A los poetas les suele sobrevenir a menudo, o de vez en cuando, crisis, angustias, sentimientos que provocan algún malestar espiritual en su persona. No cuento ninguna novedad, ciertamente. Ya decía el inefable Miguel de Cervantes, en su gran libro «Don Quijote de la Mancha», lo siguiente: «… porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza».
Me viene a la mente la historia de la poetisa argentina Liliana Beatriz N’ Haus (1950-2002), que sufría, según un diagnóstico expedido en uno de los muchos sitios donde guardaba internación, de esquizofrenia paranoide crónica. Echada estaba su suerte, al parecer, con diagnóstico tan contundente, mas quiso la fortuna que corriendo el año 1992, luego de un tratamiento de doce meses con un terapeuta externo al sitio de reclusión donde se encontraba, se hiciera viable su ingreso al Instituto Bergman (Córdoba). ¿Por qué? Porque la denominación estigmatizadora de esquizofrenia paranoide crónica fue levantada considerando que se definió su cuadro psicológico como trastorno bipolar. Esto hizo posible que en Bergman ella iniciara un proceso de recuperación. Y fue así que la poesía, que estaba latente en ella, haya ido construyendo en su ánimo, en su psiquis, una nueva perspectiva del mundo y de los seres.
Una subjetividad distinta, muy distante, y ajena ya de aquella que la atormentaba y la llevaba a intentar a menudo suicidarse, empezó a operar en su organismo. Empezó a componer poemas. Su obra poética, escrita a partir del 2001 hasta el 2002, en que falleció víctima de un paro cardiaco, tuvo el poder de liberarla. A propósito, fue su hermano el proveedor de los libros que leía tan ávidamente. Su poesía poseía un tono de confesión, y era una suerte de análisis de la realidad que le tocó vivir a su familia, a la Argentina, al género humano y a ella.
Salvando las grandes diferencias, desde luego, quisiera detenerme a pensar en el gran poeta español Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura 1956, quien vivió una existencia marcada por frecuentes momentos depresivos y aislamientos. Cuando falleció su progenitor, se sintió acorralado por un cuadro depresivo agudo y se internó en un hospital mental francés (Burdeos), en 1901.
En 1957, el vate, sumido en la tristeza, la desesperanza, tras el fallecimiento de su esposa, cerró las puertas de su casa y de su existencia al mundo a esperar la muerte. Y ella llegó el 29 de mayo de 1958.
¿Cómo explicar esta conducta en alguien que escribió un canto a la ternura, a la vida, a través de uno de los libros más traducidos, o sea, “Platero y yo”? Ah…, los designios de la vida. Melancólico, lírico consumado, su obra poética sigue inspirando a miles de vates y lectores de todo el mundo.
El viaje definitivo
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón de aquel mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico.
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
Juan Ramón Jiménez
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