En mi casa de la infancia había una gran biblioteca llena de libros casi variopintos: toda la colección de las obras de Disney y numerosos tomos de Billiken y de Páginas Ilustradas para jóvenes; libros fáciles de leer y disfrutar. También estaba la biblioteca de los grandes donde había una gran cantidad de novelas de Agatha Christie y todos los libros de Morris West y Graham Greene. En un rinconcito también había unos pocos libros (casi olvidados), sin los cuales la literatura no me habría fascinado: recuerdo un tomo muy antiguo de Crimen y Castigo y una colección de poemas de la generación del 27 que me degolló. No obstante, vistos desde ahora parecen demasiado pocos comparados con los muchos libros que había de religión, de historias de santos, de misales de todos los colores y de libros superficiales. Y es que en mi familia la fe se vivía de una forma rigurosa y los libros eran un perfecto instrumento para difundirla.
Durante el período de la cuaresma teníamos prohibido leer cualquier obra que no tuviera en el título la palabra perdón, Cristo o santo. Ni hablar de las historietas que quedaban vetadas hasta la resurrección de nuestro señor Jesucristo. No había nada que esperara con más ahínco que la Pascua. En mi caso no, por el huevo ni por los conejitos de chocolate sino porque a partir de ese día ya no había control de lo que leías y podías comenzar a pecar con toda clase de lecturas que tus padres ni siquiera se detenían en mirar.
Mientras me disponía a escribir este artículo me han venido esos días de infancia y de esas lecturas a escondidas de mis padres (la literatura era demasiado importante para mí; valía la pena pecar y sentir culpa por ella). Pienso que pocos autores en la actualidad consiguen levantar tanto revuelo como lo hace Houellebecq, de cuya última obra comenzó a hablarse incluso antes de que fuera publicada. ¿Cuánto hay de lógico en las quejas y por qué el mundo puede ponerse patas arriba por una novela?
La lectura es un arma de doble filo: esa capacidad de asombro y de búsqueda que se despierta cuando leemos puede ser terriblemente socavada por una ley o una biblioteca estrecha (al menos es lo que se intenta). Y es que la literatura puede ser un instrumento magnífico de liberación y razonamiento, pero también es una perfecta herramienta para difundir el dogmatismo.
El revuelo en torno a la última novela de Houellebecq
El mundo, ese extraño cubículo que habitamos puede ser maravilloso cuando notamos que nuestras cosas funcionan como queremos, que nuestros amigos respetan nuestras ideas y que nuestros hijos las cumplen a raja tabla; pero cuando las cosas se tuercen: nuestros amigos parecen vivir de una forma que no creemos apropiada y nuestros hijos comienzan a crecer y a formarse lejos de nuestros razonamientos y pilares fundamentales es indispensable poner el grito en el cielo.
En una Francia controlada por un gobierno islámico, en una época futura, se desarrolla la última novela de Michel Houellebecq titulada «Sumisión» y que ha despertado una gran admiración y un feroz repudio hacia el autor francés. Houellebecq es conocido por sus palabras hirientes y su especial talento para dibujar un mapa de la sociedad francesa.
¿Se trata realmente de un panfleto político que respalda las ideas del Frente Nacional, como lo han categorizado algunos de los medios franceses del momento? Mucho habría de indagarse acerca de los intereses de las partes que afirman esto.
A favor de la rebeldía
Houellebecq ha negado toda inclinación política en su trabajo literario; le gustaría que la obra fuera leída como una novela y que cada cual tomara las decisiones que quisiera. El rechazo de los medios, del mundo a una novela que parece proponer una dimensión ¿atroz? me llevó nuevamente a mi padre. Es imposible crear sociedades pensantes si todo aquello que se separa de las ideas hegemónicas es negado y tapado con el membrete de «prohibido». ¿Tanto miedo tenemos a las ideas diferentes?
En España un activista que lucha por salvar a un grupo de animales de una industria demoledora será pronto condenado como un terrorista, y será también un terrorista todo aquel que participe de movimientos multitudinarios en busca de un cambio social. Eso no parece alarmar tanto a los medios como ese universo distópico de Houellebecq; ciertamente, eso sí me resulta irónico y preocupante.
Al margen de nuestras ideas pienso que cerrarnos a la lectura de un libro que propone un salirnos de la realidad rotundamente para mirar la vida desde otra perspectiva puede ser una forma alucinante de poner a prueba nuestro asombro y nuestra capacidad de hacernos literatura.
Aunque todavía no ha llegado a mis manos esta polémica novela, estoy segura de que le daré una oportunidad; movida, quizá, por las mismas razones que me llevaron a leer esos libros prohibidos en semana santa. Porque rebelarnos a la norma y a las imposiciones es el único camino posible para crear una nueva y propia línea de pensamiento. A las letras le vienen de maravilla los provocadores y los Houellebecq porque ponen en evidencia lo poco que se ha avanzado en materia de libertad y, sobre todo, de curiosidad y búsqueda.
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