La mayor parte de mi vida viví rodeada de un clima de isla; clima tórrido en que se habla de frío frente a un pálido ensayo del invierno. En mi isla el clima es sinónimo de eterno verano; uno que entraña dos estaciones: la de la lluvia y la de la seca. El calor llega a ser tan sofocante que lo sofoca su propio suceder en el día, lenitivo ante ese impasse en que el calor alcanza el punto de condensación en la atmósfera a partir de las primeras horas de la tarde, entonces se originan capas nubosas más allá de las copas de los árboles, tapan el sol, se esparce una brisa fresca que más tarde acompañará un chubasco para mitigar el fuego de la tierra, aunque a partir de ese instante la bañe de un aroma que todavía no es el olor a hierba que pronostica lluvia, sino el aroma suave que seduce, invita a salir de las casas para ser aspirado a pulmón lleno en el momento supremo en que la naturaleza brinda cobijo de madre amorosa y donde quiera que se esté en la isla, se percibe un halo de delicia que luego de un lapso que no puede medirse en minutos o segundos, trasunta en aguacero y mitiga el vaho caliente de la atmósfera, la amansa por un período no muy largo que permite reponerse del bochorno y provoca meterse bajo el agua que acaricia con esa suavidad ingrediente de vida… lluvia que purifica, que limpia el hollín de los centrales azucareros en plena molienda, reguero de negrura sobre las sábanas blancas de las azoteas y los patios donde las reinas de casa dejaron medio pulmón para blanquear la noche y perfumarla.
En los meses de lluvia los aguaceros no se conforman con una cuota diaria, se suceden hasta convertirse en ese aguacero total que no permite salir de no llevarse consigo, a mostrarlo con orgullo, el estigma del isleño. Los isleños somos atrevidos, bulliciosos, parranderos, palabreros, maldicientes… Podemos hablar, hablar y hablar, de lo que sea, también del clima; inigualable a pesar del sudor que suele correr por todo el cuerpo y convertirse en una capa pegajosa que deja la etiqueta del pellejo pegada en todas partes. El sudor del hombre es siempre bien acogido por la madre tierra; ella lo recibe, mezcla, refina, almacena y deja reposar hasta que fermenta y es absorbido por el sol depositándolo en toneles de nubes que se encargan de acuñarlo como la mejor reserva y devolverlo a la atmósfera en forma de lluvia. Sé muy bien de lo que hablo; bebí en la lluvia el sudor de los negros africanos que tanto enriquece el gesto y la palabra; la danza y la cantata…, mezclado con el de los criollos bravos y el de los hombres comunes y corrientes. También entró en mi cuerpo, en mi sangre, llenó la vejiga para abonar el inodoro del apego y transformarse en semilla que reclama tierra colorada para florecer.
El clima de mi isla tiene también una seca terrible, los hombres se agrietan bajo el sol como pasas, o como esa misma tierra colorada; ennegrecen y mueren como estatuas de ébano, o como diablos curtidos que no tienen voz más que para renegar de haber nacido isleños. Los pájaros, como premoniciones, se lanzan al vacío sin jaulas a llorar y no hay un canto que anime a enderezar el alma frente a la tetera para exprimir el néctar negro brotado de unas semillas que pueden ser la salvación del día. Entonces no vale invocar a los orishas, a las deidades puras o a las metamorfoseadas por el sincretismo, y una mancha como de polvo se instala sobre las cabezas, sobre los ojos de todos los mortales, hasta que la propia fecha da la vuelta en cada uno de los relojes, en cada una de las clepsidras, se compadece de los hombres, de los cerdos que están en los chiqueros, de las gallinas y los gallos en sus corrales, de las vacas, de los gatos, de los perros y los devuelve a su estado natural. Todo esto y mucho más puedo contarles de mi isla, pero el clima de una isla nunca se conforma y sale a buscar demonios a otras latitudes, se revuelcan sus hembras de verano, sus machos de lluvias y de secas, con los regentes de las tempestades marinas y de los vientos oceánicos, revuelven el tiempo, acarrean temporales, ras de mares, ciclones; ángeles maléficos que no entienden lo que es la destrucción, o puede que sea el inocente isleño quien no ha descubierto los propósitos de los dioses. Así la providencia se aproxima y deja caer su sombra sobre los pastos secos hasta provocar de nuevo lluvia; una lluvia inconmensurable, con sed, con hambre de revolverlo todo y arrasar con el color de los sembrados y hasta con el de la propia gente. Por eso los isleños somos como las lechuzas, siempre con el ojo detrás de las cortinas, de las cerraduras, de las mamparas, de las claraboyas, de las mirillas, de los portones, de cada uno de los ojos de buey, para percibir y contrarrestar la cercanía del brazo del viento y la resaca del tiempo que llega desde afuera, desde el mar, desde ese padre riguroso y profundo a quien abrimos la entraña cada el año para sacarle los tesoros, y cada año su cópula con el viento deviene en un orgasmo terrible de mareas, que arrastra a los isleños en espasmos mortales para cobrarse la deuda.
Vayas donde vayas, te perseguirá el sudor de tu isla, como viento entrañable, como aguacero, como las olas que la bañan y no bastan. La isla se te mete dentro, echa raíz; la ves ante el espejo, al pasar frente a las vidrieras, de día o de noche, en las luces de neón y en los anuncios. El isleño también lleva el anuncio de su isla apuntalado en cada rincón del cuerpo. Si viste, si desviste; si habla, si calla; si ríe, si llora, el resto puede leer el anuncio aunque hable diferentes lenguas, ver esa raíz anclada en la memoria. La palabra isla no puede ni debe traducirse; se creó para ser sin adulteraciones. La hemos destilado de todo mineral y fraguado en la paciencia de la historia.
Ahora que el clima que me envuelve no es de isla, aunque mantiene algunas semejanzas, la humedad es asesino silencioso que decapita la respiración y densa el aire delante de las puertas.
María Eugenia Caseiro©
Septiembre 8-2007
Comentarios3
LO MEJOR DE ESTAR EN UNA ISLA ES DE Q TIENES DEMASIADO CERCA LA
NATURALEZA Y LA FRESCA BRISA DEL AGUA CERCA DE TÌ. EL DULCE AROMA DE LOS ARBOLES CERCA DE CADA PERSONA. LAS ISLAS ES LO MEJOR Q HAY POR SU CLIMA.
Es lo mejor ser y vivir en una isla los isleños somos alegres por naturaleza tenemos amor innato por la musica y sentimos como nadie QUE VIVAN LOS ISLEÑOS
Ma. Eugenia...registrando en Poemas del Alma, encontre este bello escrito sobre Cuba...bella isla...
Su nostalgia por la bella isla me hace recordar el poema al Niagara, del
poeta cubano Jose Ma. Heredia,donde en una de sus estrofas dice:
Mas, ..que en ti busca mi anhelante vista
con inquieto afanar..?....Por que no miro
alrededor de tu caverna inmensa
las palmas, !ay! las palmas deliciosas,
que en las llanuras de mi ardiente patria
nacen del sol a la sonrisa,y crecen,
y al soplo de la brisa del Oceano
bajo un cielo purisimo se mecen.?
Hay que estar bajo un palmar en la isla para saber lo que quiso decir
el poeta, sentir las palmas ondear al viento, como pregonando libertad.
Mas,...ay! que sucede en la bella isla?
En la patria tan triste y abatida
ya no hay musa que cante a sus montañas,
a sus flores, a sus arboles y rios,
a su bello amanecer...a sus sabanas.
Gracias, Ma. Eugenia, por sus bellos recuerdos, que son reales , su escrito ha venido a llenar la falta de musa que existe en la isla.
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