La historia de la literatura explora los misterios del alma. Con mayor o menor éxito, los escritores intentan abrir una ventana para que observemos la vida de los otros y, en ellos, nos descubramos. Sin embargo, parece sumamente difícil expresar con precisión qué es el alma. ¿Se trata de un rincón abstracto de nuestro espíritu, impalpable, o es tripas-sangre-saliva? Mientras se mantenga esta pregunta, habrá literatura.
«Los que miran» de Remedios Zafra (Fórcola Ediciones) bucea en lo más profundo de nosotros con el deseo de dar cuerpo a eso que llamamos alma. Es una obra que explora la noción de la pérdida desde diversos puntos de vista e intenta explicar las distintas formas que asume en nosotros este aceptar que somos mortales.
Esta lectura me ha llevado irremediablemente al anterior título de Zafra, «Ojos y capital»; no sólo por el lenguaje exótico y repleto de poesía que alberga, sino porque en ambas obras la forma de mirar marca el hilo y la tensión de los acontecimientos. Y digo esto porque una lectura de isla a isla, de ventana a ventana, de género a género, puede ser sumamente exquisita, se los aseguro.
La mirada de los otros
Los otros condicionan nuestro sentir tanto cuando nos miran como cuando no lo hacen. Todo lo que somos es una consecuencia de lo aprendido, de cómo hemos sido capaces (o no) de sobrellevar nuestras experiencias, pero sobre todo, de cómo el mundo nos ha querido (o ha deseado que fuéramos). Somos el resultado de nuestra incapacidad para sobreponernos y de nuestra valentía para construirnos desde dentro hacia fuera.
La forma en la que observamos la muerte y la sentimos también es aprendida, así como lo es nuestra forma de relacionarnos con la enfermedad, con el miedo, con las guerras. Nuestra tribu intenta esculpirnos para ser parte de esa realidad donde no hay tiempo para los matices, y nos mata para evitar el caos. Y en ese mundo diagramado y redondo, donde no hay vértices por los que pueda escaparse un ¡ah! o posibilidad de huida, envejecemos de la misma manera en que vivimos, sin tiempo para pensar o siquiera preguntarnos el por qué.
Este es el primer rastro que se desprende de esta lectura y que podría servir para sostener el desarrollo del argumento. No obstante, los que miran también son los que sufren la muerte, porque este libro ofrece diferentes miradas sobre una misma cosa.
Niño que mira a la muerte sin verla
León se ha quedado sin padre, sin madre, sin infancia. Se sienta cada día a ver un vídeo en el que aparece una manada de leones (leonas, porque en las tribus félidas son ellas las que cazan) acosando y, finalmente, matando a un elefantito bebé. La crueldad de la escena se repite porque León necesita ver una y otra vez la forma en la que la muerte se abre paso a través de la carne.
Esta es una de las imágenes más potentes de «Los que miran», a través de la cual se desprende la insistencia de la exposición para evitar el derrumbe. Es uno de los ejes en torno al cual gira la novela y que la conecta directamente con «Ojos y capital». La urgencia que tiene León por repetir esas imágenes se ve impulsada por la reciente pérdida de su padre, por la incertidumbre frente a lo que hay después del último suspiro, pero también por la posibilidad de volver realidad la fantasía: se puede avanzar en una serie de fotogramas pero también se puede retroceder. La necesidad de que dicha posibilidad pueda ser trasladada a la vida es un motor invaluable para León.
De un lado, el niño solo frente a la pantalla. Del otro, su tía, también sola, intentando entender la obsesión por la muerte en su sobrino y explicarse a sí misma la mortalidad. La pérdida duele cuando nos toca, y provoca aislamiento. No sabemos cómo decir eso que daña-carcome-hostiga y decidimos guardarlo en lo más profundo de nosotros (del alma, que es material y que pesa).
La muerte que llega por la enfermedad, que causa la violencia y el rechazo, que es provocada por una sociedad que se mantiene en pie torturando a los que se hallan fuera de la norma. La norma que impone las condiciones que todo individuo debe cumplir para mantenerse a salvo dentro de una comunidad que procurará hacerle saber lo que le espera si se desvía del camino. El camino que se tuerce porque la violencia sufrida en el cuerpo a veces provoca daños tan profundos que derivan en enfermedades que la medicina que esa comunidad ofrece no puede curar. La cura que no es posible cuando la muerte está agazapada, deseando venir-llevarse-quedarse.
Estos son los diversos caminos que recorre el libro e intenta entender sin explicar, explicar sin llegar a resolver. Porque la única certeza que tenemos en esta vida es que lo único realmente cierto es que moriremos, pero sobre todo, que lo harán también nuestros seres queridos, y, tal vez antes, que nosotros. Y ése es el dolor que no se apaga, el miedo que nos roba el sueño, la posibilidad que nos destroza por dentro hasta hacernos envejecer.
La tribu, el credo, la santa inquisición
Miguel, que habla poco, dice que se le ha aparecido la virgen. En el pueblo todos comienzan a apreciarlo más y hacen una ermita en el sitio donde dice que fue el encuentro. No sabemos para qué se le aparece la virgen, porque Miguel habla poco y apenas sabe explicarse; sólo sabe que era hermosa.
Zafra dibuja con maestría la fuerza que el arquetipo religioso tiene en la cultura popular y la relación que se establece entre esa creencia a ciegas y la falta de educación. Me parece de una valentía asombrosa que hable sobre esto, que parece un tema delicado de tocar sin herir la sensibilidad de ciertos grupos.
Sobre la forma en la que se fomenta esa creencia y los vínculos silenciosos que se establecen entre el saber popular y la religión también hay muchísimo que pensar al leer este libro. Y en la línea contraria, en la educación como herramienta ineludible para enfrentar lo que no sabemos, y desandar un camino en el que podremos descubrir que sólo vale la pena creer en aquello que somos capaces de sentir con libertad, y que nadie tiene derecho a dirigir nuestras pulsiones-emociones-pensamientos. Asuntos necesarios y calientes sobre los que no nos conviene quedarnos dormidos.
Pero en el vivir colectivo, las creencias se enseñan-imponen a través del uso de un lenguaje mudo y del silencio que socava las mentes y la libertad individual, y que, tarde o temprano, lleva a la violencia contra el «raro» pensante o con miras afuera.
Y en este punto caben diversas reflexiones en torno a la infancia, a las diferencias sexuales y a la libertad de expresión dentro de la vida de la tribu-pueblo-familia. En esta encrucijada cabemos todos, porque a todos, a unos más que a otros, nos ha afectado la consciencia colectiva al tener que asumir ciertas emociones; todos hemos sentido la fuerza de ese vínculo perverso a la hora de decidir instalarnos dentro o fuera del grupo. Y el silencio en todos ha jugado (y juega) un papel importantísimo. Las palabras, dice Zafra, son un bien escaso de las viejas tribus.
Y cuando no hay palabras surge la violencia. Es la violencia la que nos mueve. Ella, que entorpece-entristece-derrumba todo lo que antes fue luz, que conquista el territorio más íntimo y lo llena de dolor y de odio, nos obliga también a salir adelante. La violencia pasa, deja huella-marca-estigma-tatuaje en el alma (que es material y duele). Pasa y nos obliga a la huida, a ver de nuevo esa imagen, a sobrexponernos para entenderla-aceptarla-asumirla, y nos empuja a pretender otra vida sin ella, sin nosotros antes de la hendija. Porque la fuerza de supervivencia nos vuelve crueles y egoístas, capaces de entender y disfrutar la vida aún después de la pérdida. Por eso seguimos, sin explicarnos cómo, pero irremediablemente hacia el futuro. Aunque en nuestra alma material se repita en loop la misma exacta pregunta:
Libros que sienten-piensan
Volver al pasado y modificarlo. Esa es la obsesión que muchos hemos sentido alguna vez: no haber dicho o hecho algo, o habernos quedado mudos, incapaces de obrar como hoy creemos que debimos hacerlo. Esa reiteración de la idea para cambiarla acaso es la misma que lleva a León a observar una y otra vez el vídeo, incapaz de creer que en esa muerte se le va toda la infancia.
León no sabe que la vida va en serio porque, como dice Gil de Biedma, lo descubrimos tarde. León ignora que cada minuto es un tiempo perdido-ganado-olvidado y por eso dedica horas y días a alimentar esa obsesión con la muerte. A lo mejor porque en la infancia hay más incomprensión que dilatación (aunque en la tribu nos quieran hacer creer lo contrario) y porque en ese tiempo las heridas duelen más porque nos obligan a la huida de ese terreno de confort. Esas heridas que son feas porque van más rápido y que nos obligan a preguntarnos hasta dónde seremos capaces de mirar sin morir.
«Los que miran», decía, es un libro sobre la pérdida y la violencia, pero es también una búsqueda sobre las razones que persiguen las comunidades para edificarse a costa al maltrato de los seres indefensos. Es un libro que cuesta asumir, porque aunque su lectura es rápida y exquisita, la forma en la que Remedios se acerca a la escritura es pasional y se caracteriza por dar nombres-poemas a todas las cosas.
Siempre lo digo y no me canso: no existe otra voz en la literatura que esté más llena de sensibilidad que la de Zafra. Debemos leerla mucho porque hay poesía y magia en sus palabras y porque detrás de su decir sencillo y cercano se encuentran razonamientos y preguntas profundas en torno a las cosas más imprescindibles de la existencia.
Zafra escribe desde la frontera mejor que muchos expatriados y construye un lenguaje híbrido único e imposible. Su valentía y su empeño por reconstruir más allá del lenguaje normalizado me obligan a recomendarla-releerla-adorarla-amarla, porque su escritura me parece imprescindible para estos tiempos (y todos los tiempos) que corren. ¡No dejen de leerla, por lo que más quieran!
¡Lean «Los que miran» y entiendan por qué el alma es material!
LOS QUE MIRAN
Remedios Zafra
Fórcola Ediciones, 2016
Colección «Ficciones»
ISBN: 978-84-16247-67-7
144 páginas
16,50 €
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