Hubo escritores que tuvieron que sobrevivir dentro de un ambiente sórdido; los vientos no les fueron favorables; en otros términos, la fortuna no estaba con ellos.
El escritor ruso Fedor Dostoievski (1821- 1881) vivía apremiado por las deudas. Considerando la gran cantidad de obras literarias que dejó (El jugador, Pobres gentes, Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov) , todas o casi todas, de una belleza literaria que sigue creciendo conforme pasa el tiempo, es propio decir que estamos ante un genio. La imposibilidad de hallar un clima o un ambiente hogareño apacible, llevó a nuestro genio entregarse a los juegos de azar. Ése era, pues, su vicio: jugar a la ruleta, como todo buen ruso, y acaso, tomar mucha vodka. Contraía muchas deudas.
En realidad, se veía en la necesidad de ir pidiendo por adelantado el dinero que su editor le debía por las obras. ¿Es posible escribir bajo semejante presión?
Pues sí. Está demostrado que sí. Y a juzgar por las circunstancias penosas que les tocó vivir a otros escritores, pareciera que la prisa y el apremio son la confabulación perfecta para hacer entrar en escena pública las mejores obras que la creación humana ha dado.
BOTELLA DE VINO
José de Espronceda (1808 – 1848), el poeta español perteneciente a la corriente romántica, bebía antes de escribir una botella entera de vino. El autor no estaba en sus elementos, en el total estado de inspiración, si el alcohol no corría, ligero y embriagador, por sus venas. Hay que remitirse, tal vez, al temperamento del poeta. O a la época, pues el artista era considerado un ser humano «respetuoso» de las malas costumbres, de la vida licenciosa, de las noches cargadas de bohemia.
Edgar Allan Poe (Boston, 1809 – Baltimore, 1849), el genuino creador del cuento moderno, el hombre que murió en plena calle, mientras intentaba pedir algún dinero a los políticos que hacían proselitismo público, era adicto no solamente al alcohol, sino también al opio.
Puede decirse, a simple vista, que llevó una existencia vaga, errática. Genio entre los genios, aquel escritor vivía pendiente de sus vicios mientras escribía cuentos de corte macabro, en su mayoría. ¿Quién no leyó «El gato negro», «La caída de la casa Usher»?
Y aquel poema en el que revivía, recordaba a través de recuerdos empapados con la niebla del tiempo, el nombre de la mujer amada, ¿ quién no lo leyó?
Se dice que cometía crímenes. No se pudo probar nada.
Sí puede decirse con certeza que Edgar Allan Poe elaboró una obra literaria que se alimentaba, como flor extraña, de dosis cada más grandes, más elevadas de opio y de morfina.
¿Qué tienen que ver los vicios con la creatividad literaria?
Pues la sensibilidad, opino yo. No se puede escribir, darse por entero a un relato en el que resucitan los cuerpos enterrados, sin sentir que se está condicionando el alma, el pulso mismo, a esferas o situaciones de extrema gravedad psicológica.
Su poema «El cuervo» difícilmente será superado. Qué versos patéticos y tristes los suyos.
Por una pulgada de vino más, por una píldora que sirviera de acicate, para revivir, para reflotar los nervios semidormidos, cuántos poetas se entregaron a los vicios. Y se entregan ahora. Y se seguirán entregando, felices, al fin y al cabo.
CIGARRILLO Y ALCOHOL
Recuerdo el nombre de José-Luis Appleyard, poeta paraguayo. Para qué negarlo. Cigarrillo y alcohol eran su perfecta compañía.
Recuerdo el nombre de la poetisa argentina Alejandra Pizarnik, que se estrelló contra ella misma en la juventud de su existencia, pues vino al mundo con los sentimientos muy frágiles.
Las anfetaminas, a las que era adicta, iban minando su cuerpo. Ella era una escritora que podía dar (y de hecho dio) una poesía iluminada. Pero aquel vicio, aquellos cócteles de alcohol, anfetaminas y seconal, y aquel profundo temor ante una vida que le sobrepasaba, que le quedaba grande y abismal, la arrastraron hasta el fondo de un sueño profundo…
EL CUERVO (Fragmento)
Una vez, al filo de una lúgubre medianoche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyose de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
«Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más».
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
«Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más».
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
«Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón
imploro, mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.»
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Obscuridad y nada más.
Edgar Allan Poe
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