Eduardo Lago, que dice que los Finnegans ya no existen —y yo me hago la nota mental de preguntarle a Soler si esto que me dice es parte de su vasta ficción o si realmente los Caballeros han dejado de existir—, ha publicado ahora con Malpaso el libro que le dio hace diez años el Premio Nadal, «Llámame Brooklyn».
Le hice llegar las preguntas (que revisé con esmero, porque entrevistar a un autor como él me pone la carne de gallina); se las envíe pensando en lo torpe de mis inquietudes. Sus respuestas estuvieron casi de forma inmediata en mi buzón y han puesto patas arriba mis pocas certezas. Lago escribe mucho pero se extiende lo justo, como si tuviera miles de años o hubiese vivido varias vidas en una. En esta segunda parte de la entrevista nos acercamos más a la muerte.
(Aquí pueden leer la primera parte de la entrevista)
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P—Construyes un libro que se alimenta de diversos géneros literarios. ¿Es más difícil escribir pensando en la heterogeneidad de la narrativa que centrándose en las posibilidades que te ofrece un género bien definido?
R—No me hice ningún planteamiento teórico al escribir. La escritura me iba guiando y al ver los terribles problemas que tenía que afrontar, buscaba la manera adecuada. Me gusta mucho una idea de William Gaddis en «Los Reconocimientos»: Me gustaría encontrar la cita exacta, porque la formulación de Gaddis es bellísima, pero tiene que ver con La Pietá, de Miguel Ángel. Lo que contempla el escultor es un cubo de mármol, pero antes de incluso tocarlo ya ve la delicadísima silueta de la escultura: existe antes de que el escultor dé el primer golpe. Esculpir es buscar algo ya perfectamente definido. Esa es la tarea del creador, siempre.
P—Te preocupas por difuminar la distancia entre realidad y ficción al integrar en la escritura elementos históricos, geográficos, contextuales. ¿Confiamos más de lo que deberíamos en la realidad? ¿Es la literatura un terreno que obliga a pensar la realidad como un espejismo, una mirada?
R—Te remito a Nabokov, a quien dediqué el trazado de mi última novela, «Aurora Lee»: la palabra realidad debería escribirse siempre entre comillas.
P—Cuando escribes ¿eres capaz de verte en los personajes? En este caso, ¿qué ves de ti en Gal? ¿Y en Néstor? ¿Y en Nadia?
R—Los personajes son seres libres, independientes del autor, que no puede hacer con ellos lo que quiera, sino escuchar su naturaleza y serles fiel. No obstante, me gusta constatar que cuando empecé la novela tenía la edad de Néstor y cuando la terminé la de Gal. Nadia es una idealización, enturbiada por la “realidad”.
P— «Puedo entender que alguien lo deje todo por una mujer a la que acaba de conocer. Lo que no comprendo es que haya que pagar un precio por ello». ¿Te has obsesionado alguna vez como Gal con Nadia? ¿Qué emociones despierta en ti esa fijación de Ackerman por la joven rusa?
R—Acabas de dar con el reverso de la ecuación que planteaba la pregunta de DeLillo. Acuérdate del título de la película de Huston, «Paseo por el amor y la muerte». Es malo personalizar, en mi opinión, es lo que me causa rechazo en autores como Knausgaard. Guarde usted sus trapos sucios. Es la diferencia entre ficción y no ficción. Cuando Tolstoy o Dostoievski novelan, por ejemplo Tolstoy en Karenina, no habla de sí mismo, ni tampoco Flaubert pese a declararse Bovary. Exploran la condición humana en un plano universal. Es el valor y la función de la novela. Incluso la indagación de Proust, tan íntima, transciende su caso personal.
P—A Néstor le cuesta desprenderse de “Brooklyn”; después de haberle dedicado tanto tiempo, aparece el vacío. ¿Cómo ha sido para ti terminar este libro?
R—Algo cambió en mí por causa del reconocimiento, y yo creo que me inoculó un mal virus, el de la ansiedad por ser reconocido. La verdad, sobraba. Pero estoy contaminado.
P—Citas a Anna Ajmátova (¡Ah!) en dos ocasiones. ¿Cómo es tu relación con Anna? ¿Qué aspecto de su escritura te fascina más?
R—Su poesía me llega de manera directa e inexplicable. El año que llegué a Brooklyn, leía sus poemas en inglés, y escribí un cuentito sobre su figura, que permanece inédito, porque es cosa mía.
P—Aprovecho para preguntar sobre tus preferencias lectoras. ¿Poesía o narrativa? ¿española o extranjera? ¿Clásica o contemporánea?
R—Todo en todas las categorías.
P—Escribes en español pero tu ritmo y la forma en la que te enfrentas al lenguaje son más anglosajones. ¿Lo ves tú así? ¿Cómo ha sido tu relación con la literatura de ambas orillas?
R—Sí, lo veo así. La forma de mi imaginación siempre ha sido más anglosajona que hispánica, desde niño. El 90 % de lo que leo es en inglés. He traducido muchísimo. He entrevistado a los grandes narradores de hoy y me he involucrado mucho en lo que dicen cuando describen sus procesos. Vivo en Nueva York hace 30 años y es una anomalía que no escriba en inglés, lo que sucede es que la lengua no se elige se nace a ella (no en ella). Por eso me intrigan los tránsfugas geniales como Beckett o Conrad o Nabokov.
P—¿Es la metaliteratura la mejor (o la única) forma de escribir con sinceridad? ¿Ni siquiera en la escritura las cosas son lo que parecen?
R—Estoy publicando una novela en directo en «FronteraD», y mañana cuelgo una entrega de la que te copio un párrafo:
P—“Llamame Brooklyn” parece un libro escrito con tiempo: se desprende una maduración paulatina en la escritura, que adquiere concisión cuanto más avanza la historia, ¿es éste el resultado del paso del tiempo real en ti?
R—Así es. Como decía Baroja (uno de mis ídolos): camino de perfección. Una forma de ascesis estética (de la que es maestro absoluto, sobre todo en el dominio de las frases, DeLillo).
P—Después de publicar “Llámame Brooklyn” y de que fuese tan bien recibido, ¿has sentido vértigo al volver a escribir?
R—Sentí que ya no escribía con libertad, sino condicionado.
P—Pese a descubrir que Ackerman ha terminado la historia sin reflejar el verdadero final de su historia con Nadia, Ness decide mantener ese final. ¿Las historias pertenecen a quienes las cuentan?
R—No, las historias tienen vida propia y son, como los personajes, independientes de quien las crea. Nadie se ha dado cuenta, pero Brooklyn es una novela inconclusa. Cuando encuentran la novela se añaden tres capítulos, ¿cómo es eso? He empezado varias veces la continuación, una de ellas en uno de los cuentos de «Ladrón de Mapas».
P—¿Cuáles son las sombras que se ciñen sobre Lago? ¿Cuál el universo que se va borrando?
R—La sombra de la muerte. Se va borrando el universo mismo.
P—¿En qué notas que la extranjería ha cambiado tu mirada como hombre y como escritor?
R—La mía es una mirada de expatriado. Gracián (sobre quien escribí una tesis) decía que los hombres mejoraban al ser trasplantados. Hay que salir del nido.
P—¿Le temes a la muerte? ¿Te permite la literatura mantenerla a raya?
R—No le temo a la muerte. Te copio el momento en que Sam Evans, el ciego que se sabe la Biblia de memoria le explica a su perro Lux, por qué ha decidido poner fin a su vida:
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P—PD: ¿Por qué no hay mujeres en la Orden de Finnegans; no aceptan caballeras?
R—En la ex-tinta Orden tuvimos una Caballera, una irlandesa que nos encontramos por la calle. Nos acompañó todo un Bloomsday, pero al año siguiente le perdimos la pista. No tenemos nada en contra de que ingresen mujeres, pero sí que nos parecía problemático que hubiera tantos hombres, por eso nos dedicábamos furibundamente a expulsarlos. Un día por fin conseguimos expulsarlos a todos, lo malo es que al hacerlo desapareció la Orden.
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