Antonio Soler habla lentamente y cada sílaba que pronuncia parece dudar de la anterior; como si en él todo fuera una pregunta constante, una mirada llena de extrañeza ante lo que parece obvio. Al escucharlo, no resulta difícil ver en él al niño de «Una historia violenta». En la primera parte de nuestra conversación, publicada hace unos días, Soler nos habló de cómo le llegan las historias; en esta segunda, nos contará más detalles de su obra y nos dará una fuerte descarga de pasión literaria.
—En “Una historia violenta” encarnas a un niño que está a punto de dejar la infancia. ¿Qué desafíos supuso para ti encarar esta historia: a nivel narrativo y emocional?
—Básicamente me moví a través de la memoria. Y a través de la extrañeza con la que yo recordaba mirar el mundo en aquel momento, cuando yo era niño. Intenté que toda esa confusión, todo ese caos, esa incomprensión estuviera expresada lo más claramente posible. No caí en la tentación de reproducir exactamente un lenguaje infantil porque habría sido entonces un lenguaje literariamente muy pobre, pero sí quería que el estilo fuera lo más desnudo posible para ser fiel a ese espíritu. Ese fue el reto mayor.
»Por otro lado se correspondía con una línea que yo había iniciado un tiempo antes que era la de intentar ser un poco más conciso, más claro en mi estilo; porque yo creo que en ese sentido sí puede que haya habido una evolución desde mis primeras novelas de frases mucho más largas hasta una mayor concisión.
—…pero también hay mucha emoción infantil. Para recuperar esa emoción que tenías cuando eras niño y conseguir narrarla, imagino que habrá sido necesario un arduo trabajo no sólo intelectual sino también emocional.
—Sí. Pero la verdad es que tenía quizá un poco más de facilidad que la media porque, supongo que la infancia nos marca a todos mucho, pero a mí me marcó de un modo especial por la extrañeza esta que te digo con la que yo miraba el mundo: con una incomprensión absoluta hacia todo lo que me rodeaba. Y eso me determinó mucho e hizo también que esa sensación perviviera probablemente más tiempo en mí que lo que suele ocurrir con el resto o la mayoría de las personas. El estar conmocionado hizo que esa sensación no se me olvidara a lo largo del tiempo y que quedara por tanto una vía de acceso más inmediata, que no tuviera que especular con quién era yo o, mejor dicho, como veía yo el mundo, sino que lo tenía muy a mano; porque había estado mucho tiempo vivo de un modo muy presente en mí. Entonces, sí fue una inmersión a través de ese conducto en un terreno que a veces sí estaba algo más borroso, más olvidado.
»Intenté rescatar fundamentalmente mi mirada al mundo pero no hacerlo desde un punto sentimentaloide aunque sí cargado de emoción, aunque parezca que es una contradicción para mí no es lo mismo. Entonces, eso sí tuvo un cierta carga emocional: intentar poner de pie aquel mundo con las personas que me rodeaban, desdibujadas naturalmente por el filtro literario, pero en el fondo muy próximas a mí y sí a mis sentimientos… y verlas no desde el punto de vista del hijo, del hermano, sino del observador, del que está afuera y está viendo ese mundo sin acabar de entenderlo.
—Esa escena en la que el protagonista observa su casa desde la azotea con esa sensación de extrañeza me hizo pensar en la literatura, en la forma en la que nos acercamos a la escritura y a la lectura. ¿Una interpretación muy descabellada?
—No. Justamente se trataba de eso: usar la literatura como elemento de exploración y de conocimiento de mí mismo, de mi existencia y, al mismo tiempo, intentar que eso fuera un espejo para el lector. Es decir, que no se quedara circunscrito a mi única interpretación porque entonces como hecho emocional podría tener sentido pero como hecho literario, no. Era establecer una mirada en puente con el lector para que el también pudiera acceder a su mundo. En ese sentido, con esa novela me he encontrado con muchas personas que lo han visto así y que inmediatamente han ido a su mundo, a sus miedos de infancia, a sus silencios familiares, a sus incomprensiones.
—¿Crees que se escribe para tener la posibilidad de ver la propia vida desde otra perspectiva y narrar aquello que no pudimos entender en otro momento y que nos duele?
—Sí, absolutamente. Las novelas, los libros de ficción están llenos de interrogaciones de preguntas; son como una vuelta a los conflictos que quedaron sin resolver. Más que una solución a una pregunta son preguntas en sí.
—Soledad, abandono, crueldad, violencia son algunos de los elementos que nunca faltan en tus novelas. Y de esto me surgen dos preguntas que van unidas: ¿El dolor es el único germen del que puede surgir una historia? ¿Hay lugar para la dicha en la literatura?
—La respuesta va unida también porque para mí son indisociables. Yo no sé si el dolor o el sufrimiento son la mejor materia para escribir pero desde luego lo que sí son absolutamente necesarios para contar una historia. El papel principal del escritor no es simplemente contar historias como un gusto parlante sino rascar en el mundo, ver lo que hay bajo la piel, acceder a lo que no es visible, en definitiva: hacer visible lo invisible. Y para eso la historia que vayamos a contar debe tener un conflicto. En el momento en que no hay conflicto (si no dolor o sufrimiento, amenaza de dolor o sufrimiento) la historia no tiene sentido. Y eso ocurre siempre. Ocurre en los cuentos infantiles. En el momento en el que el príncipe se casa con la princesa y son felices y comieron perdices ya no hay nada más que contar. Si no está la amenaza de la bruja, si no ha ocurrido ningún drama, qué vas a contar. ¿Eran felices y al día siguiente también..?
»Y nos ocurre también en la vida cotidiana. Piensa: si yo esta mañana me encuentro a una amiga que hace años que no veo y le pregunto «Oye, ¿y tu hermana?» y ella me dice «Ah, muy bien, está muy bien y los niños también». Ah, pues, bien, se acabó la historia. Pero si ella me dice «Ah, ¿no lo sabías? Mató al marido», ahí me tiene que contar lo que ha pasado, hay un problema, hay un drama, hay una historia. Pero si me dice que todo está muy bien, pues, estupendo.
—Otro rasgo de tus novelas es que al final siempre se enciende una llamita. No parece que la encendieras tú sino, más bien, que dejaras la ventana abierta para que como lectores lo hagamos. ¿Crees que el arte tiene la obligación de inculcar esperanza en el mundo?
—Yo no creo que tenga la obligación de inculcar la esperanza. Hay obras de arte que son tremendamente pesimistas y que no dan margen al optimismo, y como obras de arte son tan legítimas como cualquier otra. En el caso mío concreto yo diría que soy un pesimista con apego a la vida; es decir, que aunque el pesimismo está siempre rondando considero que hay aspectos que merecen la pena ser experimentados, exprimidos hasta la última gota. Y, curiosamente, es una cuestión que ha ido aflorando un poco más en mis últimos libros que en los primeros, que eran en ese sentido mucho más negros.
—¿En qué estás trabajando ahora?
—Estoy escribiendo un libro un tanto extraño que se sale de las vías que he venido trabajando hasta ahora; porque es una novela pero a veces estoy trabajando en ella y dudo, pienso ¿es una novela o es otra cosa, un saco donde cabe de todo? Está basada en un personaje histórico, un anarquista barcelonés de principios del siglo veinte, con una vida muy interesante en lo puramente argumental pero también en el trasfondo político intelectual que hay en ese período en Barcelona. Desde luego es un libro de creación por la forma en lo que lo he abordado, por las licencias que me permito y por la inyección literaria que intento meterle a todas las partes del libro, pero el trasfondo es el retrato de una época y un personaje histórico.
***
Y hasta aquí esta conversación de lujo. A los que les interese seguir profundizando en la obra de Soler, los invito a leerlo augurándoles un descubrimiento asombroso. Por otro lado, a los que viven en Málaga, les recuerdo que el próximo lunes 23 de febrero a las 18hs en el Hotel Molina Lario Antonio participará de «Un café cargado de lecturas», ciclo que organiza el Centro Cultural Generación del 27. ¿Nos vemos allí?
Algunas fotografías pertenecen a los archivos de Ideal y La opinión de Málaga.
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