Una merecida recordación le brinda la famosa editorial Torremozas de España a la poetisa Sara de Ibáñez en el centenario de su nacimiento.
Al abrir el libro, las palabras encendidas de admiración de parte de Sylvia Puentes de Oyenard nos encaminan hacia el santuario de la poesía de Sara, poesía llena de metáforas, de palabras que parecen (a veces) no tocar tierra, pues ellas se recrean, se agigantan, abren las alas y aletean en un firmamento pleno de luz.
La artista nació el 11 de enero de 1909 en Chamberlain, provincia de Tacuarembó, (Uruguay).
Ejerció con maestría el arte de enlazar una palabra a otra, una frase a la siguiente, para crear un universo sonoro, poblado de un decir, de un sentir, de un cantar apasionado. Pero también lúgubre, como si en la muerte hallara la verdadera pasión.
Su estilo es inconfundible porque su lenguaje es palabra lavada por el amor y herida por el misterio del ser.
La idea de Dios está presente (con frecuencia) en sus poemas.
Ella misma se levanta omnipotente, para derrocar el muro del silencio, con golpes de voz cada vez más profundos y alargados que revelan los modos y las maneras del más rotundo y acabado lirismo.
LOS ESPONSALES DE LAS PALABRAS
Su primer libro vio la luz en 1938, bajo el título de Canto.
Sabemos que el casorio, o los esponsales de las palabras, que han de amarse y sonar en el verso, son oficio consumado del artista, del ser predestinado a las mejores letras.
Sara Iglesias Casadei (luego Sara de Ibáñez al casarse con el escritor, ensayista y crítico Roberto Ibáñez) conocía tal oficio hasta en los más pequeños detalles; ese conocimiento la llevó a recorrer el fondo y la forma de un poema, con una maestría que le valió el respeto y la admiración de vates como Pablo Neruda y Amado Alonso.
Qué manera de encender las palabras, de convocar a los elementos de la naturaleza dentro de una métrica, de unos sonetos que nos remontan a lo más granado de los versificadores de España.
Porque el ritmo y la palabra de la autora se ceñían a un todo, sin obrar de manera independiente, puede afirmarse que la Ibáñez fue una poetisa que tuvo la belleza en el puño de su mano.
Hay un dejo de soledad en su existencia, en el latido de su escritura, en el soplo de su silencio que también, a veces, serpentea por sus versos.
Existe en la autora una intención de volar, de deshacerse de esa eterna inquietud de «existir sin saber a dónde vamos ni por qué venimos» a través del único recurso que le queda justo al molde de su alma, y también de su espíritu: la poesía.
Sara de Ibáñez, presa de una angustia, de un sentimiento casi fatal ligado a la escritura, quiere dejar testimonio, mediante la belleza, de la más alta expresión de la belleza, y de la contemplación ensimismada de un extraño abismo; quiere dejar testimonio, decía, de su recorrido por un mundo apasionado, azul y triste que le toca en suerte.
Su testimonio son sus poemas.
Leemos en el libro de la Colección Torremozas, la lista de las obras publicadas por la autora. Y son las siguientes: Canto (1940), Canto a Montevideo (1941), Hora ciega (1943), Soneto a Julio Herrera y Reissig (1943), Pastoral (1948), Artigas (1952), Las estaciones y otros poemas (1957), La batalla (1967), Apocalipsis XX (1970), Canto póstumo (1973), Poemas escogidos (1974).
La artista falleció en Montevideo, en 1971.
Sara de Ibáñez tiene una voz lírica sostenida, alta, ingeniosa, inquietante, creativa, llena de gracia, de originalidad y de contrastes.
«Hoy que sus ojos ya perdieron la dimensión de las imágenes convocamos sobre este muro frío de la muerte todo el sol que bruñó su lenguaje, porque fue pez de azúcar en fiesta de vocablos, golondrina de espejos que bebieron su aire, triunfadora del verbo, camoatí de palabras a quien Dios escuchó, porque su polvo anda entre el cielo y la tierra eternamente pensando», escribe la Dra. Sylvia Puentes de Oyenard.
Leerla hoy, gracias a la editorial Torremozas, es un acto de belleza y de justicia.
XIV
Sobre la hierba azul, dorado y fuerte
cruzo una noche espesa de latidos
entre los perros que oyen a la muerte
y curvos, en su niebla sumergidos,
el polvo que en mis huesos goza y arde
tientan, jadeando, por mis pies mullidos.
En mi nocturno voy, sin pensamiento,
esclavo audaz y dueño sin alarde.
El miedo crispa mi ademán cobarde
y suena en Dios mi pálido lamento.
Custodiando el temblor de alas secretas
que en la mañana de mi sangre luchan
al armonioso padecer sujetas,
los dulces perros que a la muerte escuchan
lamen tranquilos mis rodillas quietas.
Sara de Ibáñez
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