Matia cierra los ojos e imagina que está en su teatro de cartón, que puede atravesar las paredes y permanecer allí para sentirse a salvo. Esta imagen es muy recurrente en la narrativa de Ana María Matute, no sólo se halla presente en «Primera memoria». Y a ella he ido irremediablemente al leer «El cuerpo secreto» de Mariana Torres (Páginas de Espuma), porque es uno de esos libros que te permiten volver a otro espacio; uno de esos libros que desearías habitar. Hace unos días, Mariana me envió las respuestas a una entrevista que me ha dado muchísimo placer preparar. Sus afirmaciones son contundentes y, les aseguro, sus cuentos tienen mucho de eso también. ¡No dejen de leerla!
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P—La infancia como refugio de escritura parece un cliché, pero para muchos autores no hubo otro discurso en el que sentirse a salvo, me temo que para ti tampoco. ¿Qué es lo que te atrae tanto de ese universo?
R—Supongo que, en cierta parte, es una cuestión de perspectiva. Para trabajar cualquier tema es necesario verlo con algo de distancia, y la infancia es la época más alejada de todas, sobre la que ha transcurrido más tiempo. Volver o hablar de ella treinta años después es algo que prácticamente sale solo. Obviamente tengo más temáticas y otro tipo de mundos, pero en este libro en concreto los niños son un hecho central. Pero no creo que sea un libro que trate de la infancia, es un libro que utiliza la infancia para hablar del dolor, de la vida en sí misma, de los hechos irrevocables y sin explicación que nos conducen de un punto a otro, de la vida a la muerte.
P—¿Nunca serán suficientes los cuentos que existen sobre ese quiebre rotundo que se produce en nosotros al pasar de la infancia a la adultez? ¿Por qué necesitamos tanto indagar sobre esa pérdida?
R—Porque es la primera y, en muchos casos, no recordamos el hecho en sí que marcó ese paso. Todas las etapas de crecimiento y evolución son bellísimas, y claro que nos gusta leer sobre esas etapas, leer historias que estén hablando de eso. Es como revivir las propias, algunas de las propias, insisto, que ni recordamos cómo y cuándo fueron. Pero la emoción, el sabor, todo eso queda y es parecido. Por eso nos gusta leerlas. Y escribirlas, claro.
P—En “El otro lado” trabajas sobre la extrañeza de la madurez pero a mí me ha llevado a pensar en esa necesidad de reconstruirnos en la extranjería. Tengo entendido que has cambiado de país mínimo dos veces. ¿Cómo han sido para ti esas experiencias? ¿Cómo era tu otro lado?
R—Ese cuento tiene mucho de simbólico, viene de un sueño que tuve hace años, y está muy ligado a la imagen de portada, de Aron Wiesenfeld. Es una niña que juega, simplemente, y que tiene un accidente en uno de los juegos y se queda sin pies, así que empieza a jugar con las manos. Sí podríamos leerlo desde lo que comentas, sobre todo leído desde el rechazo al país de acogida. Yo tardé muchos años en aceptar los cambios de país (he vivido en Brasil, en Argentina y en España), ser de todos al mismo tiempo —lo que implica no ser de ninguno—, me ha llevado a vivir mucho tiempo en ese otro lado. Nunca estaba donde quería estar. Supongo que también de eso habla el cuento, y se puede llegar a leer así. Cosa que me alegra descubrir porque mi segundo libro de cuentos sí hablará de estas experiencias, del mestizaje, del no pertenecer a ningún lugar y al mismo tiempo ser de todos ellos.
P—En muchos cuentos presentas esa necesidad de regresar que tenemos los adultos a donde fuimos felices. ¿Qué intentas encontrar a través de la escritura en el pasado? ¿Por qué desearías volver a asomarte a esa frontera?
R—Creo sinceramente que no volver a ser un niño es una tragedia. Es algo que todos deberíamos saber hacer, y no tiene que ver con volver a la infancia, sino de, desde el momento adulto que vivimos, conectar con el niño que tenemos dentro. Ese niño crece, madura, se transforma. Pero sigue ahí, nadie mata a ese niño. Y bueno, si en su momento ese niño no hizo cosas que tenía que hacer porque era un niño, las tendrá que hacer el adulto en su lugar. Porque es en ese lugar donde nace la escritura, la pintura, el baile, la música. El último cuento del libro tiene muchísimo que ver con todo esto porque cuenta el regreso de un adulto a un punto muy concreto de su infancia, el único punto donde fue realmente feliz, que había tapado con miles de cosas para no recordarlo. Son momentos donde estamos muy vivos, para lo bueno y para lo malo, y también hacen daño. Pero es un equilibrio de fuerzas, hay que revivirlos, construirse con ellos.
P—“Al cruzar la línea del frío los pájaros golondrina comenzaba a escarcharse, se los cubrían los cuerpos de hielo inmediato y no era suficiente batir las alas para huir del invierno”. ¿Te ayuda la literatura a huir del invierno? ¿Qué es para ti el invierno?
R—Este cuento fue el último que escribí, de hecho lo incluí casi en galeradas, quitando otro que no acababa de convencerme. Es un cuento importante porque tiene que ver con la construcción y la corrección del libro en sí mismo, como si fuera un cuento escrito por el propio libro. Es muy breve, además. Y también viene de un sueño. En varios de los cuentos hay referencias al invierno, a la nieve, a la escarcha, al frío, a los pies descalzos. Pero también, aunque en menos cuentos, hay verano, plantas tropicales, mosquitos, selva, flores que se abren al otro lado del abismo. Todo son ciclos, y unas estaciones empujan a las otras. No creo que el invierno sea un lugar del que huir, solo hay que protegerse un poco y encender una chimenea. Esos pájaros del cuento por alguna razón salieron más tarde de lo previsto, y claro, el invierno les alcanzó por el camino.
P—La tristeza de “Los niños rotos”, ¿es acaso la incapacidad que tenemos algunos para amar y ser amados?
R—Ese cuento se titula así por un claro homenaje a Ana María Matute. Nació de la única cita que he puesto en todo el libro, un poema de Mirkka Rekola que habla de un niño callado, y de su corazón con piedra o hueso dentro. Y mi cuento habla de dos niños, el niño del corazón de piedra, que todo lo que toca lo destruye porque tiene una fuerza descomunal; y la niña delicada, que se rompe de mirarla. Pero aunque sean especiales, son niños, y no se acuerdan permanentemente de sus “súper poderes”. Así que hacen de niños, y pasa lo que pasa. También habla, como el cuento del niño árbol, de los padres, que tienen que apañarse para convivir con esos “súper héroes”, de sus miedos, de su torpeza, que no es nunca falta amor, es solo miedo y torpeza.
FOTO CABECERA: Ático 26 – Estudio de fotografía
Comentarios1
Que entrevista más bonita. No conocía a la autora, pero has hecho que me interese por ella ;). Un abrazo, Tes.
¡¡Bieeeenn!! Creo que te encantará. Incluso algunos de sus cuentos pueden ser apropiados para leer en clase. Un abrazo grande!
Anotada queda para leer sus cuentos el próximo curso. 😉
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