Hace unas semanas me encontré con la imagen de María de Prado Herranz, una poeta que se ha vuelto popular al ganar de forma consecutiva diversos premios literarios. Esto no es lo que llamó mi atención (y la de todos) sino el hecho de que recién con 87 años se enfocara en la publicación de sus obras, escritas a lo largo de la vida. Quise saber más sobre ella y comencé a indagar en internet y me hice también con uno de sus libros «Estampas del camino».
Sinceramente: no estoy aquí para recomendarla sino más bien para reflexionar sobre lo que a María el mundo machista no le ha permitido ser. También sobre la forma silenciosa en que las convenciones y los roles se perpetúan y la revolución que este trampolín no provoca. Había decidido no escribir sobre María porque la verdad es que su poesía no me atrajo lo suficiente. Sin embargo, frases como «cumplidas sus labores de esposa y madre, María decidió dedicarse a la poesía», me llevaron a hacerlo; porque me asusta pensar que vivimos en un mundo donde los roles de género parecen tan inmutables. Allá vamos.
La poesía en tiempos de guerra
María de Prado Herranz nació en una familia castellana de clase humilde hace más de noventa años. Ya de muy pequeña manifestó un intenso deseo de aprender y de expresarse a través de las palabras. Sus primeros años de educación fueron muy fructíferos; debido a su excelente rendimiento, consiguió una beca para realizar el magisterio, y seguir aprendiendo. Y entonces, la guerra. El pueblo en el que vivían sucumbió bajo los bombardeos y la familia tuvo que huir hasta San Lorenzo del Escorial.
Y cuando parecía que la vida se iba a acomodar, el hambre. La situación era desalentadora y María tuvo que ponerse a trabajar para colaborar con la economía de su familia. Adiós al magisterio, a la beca, a la posibilidad de labrarse su propio destino. Más tarde, la vida misma. Más tarde, ser mujer en este mundo. ¿Qué otra cosa le deparaba la vida a esta joven que casarse y convertirse en madre? Y así lo hizo, asumiendo también que estas «tareas» no podían compaginarse con la escritura. En este punto cabe preguntarse ¿qué habría sido de ella si hubiera sido Mario? En ese mismo mundo, con esa exacta realidad, quizás también las presiones sociales le habrían llevado a casarse y tener hijos, aunque en su caso, una mujer habría hecho las tareas que le tocaron a María, y habría tenido la oportunidad (y sobre todo, la confianza) de escribir; incluso puede que hubiera podido publicar y que sus libros se hicieran conocidos, antes de llegar a los noventa años.
La suerte de María fue otra. La vida la fue llevando y encerrando en un hogar; sin duda sobreponerse a las presiones y las expectativas sociales en tiempos de guerra es dificilísimo. Y por otro lado, la soledad. Me refiero a la sensación de que eres la única que ve, que sueña… Con ese lúgubre pronóstico quizá cualquiera habría renunciado a sus deseos. María no lo hizo; no del todo: continúo plasmando sus emociones en poemas que iban a parar a un cajón. Se aferró a la escritura como escape, se olvidó de la escritura como mirada crítica sobre el mundo. Escribir no es para los que publican. No es para los acomodados que no han tenido que ganarse a pulso la aceptación. Escribir cuando por dentro te rompes, eso es lo que define a los grandes escritores. Y aunque no creo que María pueda ubicarse en este grupo (subjetivo, por cierto) me tiembla el pulso cuando pienso que durante ocho décadas mantuvo ese gesto de escribirse, de verse a través de su propia poesía.
Pero escribir es también oficio y al leer «Estampas del camino» no he encontrado eso. Escribir es un volcarse pero también un tacharse en las mismas palabras que pronunciamos. Un trabajo arduo que exige mucha dedicación y lectura. Durante los años duros de su vida, María escribió poesía, se refugió en ella para no aceptar que el mundo y la vida eran esto. Y eso es lo valioso de esta historia: hacer de la escritura un refugio. No obstante, me queda un sabor amargo al pensar en todo lo que le han quitado a esa niña con deseos de aprender. Los mismos que hoy argumentan que María cumplió primero sus obligaciones y después decidió dedicarse a la escritura (a perseguir sus sueños, dicen) son los que consiguieron que María aceptara que para una madre la escritura es un pasatiempos, que no puede haber rigor porque no hay tiempo. Por suerte, María no dejó la poesía, y por eso la poesía no la abandonó.
Lo que a María le arrebató el machismo
Dice María de Prado que uno puede lograrse lo que se propone. Se refiere a hacer realidad sus sueños. Lo dice con casi noventa años y la miramos con admiración por haber permanecido intacta al paso del tiempo; sin embargo, existe un doble mensaje de fondo que es importante observar: la posibilidad de hacer lo que quieres, una vez que has cumplido con el patriarcado. Las imágenes de mujeres mayores que salen del anonimato (pienso en Susan Boyle) la percibo más como una esperanza a medias, como la procastinación de los deseos en pos del cumplimiento de una serie de mandatos que no hemos escogido. Y no puedo sentirme más desolada de este mundo loco.
Hoy conocemos a María y en lugar de reflexionar sobre lo fuerte que es el hecho de vivir en un mundo donde a las mujeres convertirnos en lo que deseamos nos cuesta tanto, el foco se pone en la cursi frase de «siempre estás a tiempo de conseguir tus sueños». Pues, a mí me parece realmente grave que María no haya podido hacer el magisterio, que haya vivido tantos años escribiendo sin buscar formarse (y no hablo de formación académica, sino de la búsqueda del oficio propiamente dicho), que haya estado tan sola, que nadie en su entorno haya sido capaz de demostrarle que podía dedicarse a la escritura incluso siendo madre. Pero lo que me resulta más preocupante es que asumamos que lo que hizo era evidentemente necesario, porque antes que mujer independiente y realizada una tiene que ser madre y esposa, cuidadora, salvadora de vidas ajenas. Me parece terrible que vivamos en un mundo donde frases como ésta no nos hacen poner el grito en el cielo, rebelarnos contra las malditas convenciones que nos gobiernan:
Estoy convencida de que en el mundo de la literatura, más que en ningún otro, hacen falta personas (hombres y mujeres) con ganas de mojarse más; capaces de salirse de las normalidades impuestas y con ganas de luchar contra el uso de las palabras con soltura, que tanto daño y estancamiento causan en nuestra realidad. La poesía de María es verde, se deja en evidencia que no ha tenido el tiempo suficiente para crecer, que hay en ella una pulsión poética que no ha podido explorar lo suficiente. No sé si habría llegado a ser una buena poeta, lo que sí veo es que hay más mujeres de las que creemos encerradas en cocinas pulidísimas que dedican la siesta a plasmar sus ideas, que guardan en cajoncitos y nunca corrigen ni pulen.
Y es a ellas, y a las futuras mujeres con pasión de escritura, que les escribo. A esas mujeres me gustaría decirles que la idea de que la maternidad es irreconciliable con la profesionalidad es un cuento más de los muchos que nos han vendido desde que tenemos uso de razón. Que existen muchas autoras que son madres y que llevan adelante una carrera literaria; mujeres que han tenido la valentía de asumir la escritura como un oficio y cuya pasión las ha llevado a organizar el tiempo de cuidadoras al ritmo de su escritura.
Termino recomendado a algunas de esas muchas guerreras que hacen de la literatura un lugar mejor: María Teresa León, Mercé Rodoreda, Clara Obligado, Soledad Puertólas… hay muchas, miles, millones. No quiero olvidarme tampoco de mi adorada Cristina Consuegra. ¡Léanlas, por favor!
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