Cuando iba por la mitad de mi lectura de «Los sonidos del barro», ya sabía que quería conversar con Olalla Castro Hernández. Su voz en alto denunciando los maltratos y la indiferencia frente a la creación de las mujeres me conmovió y me hizo darme cuenta que estaba ante una poeta fuerte, valiente y decidida.
Aquí va la primera parte de un intercambio lumínico en el que la poeta granadina explica cuándo lo personal es político y nos permite intuir el germen de su creación poética, donde imagen y sonido tropiezan para construir materia del barro.
P—¿Hay que hundirse mucho en el barro para entender de qué material estamos hechos?
R—Sí, absolutamente. Frente a la poesía que sobrevuela la realidad y nos escribe/observa desde no sé qué altura y distancia, me interesa la poesía que hunde las manos en el barro y escribe desde lo pringoso, desde esa mancha que somos. La escritura que amo nace de la incomodidad (pienso en Pizarnik, en Dickinson, en Woolf, en Plath, en la literatura que parte de cierta sensación de extranjería, de cierto desencaje entre el yo y el mundo) y a la vez incomoda. El mundo es la mayor parte del tiempo perturbador e inhumano; su lógica se sustenta en atroces relaciones de explotación y opresión. Una poesía que pase por alto esa lógica sistémica que configura el mundo le está haciendo claramente el juego al poder. No me interesa la mirada que no quiere mancharse, sino la que bucea en el barro (aun a riesgo de no salir impune) tratando de decir su verdad terrible; la que sabe que la única belleza posible está en nombrar la resistencia.
P—Es éste un libro en el que trabajas un discurso feminista que va de lo íntimo a lo público. ¿Se puede construir literatura de género dejándose fuera el plano de la experiencia privada?
R—La pregunta es: ¿se puede escribir literatura dejando fuera el plano de la experiencia privada, lo relativo al yo o al cuerpo? Yo creo que no. Mucho menos, es obvio, en el caso de la escritura de mujer, por cómo hemos sido construidas por el patriarcado y por cómo se nos expulsó durante siglos de la esfera de lo público. Hace ya casi cincuenta años que Carol Hanisch escribió aquello de: “Lo personal es político”. Toda la lucha feminista durante décadas ha tenido muy claro que la política se hace desde la realidad material de cada cual, desde la experiencia, desde la corporeidad. Nuestros cuerpos son un campo de batalla y solo desde ellos podremos organizar nuestra resistencia.
P—Mujeres- y hombres-barro, ¿quiénes son?
R—Somos todas las personas que estamos hundidas, las que apenas podemos sacar la cabeza del fango, las que intentamos escapar a pesar de saber que ellos tienen los rifles, que un ruido de disparos acallará de pronto el jazz y acabaremos flotando en un lago granate y pegajoso, el de nuestra propia sangre. Las que, a pesar de saberlo, seguimos ensayando maneras de escapar de esta prisión-mundo en la que nos tienen confinadas.
P—¿Cuál es la semilla de tus poemas: la imagen o el sonido?
R—Pueden ser ambas cosas. A veces el germen de mis poemas es claramente una imagen que me lleva a una historia, incluso simplemente a una sensación o un estado de ánimo concretos; otras veces es el sonido, la música de un verso lo que arranca el poema. Parta de la imagen o del sonido, eso sí, el poema nace siempre de un estado físico muy concreto, una especie de concentración difícil de describir, que se deja sentir de una manera muy particular. Algo así como si mirases atentamente un espacio inmenso y muy negro sin pestañear hasta que se produce un fogonazo, un destello. Escribir es atrapar esa chispa.
P—¿Qué ha supuesto para ti no tanto escribir sino publicar un libro que parece tan íntimo, en el que escarbas sobre el dolor tan a fondo?
R—Escribí este libro después de haber dedicado varios años de mi vida a realizar una tesis doctoral en la que trabajé muchísimo con la esperanza de ganarme un lugar en la Universidad. Eso, obviamente, no ocurrió, y pasé mi primer año de doctora golpeándome contra los muros de una institución académica endogámica e injusta que no me ofrecía el más mínimo vericueto por el que colarme, mientras subsistía con trabajos de limpiadora y correctora que apenas me alcanzaban para vivir. Sentí que la maquinaria del poder literalmente me aplastaba. Así como mi anterior libro, La vida en los ramajes, era una llamada a la resistencia, a la lucha contra el poder, desde la esperanza de derrotarlo, desde la confianza en la posibilidad de la victoria, en esta ocasión la escritura partía de una sensación de absoluta derrota. Y, aunque mis personajes seguían intentando de un modo u otro zafarse, esta vez lo hacían desde la total desesperanza, sabiendo que las bestias que nos siguen el rastro acabarán por darnos caza, que algún día seremos su banquete.
P—En la parte “Música en las celdas” he entendido una doble lectura sobre la vida literal en la cárcel y por otro lado las limitaciones que nos impone la vida en sociedad (con los abusos de poder que en ambos casos existen). ¿Es acertada esta doble lectura? ¿Qué opinión tienes respecto al sistema carcelario y por qué te interesa ponerlo sobre el punto de mira en tu poesía?
R—Los espacio de reclusión en Los sonidos del barro (celdas, campos de concentración, cárceles…, pero también las casa de los amos en poemas como “El tictac de las agujas” o “Un alegre tilín de campanillas”) actúan efectivamente como metáforas del mundo, pues, como dice John Berger, no hay una imagen mejor para explicar el mundo contemporáneo que la de la prisión. La prisión o el campo de concentración son espacios de encierro en los que la dialéctica del poder se muestra con más crudeza que en cualquier otro contexto. Los prisioneros están absolutamente a expensas de sus carceleros, que custodian y dosifican su libertad, que son dueños incluso de sus cuerpos. Me interesaba indagar en el sadismo del poder, encarnado en esos guardias que disfrutan con sus juegos macabros, para los que la humillación y el miedo de los reclusos son divertidos pasatiempos. Frente a las risas estridentes de los gendarmes, el silencio de los presos y su invención de pequeños códigos comunes, de señales, de susurros que escapan a la férrea vigilancia a la que son sometidos, se convierten en auténticos gestos de resistencia.
P—“El tictac de las agujas” es un poema directo, quizá es aquel en el que empleas un lenguaje más claro, difícil de malinterpretar. ¿Cuántas genealogías sobre nosotras necesitaremos para salir todas a la calle?
R—Bueno, para ser justas, históricamente hemos salido a la calle en varios momentos indispensables; la conquista del derecho al voto y al trabajo, a ser consideradas como ciudadanas, es fruto de esas revueltas que ya protagonizamos. El error fue dejarnos cegar por esas pequeñas conquistas. El amo nos aflojó los grilletes, alargó un par de metros nuestras cadenas y nos dijo que ya éramos libres. Y muchas, efectivamente, creyeron que eso era ser libres. Parece que estamos despertando de nuevo, adquiriendo conciencia de todos los engaños que había detrás de esas “victorias”, de la letra pequeña que acompañaba a las concesiones que el sistema nos hizo. Lo difícil será no volver a caer en la trampa, no dejar otra vez que el sistema fagocite y absorba nuestra lucha, convirtiendo el feminismo en una moda superficial e inofensiva (como ha sucedido recientemente en la gala de los Goya, por poner un ejemplo).
Comentarios1
Hola Tes, pensar que la sociedad entera descansa, embalsamada, mientras los espiritus elegidos, batallan por sus justicieros derechos....
Excelentes preguntas le has hecho a esta valiente poetisa, que da lugar a que explique los distintos canales, a traves de los cuales, se ha movido buscando su inspiracion.-
Se torna, interesante, a medida que lo vas relatando, muchisimas gracias, por esta presentacion , te dejo un cariñoso saludo, .-
Muchísimas gracias por tus palabras, Ana María. Intuyo que la segunda parte, que publicaremos en unos días te gustará aún más. Personalmente he quedado prendada de la lucidez de Olalla, y aprovecho para recomendarte su libro "Los sonidos del barro" porque es una delicia. También va un cariñosísimo saludo para ti.
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