Para escribir se necesita mucha valentía. Esta premisa sólo es cierta en algunos casos. Cuando quien empuña la pluma se rasga en dos el vientre y consigue conquistar un lugar estético desde el dolor desgarrador de la vida y la experiencia, cuando quien escribe consigue aunar vida y emoción a través del lenguaje, pasando por los otros, llegando a los otros. Cuando quien escribe se vacía, y sabe que todo lo que se diga de lo que ha escrito irá directo a esa herida: como vinagre o como cura. Los «Poemas sin nombre» de Fermina Ponce responden a esa premisa. Valentía y oficio son las dos cosas que se han dado la mano para conjugar este libro de agonía. Escribir sobre la bipolaridad, que se dice mucho pero se abraza poco. Un trastorno muy común pero mal tratado por la ciencia y las humanidades. Fermina nos ofrece una lectura desde el interior del bosque, desde la energía arrolladora de la manía a la desesperación del vacío de la depresión. Un libro que puede leerse desde el dolor pero también desde la comprensión del dolor del otro.
El nombre que no encuentro
Uno de los primeros puntos a destacar de este libro es la capacidad de nombrar la dolencia de la mente sin caer en los tópicos de la melancolía o en el amarillismo de la escritura de autoayuda. Dos extremos de los que conviene alejarnos si deseamos usar el lenguaje como desarrollo del pensamiento y del espíritu. Esta búsqueda cae en saco roto si hay un punto claro al que llegar, si el mensaje tiene un cierto ingrediente dogmático, o si se deja a la intemperie la intencionalidad de la escritura: provocar determinada emoción en el que lee. Por eso me parece importante destacarlo en esta lectura.
Desde el comienzo nos encontramos con una serie de poemas que muestran el dolor desnudo, que es tanto la ausencia como el deseo de la luz. Y aquí el primer síntoma de la bipolaridad y de la voz poética: la extrañeza, la necesidad de un nombre que nos explique y la imposibilidad de encontrar el marco, por la inestabilidad y la memoria de experiencias vividas que desean olvidarse, ocultarse en las profundidades, y que son las responsables precisamente de esa extrañeza con el mundo y con una misma.
La vida que avanza y cambia: ¡esa inestabilidad insoportable para el que se halla herido de esta forma! Y el trastorno que encuentra el camino perfecto para engullirlo todo y transformar el deseo de indentidad y vuelo en cautiverio y más tarde en pozo insondable donde sólo hay tristeza y vacío existencial.
La forma en la que ha conseguido Ponce explicar las dos fases más prominentes del trastorno: la hipomanía y la depresión, me ha resultado realmente extraordinaria. Y aunque es duro escribirlo así, porque no hablamos de paisajes sino de cuerpos sacudidos por el dolor, la ansiedad y la incapacidad de pertenencia quiero señalarlo. Porque pienso que ya va siendo hora de que quienes escriban sobre el dolor, sobre el duelo, sobre los trastornos del ánimo y del pensamiento, sean quienes realmente los conozcan, quienes los vivan en sus carnes; porque la diferencia es abismal cuando escribimos desde la piel, que cuando lo hacemos desde la cabeza, incluso desde una cabeza empática.
El silencio que habita en lo que toco
El silencio y las sombras son dos de los elementos a los que se aferra Fermina Ponce, y desde los que transita esta búsqueda, dejando que las voces internas conspiren y que las siluetas del mundo la lleven de la mano.
La bipolaridad ofrece algo imposible de hallar de otra manera: la certeza temprana de que la vida es una mentira. Existen muchas formas de explicar esto desde el campo de las ciencias, sin embargo, ni siquiera las explicaciones más sensatas resultan suficientes. A lo largo de los poemas de Ponce encontramos esa idea de la extrañeza en sombras atravesando todos los poemas. Y la voz de fondo, intentando recuperar la luz, la vida, la ilusión: un camino que se hace cuesta arriba. Imposible. Pienso que estas experiencias Ponce consigue expresarlas de forma contundente y otorgan belleza y pulso a su poesía así como nos ofrecen un mayor entendimiento sobre la forma en la que se desarrollan las emociones en el interior de un cuerpo roto.
La identidad se ve atravesada también por la memoria y la tradición. Pensar en los que estuvieron antes, en su extrañeza, para intentar vivir la propia vida desde esa soledad, desde esa pérdida. Aquí caben otras miradas, más universales. Su poesía se vincula con la tradición de Whitman y de Lorca y traduce las experiencias de su pueblo migrante.
Y hay otro punto que deseo señalar: el miedo al dolor. Esa es seguramente una de las cosas que más percibe quien padece bipolaridad. El miedo a la inestabilidad, esa cosa tan común y tan cotidiana. Un miedo que deviene ansiedad y que pervive en la mirada como trauma, como certeza oscura. Contra lo que podría esperarse, Ponce consigue manifestarlo sin ambages, con lucidez y belleza y nos invita a comprender la realidad del otro desde otra perspectiva. Y aquí cabe señalar que hay a lo largo de todo el libro una necesidad de expresar el deseo, y de que a través de él aflore y se asome la poesía, traduciendo en lenguaje la oscuridad.
Y vuelvo finalmente a la identidad, a la incomprensión del mundo, donde lo más sólido es la certeza de que todos mienten. La identidad que es extrañeza y búsqueda desesperada desde el lenguaje. Qué forma valiente y maravillosa de contar la herida, de ponerle nombre a aquello que los demás intentan ocultar, de encontrarse en la poesía. Hay que leer a Ponce para entender.
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