«Primeras personas», de Juan Cruz Ruiz —Editorial Alfaguara—

«Primeras personas», de Juan Cruz Ruiz —Editorial Alfaguara— es un libro precioso sobre la fuerza transformadora de la literatura y de la amistad.

La lectura es un acto de autoconocimiento. El intercambio social, también. La lectura es una actitud frente al futuro. La elección de la gente a la que nos aferramos, también. Cuando leemos podemos conseguir que todo nuestro mundo desaparezca. Cuando amamos, el mundo ese que conocíamos desaparece para siempre. Las personas con las que nos cruzamos, nos transforman. Cada vez que pensamos en ellas, que hacemos un repaso de esas relaciones, estamos hablando-pensando-descubriendo una parte de nosotros que igual no recordábamos. Estas son las ideas que sostienen la escritura de «Primeras personas», de Juan Cruz Ruiz —Editorial Alfaguara—. Encontramos aquí una descripción cercana, honesta y cariñosa de muchísima gente que ha influido para la formación del escritor, del editor y del hombre que escribe. Un libro sobre la importancia de volver a los pequeños gestos, en un mundo vertiginoso que nos empuja al precipicio.

La literatura, ese viaje permanente

La lectura nos transporta. Comenzamos este libro sentados junto a Juan Cruz en un sótano de El Médano,

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En ese paraíso tinerfeño, comienza a cobrar forma este libro que a simple vista se nos ofrece como un compendio de vidas de personajes famosos; vidas que el periodista construye con mimo y acierto, con el deseo de reconstruirse o de aprender a nombrar lo que ha quedado en él de todos ellos. Y él, que dice, tiene mucha dificultad para recoger los cristales rotos sin lastimarse, no lo duda: se adentra en la memoria, con el riesgo que eso supone, y reconstruye la historia de su vida, que es la historia de su relación con esos personajes ineludibles para la literatura y la cultura de nuestro siglo.

Sin embargo, «Primeras personas» es más que eso. Es un libro sobre la fuerza de la literatura, que consigue nombrar aquello que duele o que parece insuperable. Una reconstrucción acerca de la importancia de la palabra para describirnos y comprender el mundo y el movimiento que supone la lectura.

Avanzamos sobre un texto que es viaje a rincones diferentes. Las diversas «zonas», como las llama Juan, se van dibujando en la carretera: zona de correspondencia, de descanso, de poesía, de adioses. Podemos percibir los colores en los que se divide el transporte público en las ciudades. Tenemos así las zonas de colores más intensos donde la intimidad toma la palabra y la cercanía o el lazo de los recordados se estrecha, y también, el perímetro de la admiración por el trabajo de otros pero donde la mirada es más oblicua; como si el lazo nunca hubiera llegado a consolidarse del todo, pero sí hubiera sido lo suficientemente estable como para transformar la vida de quien recuerda.

Hay estaciones, vuelos, aeropuertos, plazas, bares, lugares comunes donde la palabra se convierte en vínculo e intenta abrazar lo extraordinario. Hay también anécdotas solitarias. Y hay una mirada sobre esa soledad que a veces se ve abrazada por una mirada, por los ojos de alguien que sin conocernos entiende lo que nos sucede o, incluso, sin entenderlo, nos cobija. Hay orfandad, como en toda la obra de Juan Cruz. Porque quizás sea ese el rasgo fundamental de su escritura, presente también en su periodismo, en sus preguntas y en la forma que pregunta. Y en este caso, podemos encontrarlo en el empeño de comprender la adultez de estas personas intentando rescatar lo que queda de niños y niñas en cada protagonista. El niño descalzo quiere saber y pregunta.

Y como Juan Cruz parece empecinado en demostrar la importancia del movimiento, en los últimos capítulos nos lleva a Madrid. Allí, en el corazón de esta ciudad que es también protagonista ocular de muchas de las anécdotas que aquí descubrimos, termina la composición de este libro. Aquí está el alma del libro: la literatura como viaje interior y exterior, la vida atravesada por las palabras, los gestos y el contacto humano. La vida, eso.

Un hombre que recuerda nos hace afortunados

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Y sin embargo, no hay torpeza en este libro, sino dulzura. Hay paz y un empeño por rescatar de la vida lo único que vale: el sol que deseábamos (y en el que creímos) en la infancia. Desde el principio, Juan nos aclara que lo que vamos a encontrarnos aquí es una mirada extendida sobre las voces y los ojos de los personajes que desfilan a través de la memoria. Nuestra memoria se nutre del intercambio y la sabiduría de los otros y por eso, cuando hablamos del pasado íntimo, estamos hablando sobre esas personas con las que lo compartimos. Asimismo, cuando narramos la vida de los otros también estamos hablando de nosotros, de cómo cambiamos cuando esas personas aparecieron en nuestro mundo. A partir de esta certeza se va desarrollando este delicioso libro, en el que cabe un grupo variopinto de escritores, editoras, lectores y personas que han colaborado con el desarrollo de la cultura en nuestro tiempo.

Quiero destacar ese entendimiento a primera vista con gente difícil, cascarrabias, como Doris Lessing, Susan Sontag, Amaya Elezcano; esa dulzura que aparece cuando recuerda a la Nena —Ana María Moix–, a Manuel Rivas, a Ángeles Mastretta; y esa forma tan íntima de observar y cuidar el recuerdo de personajes como Orhan Pamuk, John Berger o Ingmar Bergman. Y no quiero olvidarme del cariño, y de esos abrazos para muchos latinoamericanos, como Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Fernando Vallejo y Sergio Ramírez.

Entre las características fundamentales de este libro cabría destacar que Juan Cruz consigue enlazar los relatos de una forma amena y cercana. Es como si lo vieses sentado en el salón de tu casa y, mientras se toma un café, te fuese contando esos países en los que estuvo, esa gente maravillosa con la que se cruzó, esas voces que le entusiasmaron, y sin olvidarse de lo literario, de lo estético que deseamos encontrar en textos de este tipo. Así, nos habla de personas que aman, que sufren, que se sienten poca cosa, que se sienten inmensas, que se frustran y, sobre todo, que son mortales, tan humanos, tan de carne. En definitiva, nada que no sepamos, pero que desconocemos profundamente. Creo que es un relato interesante de lo que somos.

Es además un libro repleto de anécdotas, de momentos incómodos, y también de dolor. Porque la vida nos va rajando, nos va dejando solos, y eso él ya lo va sabiendo y también escribe sobre eso. O debería decir, contra. Leerlo es una buena forma de recordar que la mejor manera de continuar ilusionados frente a la crueldad es buscando a toda costa y con rabia la luz, el mar, las voces dormidas que quieren ocultarnos; es decir, impidiendo que el mundo con su vileza nos tapone ese solcito que hemos sabido encontrar con tanto esfuerzo. Eso parece perseguir también Juan Cruz, en un intento por reconstruirse en esas personas a las que quiso o respetó, quedándose en la luz de esas relaciones. Y esa chispa la encuentra (y la encontramos) en pequeños sucesos de la vida cotidiana, encuentros casuales, despistes con afán de destino y sensaciones nimias que quedan encendidas para siempre en su memoria y que le recuerdan quién es. Y todo ello iluminado por la gracia de la literatura.

La lectura-amistad que nos salva

La lectura tiene mucho de abrazo silencioso. Y son esas miradas las más rigurosas; aquellas de las que podemos fiarnos. Lo que nos salva generalmente es sencillo, de palabras cercanas, de corazón caliente. Eso recoge Juan Cruz en este libro, junto a esos autores amigos.

No hay porqués que relacionen lo que sucede y lo que se nos queda grabado, lo que nos duele y lo que nos salva; y sin embargo, esos instantes que un día fueron luz sabemos que lo serán siempre. Y si la lectura nos ilumina, ha cumplido su cometido.

Y digo esto porque a pesar de que en «Primeras personas» hay mucho de melancolía, Juan Cruz parece empecinarse en buscar con sus pupilas un porvenir que no termine cuando todo lo amado haya desaparecido. Así, su voz se apoya en la luz, en la fuerza sanadora de la literatura, en la fuerza cicatrizante de la amistad verdadera, del afecto cuando es sincero, de lo que vive en nosotros más allá de la materia. Como esos viajes instantáneos del recuerdo. Y nos deja también palabras que son las que yo hoy me tatuaría, como esta despedida a Emilio Lledó:

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Escribir para no olvidar(se)

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A este libro no hay que acercarse con fines académicos sino como quien se zambulle en la vida de un hombre y sus afectos, como si se rozara una ficción ajena queriendo hacerla propia. Aquí no hallamos los datos típicos que contienen las típicas biografías, sino recuerdos que han sido tallados sobre objetos, situaciones, palabras y caricias. Es el recuento de lo que la vida y el encuentro con ciertos personajes han provocado en el espíritu del autor. Un recuento de momentos felices, incómodos, inolvidables, que se construyen desde la memoria y no desde lo que se haya escrito sobre los protagonistas. La memoria como material ineludible para narrar la vida.

No es éste, entonces, un libro de semblanzas sino de búsqueda interior, como bien supo aclararlo Juan Cruz en la introducción. Encontramos a un hombre que revisa los pasos de la vida, su relación con la literatura, la forma en la que ésta ha sabido cambiarlo, y cómo ha ido transformando todo a su paso, y condicionando su mirada sobre el mundo. Un hombre, que se muestra perdido en un callejón sin salida con aliento a pasado donde una madre lee, inventa historias y le enseña a creer en la imaginación. Una madre que atraviesa todo el texto.

Tengo la sensación de que este libro ha sido escrito en homenaje a tres personas. A esa mujer-lectora-luz que fue su madre, a ese niño enfermizo que se sintió náufrago en su propia isla y a ese joven que decidió alejarse para formarse un futuro imprevisto más allá de los médanos. Tres personas que hacen posible su mirada y su pasión literaria.

Escribir para no olvidarme. Fue una frase que tuve durante muchos años junto a mi ordenador; no recuerdo quién lo dijo pero sé que me pareció la mejor forma de concretizar lo que implica este oficio para mí. Y creo que eso es lo que hace Juan en este libro magnífico. Escribe para no olvidarse de esas personas, pero también para recordar quién fue y quién pudo ser. Pero sobre todo, escribe para explicar por qué la literatura nos entusiasma tanto, por qué la escogimos –algunos entendimos que eso que se jodió tanto en la infancia no puede curarse, pero sí nombrarse–. Escribe porque la literatura es la única que puede decir lo que duele sin nombrarlo, limpiar lo que se ha manchado sin tocarlo, transformar nuestra infancia (para un siempre distinto) valiéndose del poder de la imaginación.

Es éste un buen libro de semblanzas, no sólo por el viaje de descubrir la parte íntima de ciertos personajes, sino porque nos recuerda que no vivimos ni nos hacemos solos y que todos los que pasan por nuestra vida dejan una marca que será decisiva en nosotros. La mirada de Juan Cruz se detiene en cristales rotos. En aquellas averías de las que todos estamos hechos. Su voz se acerca a aquello que las grandes obras no muestran pero que constituye la esencia de los autores y autoras que se pasean por este libro –el dolor, el miedo, la risa, el deseo– y con ello construye este lindo libro de semblanzas.


 
 
PRIMERAS PERSONAS
Juan Cruz Ruiz
Alfaguara
978-842-04-3741-5
324 páginas
Papel: 18,90 €
Digital: 8,99 €



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