Desde muy niña, leía las manos.
Mi madre no se interesó por esa fantasía mía, pues era común en ella, tener la cabeza en otra parte, aún en los momentos de las tempestades familiares.
A mí la lectura de las manos me salía fácilmente, porque no hacía sino clavar mis ojos en los ojos de las personas y dar en el clavo.
Así pues, observando la mirada, los gestos, el tono de la voz al preguntar, por ejemplo, «¿cómo me irá en el amor?», ya tenía la palabra floreada en la boca. A las señoritas que ponían toda su atención en mí, como si fuera, en ese instante, aquel ser humano que habría de sacar en claro su destino, les decía todo y nada a la vez, dentro de un lenguaje zalamero, y ellas asentían, varias veces, con la cabeza, como si entendieran todo, para acabar preguntándome: » …Pero, ¿ él me quiere o no?».
Dándome la importancia del caso, fruncía el ceño y aconsejaba: «Pues ahí está el caso. Él te querrá y bendecirá tu nombre, cuando consigas enamorarlo. Tienes que hacerte amar…»
– Es cierto – escuchaba decir.
Traía todo el futuro del mundo con estas simplicidades de las que ellas no se percataban: «Pero no te desesperes. Ése chusco te va a adorar; está clarito que sí. Te querrá con locura, sin moderación, y es muy probable que te proponga matrimonio. Pero… Pero tienes que ser más coqueta; te vendría bien una gargantilla, unos aros colgantes, una blusa transparente, con más escote, y mucho color en las mejillas…».
– Cierto. Muy cierto es eso. ¿Y qué más? – quería saber alguna fulana.
– No quiero mentirte, sin embargo veo pintadito en las líneas de tu mano que hay…, no sé…, en fin, veo una mujer trigueña, quiero decir morocha, que está muy interesada en él – decía.
– Ah…. esa es fulana de tal. Ya me parecía que ella andaba a la pesca – me contestaba sorprendida de mis dones, la fulana.
Y ahí terminaba la cosa. Y la mujer se iba hablando flores de agosto de mí, mientras juraba por Dios y por todos los santos que yo era infalible.
Tenía yo ocho años. En la noche de San Juan, mi madre me vistió como a una gitana, y me metió en una carpa roja. Una larga cola de gente se formó, esperando su turno, para consultar con la vidente Lunita roja.
Caía gente inocentona.
Una mujer de edad madura y de ojos muy tristes como ramas de higuera se acercó, con una expresión extraña, hasta mí.
Y le leí las líneas. Y le dije que se pintara los ojos todos los días, y que se frotara el cuello con ramos de jazmines, y que cambiara la tela gris por la verde, y que ya su boca no hablara tristezas sino que cantara «Cielito lindo».
Le recomendé que lo aguardara, que tuviera nomás un poco de paciencia, y otro poco de ilusión, porque alguna vez él llegaría a su casa, con su traje blanco y su sombrero panameño, y pediría su mano, y le traería un regalo de esos que antes de abrirlos uno sabe que son preciosos, y le daría un beso en la boca.
Se fue contenta. Todavía la recuerdo. Era feúcha, delgada y mal vestida como una rama de limonero en otoño. Vivía hace tiempo enamorada de un hombre, que según su confesión, ya tenía dueña.
Pienso, mientras escribo este relato de mi niñez, que ella está aguardando a ese señor que embrujó su corazón, reclinada sobre un sillón. Ahora deletreo mejor las líneas imaginarias de su mano derecha. Una sombra se hace a imagen y semejanza de aquel hombre de traje blanco y sombrero panameño, y esa sombra avanza – lentamente – hacia ella, mientras la sombra de un caballo se inquieta, a metros de la puerta, en la vereda.
Ya no hay tristeza en los ojos de esa dama, sino, cómo decirlo, un brillo bonito de aguas saladas.
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