Casi bíblica, casi rotunda, esta frase es el mejor punto de partida para hablar del último libro de Clara Obligado, «La muerte juega a los dados», publicado por Páginas de Espuma. Y es que si la palabra no duele, no puede trasformarnos y, si no nos cambia, ¿para qué perder el tiempo?
Cuando un libro me sacude y me obliga a describir mi propio naufragio me resulta difícil dejarlo. Ese tipo de lecturas quedan condenadas (o me condenan, aún no lo tengo del todo claro) a la relectura eterna. Éste es uno de esos libros.
Nuestro encuentro fue tan extraordinario como lo fue su lectura; porque muchas cosas en la vida son movidas por hilos invisibles que no somos capaces de explicar. Que Clara Obligado haya pensado que yo podría comprender lo que escondían estas páginas fue un movimiento de los dados a mi favor. No sé qué la llevó a confiar en mi lectura pero estoy segura de que no pudo imaginarse lo mucho que esta obra podría cambiarme: la cantidad de cosas propias que encontré en ella, los grises fantasmas que se pusieron de pie a medida que se volvían más nítidas las historias de este libro. Y eso, se lo agradezco; porque sin revisión del daño no hay cauterización.
Acá les leo mis apuntes sobre este libro; sepan disculpar el lenguaje mestizo, pero la ocasión lo requiere (y yo me aprovecho).
Un libro que duele
Decía Kakfa que la literatura siempre es una expedición a la verdad y en cierta forma estoy de acuerdo. Comparto esta idea en cuanto a que lo que nos motiva a escribir es el deseo de conocer, de aprender, de desenterrar; sin embargo, por otro lado, creo que todos partimos (nos acercamos a la palabra) sabiendo que no hay una única verdad, que las evidencias tienen matices y admiten puntos de vistas diferentes. Por ende podría decirse que la literatura es más bien un viaje a la huella de esa verdad. Un trabajo que nos sirve para poner en palabras nuestro naufragio, dice Clara, y que nos evita errar por la vida sin tiempo ni lugar.
«La muerte juega a los dados» no es un libro de relatos, tampoco una novela; no es un libro para pasar un buen rato, más bien para internarse en lo más hondo de la miseria humana. Es una caja llena de historias que escuecen, incomodan y que nos llevan a revisar nuestras propias vivencias y a reflexionar en torno al peso de la herencia, y el lugar ineludible que ocupa la palabra a la hora de salvarnos.
La muerte de Héctor Lejárrega es el hilo conductor de estos relatos. Su figura de hombre acaudalado con tantas oportunidades por delante y que muere en extrañas circunstancias, implanta una sombra fantasmagórica sobre la existencia del resto de las criaturas que habitan este artefacto. Pese a todo hay sólo una persona que parece interesada en desvelar la verdad de aquella muerte, el detective O´Brien. El resto, habita en el misterio y evita en lo posible la mención siquiera de su nombre.
Cuando era niña cada verano viajaba con mi familia a «Manantiales», un campo que quedaba cerca de San Cayetano (al puro sur de la Provincia de Buenos Aires) y que tenía una enorme casona de estilo francés que había sido construida por mi bisabuelo para su esposa. (Según contaba la anécdota familiar, ella odiaba el campo y su pasión por la arquitectura francesa era lo único que podría haberla arrancado de las calles de Buenos Aires y aislarla durante todo el verano a 500 kilómetros de la gran ciudad). Y yo creía en esa historia y atesoraba esos instantes.
«Manantiales» era para mí un paraíso, como «Los naranjos», para la familia Lejárrega. En ese campo se abría una gran ventana a través de la cual observabas las generaciones familiares que, antes que vos, habían pisado ese suelo, utilizado ese comedor y disfrutado del aire playero del sur. Ahí te sentías observada por otros niños (tu padre entre ellos) que después se habían hecho grandes, y hacías fuerza por creer que a vos no iba a pasarte. Y al escribir esto pienso en Sonia jurando su fidelidad a la infancia (su extraña desaparición le permitió a ella cumplir esa promesa).
A lo largo de las historias que nos ofrece Obligado, podemos caminar por las vigas que sostienen la casa en la que durmieron tres generaciones de Lejárregas. Las casas familiares de veraneo ofrecen un exquisito material literario del que Obligado ha sabido aprovecharse. La fuerza de las casas familiares, donde los recuerdos de generación en generación se van mezclando, y donde ya no se entiende cuánto realmente ha ocurrido en esas paredes y cuánto nos lo hemos inventado, es un inmenso agujero negro por el que se cuela Clara y nos presenta a esta misteriosa familia.
Ficción y realidad: en la escritura y la lectura
Clara escribe como si recortara el tiempo. Dice que la creación de todo libro encierra una escritura ficticia (la historia que nos cuenta) y una, real (el tiempo de la redacción). En el acto de leer también se producen dos tipos de lecturas: la lectura ficticia (el encuentro de esa historia con nuestros recuerdos) y la real (la forma en la que se modifica nuestra percepción sobre ese trozo de nuestra memoria que es tocado por la historia). Y en este libro estas dos lecturas se vuelven absolutamente necesarias.
A través de un registro que parece demostrar las constantes dudas entre lo que recuerda y lo que se inventa, Clara reconstruye esta pirámide familiar e intenta no tanto explicar sus vidas, sino más bien explicar la vida de nosotros, los que quedamos, los que sobrevivimos a «Los Naranjos», los que podemos acercarnos a estos relatos y comprenderlos.
Difícilmente pueda leerse este libro sin conmocionarse con las experiencias de cada uno de los personajes que se dibujan en estas páginas.
Individuos extranjeros en su propia lengua, en su propia familia. Jóvenes arrancados de su patria a causa de la guerra que, perdiéndolo todo, tienen que volver a empezar, y se pierden. Familias devoradas por la ambición y el rencor. Grupos de hombres y mujeres solitarios y abrumadoramente tristes. En definitiva, vidas que por un golpe de buena o mala suerte se transforman rotundamente, se esconden en las historias que encontramos en «La muerte juega a los dados»; un libro cuya lectura resulta tan incómoda como necesaria. Y vuelvo al inicio, ¿qué sentido tendría la literatura si no nos transformara?
El sueño europeo
El 29 de octubre de 1927 «la reina del Atlántico Sur«, el Cap Arcona, hacía su viaje inaugural. El inmenso crucero comenzaba así doce años de intermitentes viajes conectando Europa con Latinoamérica. En uno de esos viajes Héctor Lejárrega y su esposa Leonora viajarían en él y disfrutarían de sus exquisitas comodidades.
Sus lujosas suites, los camarotes de estilo victoriano, sus jardines de invierno e incluso la pista de tenis le otorgaban una infraestructura que permitía el disfrute y la comodidad de sus viajeros. La mayoría de ellos eran latinoamericanos besados por la buena fortuna, con un interesante capital que les permitía costearse esa travesía a Europa para lucirse y, por supuesto, para narrar a su regreso lo hermosa que estaba París.
Y la clase acomodada porteña viajaba a las ciudades más importantes de Europa en el Cap Arcona, ignorando que unos veinte años más tarde ese exquisito navío sería bombardeado en la Bahía de Lübeck y que morirían en aquella tragedia 4500 judíos deportados por la SS.
De esa tragedia poco se sabe. Incertidumbre y tristeza es todo lo que nos quedó de aquel trágico 14 de abril de 1945. Ni alemanes, ni británicos, ni franceses quieren hablar de ello; tampoco la historia se detiene en este misterioso suceso. Clara, sin embargo, lo hace. Se acerca y observa por las cerraduras oxidadas de una puerta y se encuentra con Irina, una joven rusa que camina por los mismos corredores lujosos que pisaron los Lejárrega, ahora totalmente devastados, e imagina un futuro sobre la vida que ya no será. Y pienso en cuántas Irinas se habrá cobrado esa oscura época de la historia europea.
La vida de los vivos
La muerte de Héctor Lejárrega no importa; esto es lo que de alguna forma nos dice Clara al apenas rozar la solución de su asesinato (¿existe la posibilidad de resolver con certeza alguna muerte?), y también lo hace al hilvanar la historia de varias generaciones que se ven afectadas por la sombra de ese muerto, y sólo se detiene en las consecuencias que la tragedia provoca en la rutina de los vivos. Porque la muerte pasa y nos aplasta y sólo el que sabe esconder la cabeza puede sobrevivir, dice Clara.
Quiero detenerme en la vida de Sonia, un personaje enigmático sobre el cual Clara apenas nos ofrece desenlace pero que me ha impacto inmensamente. Sonia es una joven solitaria que se embadurna de la historia familiar, que se acerca a su abuela (odiada secretamente por todos los demás) y que intenta construir desde el naufragio.
Hay algo en ella que la condena de antemano; tiene una mirada que le permite comprender que detrás de la rigidez de su madre hay un alma asustada y por eso no deja de buscar sus abrazos. Esa presencia-ausencia de una madre que no sabe besarla la obliga a cobijarse en los mimos de la cocinera China, quien la lleva a pasear y le enseña que hay un mundo aguardando detrás de los confines de la familia y de la sociedad burguesa.
Esa impotencia de los primeros años, esa necesidad de afecto que se ve soslayada por la violencia doméstica y la incomprensión, la van convirtiendo en un eslabón ineludible del árbol familiar.
En lo personal, Sonia me ha llegado tan hondo que lo sentí como el personaje más atractivo y luminoso de todos; sobre todo porque lo que nos cuenta Clara acerca ella es más bien poco, pero se quedan flotando en el aire sus intensas emociones, su pasión por la lectura, su extraña desaparición, sus ansias de ver qué hay detrás de las familias, más allá de la puerta principal, donde habitan los sirvientes. (Pienso que Silvina Ocampo se habría sentido locamente identificada con este personaje)
Este libro reflexiona sobre el poder de los silencios familiares y el esmero de ciertas progenies por esconder la verdad, tapándola con exagerados buenos modales; es una capacidad que tienen los Lejárrega, dice Clara. Y yo la extiendo a la mayoría de las familias, esos espacios en los que se niega la realidad para imponer una visión utópica del núcleo perfecto, capaz de convencer a los que observan desde afuera.
Cuando somos niños nos sentimos a salvo en ese nido confortable y hermético; hasta que crecemos y descubrimos que las verdades absolutas no existen y tampoco las familias felices. Entonces, la única forma de sobrevivir es: continuar con ese ciclo de necedad o romper definitivamente. Y de esa ruptura nacen estas historias llenas de naufragios, algunos tan drásticos como el hundimiento del Cap Arcona o como la muerte de Héctor Lejárrega. Y también por esa hendija se escapa el silencio y la duda, gérmenes propicios para que muchos años más tarde, una descendiente de Héctor escriba este álbum familiar, creyéndose incapaz de contar toda la verdad por el inmenso dolor que provoca y por lo difícil que resulta asirla.
Este libro lleno de sangre, de herencias surcadas de cardenales, de cicatrices y, al mismo tiempo, de ironía, me ha resultado un viaje doloroso al pasado pero también un camino de ida hacia lo que la literatura puede obrar en nosotros: volviéndonos capaces de atravesar la muerte y seguir pese a todo, como lo hace la narradora de esta historia.
¡Haganme un favor! No dejen pasar mucho tiempo antes de darle una oportunidad a este maravilloso libro.
La muerte juega a los dados
Clara Obligado
Editorial Páginas de Espuma, 2015
ISBN: 978-84-8393-180-6
232 páginas
17 €
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