Muchas personas hemos crecido a la de Dios que es grande. Nuestras madres no han querido o no han podido imponernos límites, y entonces, nos dimos a vivir de una manera desordenada que conspiraba, obviamente, contra nuestra conducta y nuestra propia felicidad.
Por la gracia de la naturaleza, algunas hemos aprendido a creer en el valor de la disciplina, aunque fuera tardíamente.
Toda la filosofía del mundo se resume en la disciplina.
Siguiendo las órdenes interiores de hacer las cosas en su exacta medida, imponemos un hábito alimenticio en nuestro menú, y nos apartamos de los excesos, que tanto mal, tanta cabeza tonta y despistada, tanto dolor de huesos y dependencia de la paciencia de los demás nos traerá después, en las puertas de la ancianidad.
Por disciplina se entiende el camino recto que nos lleva a encontrarnos en un punto superior y aventajado en relación con los demás, pues ¿quién podrá echarnos en cara que no hemos cumplido con nuestros deberes diarios hasta llegar al nivel de la excelencia?
Nuestra mente disciplinada nos dice que es pus para el alma meternos en esos encuentros ruidosos y ruedas de chismes en que caen las personas de lengua desgraciada. Y luego, oyéndolas hablar, contaminar el aire, tocar el honor de un hombre o de una mujer, nos felicitamos de habernos sujetado al pensamiento cristiano: «El que esté libre de pecados que arroje la primera piedra».
Por amor a la disciplina, nos ajustamos a un ritmo de lectura y de escritura, que hace que alimentemos nuestras obras con las mejores frutas de nuestro rendimiento mental. Nada es tan bueno como escribir durante dos horas (la mente, caos de glóbulos rojos y materia gris, se niega a la presión) y leer durante cinco o seis.
Por disciplina, nos alineamos a un pensamiento inamovible, sean cuales sean las circunstancias que nos tocan vivir: el pensamiento del trabajo.
¿Con qué nos curamos de nuestras angustias y melancolías, sino con el trabajo, que es un desafío a nuestra inteligencia y paciencia? ¿Y con qué nos entretenemos, sino con ver hasta dónde somos fieles al horario que nos hemos impuesto para dar nuestro tiempo ya a la casa, ya al descanso, ya a la liberación de nuestro espíritu a través de las caminatas, ya a la lectura, ya a la escritura?
Cuando estudiaba Química y Farmacia, era mi profesor de Galénica, Caló, un personaje que gustaba rescatar del olvido alguna que otra poesía, y… cerrar las puertas en las narices de los alumnos que no se presentaban a las cinco en punto en la sala de estudios. Decía, complacido de elevar en el recinto una frase que resume la puntualidad: Ni antes de la hora, ni después de la hora. En la hora.
Pues así las cosas ocurren en nuestra existencia: Ni antes del amor ni después del amor. En el amor debemos estar.
Ni antes del trabajo, ni después del trabajo, en el trabajo debemos medir nuestra pasión y nuestras ganas de salir de la mediocridad.
La imposición de la disciplina, en la conversación, y en el trato con los semejantes, cuánto sentimiento de satisfacción nos reporta.
Los indisciplinados, aún teniendo mucho talento, están condenados a fracasar.
He visto voluntades romper las piedras.
Y he presenciado la amargura de gente que teniendo condiciones para sobresalir en la sociedad, pero inhábil para manejar sus tiempos y sus ideas, es ejemplo de ruina.
Comentarios2
Delfina Acosta nos comparte un bello artículo sobre la disciplina, excelente contenido que nos ayuda a crecer. Muchas gracias, amiga. Saludos cordiales. Elsy.
Así es. Cuántos talentos se pierden en el enmarañado bosque de la indolencia y el dejar para luego la inspiración, junto con la obligación, de llevar un orden en ese cajón de-sastre en que muchas veces convertimos nuestra propia vida. Fundamental la disciplina.
Gracias por recordárnoslo querida Escritora. Un abrazo.
Pruden
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