!
Al terminar el acto, los aplausos caían como pétalos de rosas sobre aquella «inspirada artista» que tan bien recreaba el amor incondicional del hombre.
Ahora Bécquer es un poeta pasado de moda. Qué digo ahora. Hace mucho tiempo. Alguna gente te dice, jurando por Dios y por los elementos fieros de la naturaleza, este parlamento: «Nunca suelo leer poesía; no entiendo nada de rima y esas cosas; por ahí, sí, conozco alguna que otra obra de Delfín Chamorro. Pero Gustavo Adolfo Bécquer es lo máximo».
¿Por qué pasó de moda? Yo, particularmente, no lo sé. Pero el caso es que pasó de moda; surgen algunos críticos que dicen, quizás acertadamente, que su mundo sentimental, su universo de amor, era demasiado agonizante y, por ende, extremadamente reducido y pequeño.
No sé por qué razón suelo recordar la anécdota aquella que recrea una situación desesperada del autor de las Rimas.
Como recobrándose de su fiebre, tal vez de los zarpazos fieros de la muerte, el poeta se incorpora en su lecho de enfermo y solicita a un amigo suyo que lo ayude para llegar hasta un montón de papeles donde están sus poesías, publicadas póstumamente.
Sin embargo, siente bronca contra sus cartas, y pide para ellas fuego, muerte, quemazón eterna. Las consideraba un débil producto de una mente seca.
Bécquer hizo en su obra Cartas desde mi celda una suma y resta de su existencia, marcada por un hondo desencanto.
Otro poeta que también era pomposamente nombrado en los salones, entre copas y copas de licor, era Amado Nervo.
Se sabe que de joven tuvo intenciones de ser cura. Se enamoró de una mujer llamada Ana Cecilia. El amor dura diez años. Al morir ella, él escribe su libro más conocido y emblemático: La amada inmóvil.
Tuvo relaciones amistosas con Rubén Darío, la voz máxima del modernismo. El poeta mexicano fallece en Motevideo, Uruguay, en 1919.
PODER ALCOHÓLICO DE LA POESÍA
El caso es que algunos personajes, que suelen tener afecto por las poemas declamables, cuando la conversación cae en un momento de suspenso, pues alguien trae a los sentimientos el poder «alcohólico» de la Poesía, recitan esta perla olvidada que lleva por título «Cobardía»:
Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!
¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza
de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul…
Pasó con su madre. Volvió la cabeza:
¡me clavó muy hondo su mirada azul!
Quedé como en éxtasis… Con febril premura.
«¡Síguela!», gritaron cuerpo y alma al par.
… Pero tuve miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas, que suelen sangrar,
¡Y no obstante toda mi sed de ternura,
cerrando los ojos, la dejé pasar!
Notará el lector que casi todos las líneas llevan signo de admiración. Los signos de admiración, que ahora ya perdieron casi uso en la poesía, eran instalados en los versos de corte dramático, con el propósito deliberado de poner una intención arrobadora en la obra.
Son pocos los poetas que leen a Amado Nervo en la actualidad. Es un autor que sigue siendo un referente, pero que ha perdido su poder de influencia.
Comentarios2
Quizá Bécquer y Nervo estén pasados de moda, pero ¡no los signos de admiración!, que son parte de la entonación, de la fuerza que quiere el poeta imprimir al verso. Yo los uso como uso todo el abecedario. ¿Dónde habría de quedar la pregunta sin el signo de interrogación? ¿Dónde el asombro, la admiración sin su correspondiente signo?
Atentamente,
Franco
[email protected]
Ocurre, Franco, que me refería al uso excesivo de los signos de admiración en la poesía de épocas pasadas. Es obvio que los signos de interrogación y admiración jamás desaparecerán pues forman parte de la expresión.
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