Vivir en una isla pequeña te aleja del mundo. En Gran Canaria, Madrid parece el extranjero. Y la única forma de llegar a él es a través de aviones o barcos que la mayoría de los isleños no pueden costearse. Para el resto de España, Gran Canaria es una isla semi-extranjera a la que ir de vacaciones en busca de buen clima. El resto del año, apenas cuenta. Para Gran Canaria, el resto de España es un país extranjero al que irán sus hijos a estudiar para después regresar y asentarse en esa patria insular de pocos kilómetros cuadrados.
En Gran Canaria hay aviones, hay barcos, hay teléfonos e Internet pero la vida es mucho más tranquila; es como si el tiempo avanzara con una lentitud inimaginable, como si las horas duraran el doble de lo que en cualquier parte de la península. Vivir en una isla pequeña te aleja del mundo, pero explorar los terrenos literarios de los escritores isleños es sin duda una preciosa forma de acercarte a la humanidad.
En su escritura se pueden encontrar horizontes más marcados que los de la literatura peninsular, rasgos muy autóctonos de escritura. Los autores isleños parecen no haberse contaminado con las tendencias copypaste de la literatura masificada.
El mar como objeto de obsesión
Sean de donde sean los autores isleños están obsesionados con el mar. Como si él fuera el responsable de todas sus penurias, de sus goces y de sus expectativas. Y, en cierta forma así es.
Es el mar el que permite que los niños que viven en una isla disfruten de la playa como ningún otro: en la paz de un pueblo escondido en una gran isla, con playas posiblemente poco atractivas para el turismo, pero que en la infancia juegan un papel fundamental, casi hipnótico.
También es el mar el mejor lugar al que llevar a una pareja para hacer cosas de personas que se quieren, y también que se odian, (discutir mirando el mar tiene otro matiz). Pero seguramente, y ahí reside el peso que esta inmensa mole de agua tiene sobre los autores insulares, el mar simboliza todo lo que ajeno, esas tierras que no pueden tocarse, esas miradas, esas ciudades que no pueden abrazarse, y en todas ellas, las expectativas de volar.
Todos deseamos volar a alguna parte. Y aquello que nos lo impida (en este caso la barrera líquida) se convertirá en una obsesión. Y, si nos dedicamos a escribir, esta fijación se convertirá en el objeto y el motor de la escritura.
Mirada hacia dentro
La escritura insular es un espejo fabuloso de una cultura en la que la historia (la herencia) juega un papel fundamental; esa historia que parece que no avanza, como las horas. Los autores isleños parecen comprometidos con su gente, con sus costumbres. Y ¿cómo culparlos? Si su pequeña patria no cuenta afuera, ¿cómo no aferrarse a ella e intentar salvarla de esa mala reputación, de esa indiferencia?
Es una escritura húmeda a la vez que solitaria que parece gritar por un poco de atención. Y a veces, lo consigue; pero no porque la península se acerque al contorno reducido de tierra insular sino porque algunos autores paridos en ese perímetro insular se atreven a levar anclas (no existe nadie más valiente que un isleño atreviéndose a volar del nido).
La literatura debe zarpar para conquistar otros horizontes, en parte ese es su objetivo desde que existe. Y siempre la forma en la que nos acercamos a la escritura insular está conectada con ese deseo de abrazar nuevas realidades. Porque nos atrevemos a dejar la estabilidad de la península para vivir en una isla o porque algunos autores valientes han abandonado su casa para ser la voz de su tierra en otra parte. En ambos casos se da un cruce de fronteras y creo que esta es la única forma posible de encarar la lectura y la escritura. Aquello que no se nutre de otras realidades se estanca.
La soledad, esa llama que arrasa
La soledad no se experimenta demasiado, hasta que vivís en una isla. Te sientes solo cuando ves que las comunicaciones (al día de hoy esto ya es normal) son corrientes pero cuestan más dinero que de un punto a otro de la península. Te sientes solo cuando intentas comprar algo y lees que «los envíos son sólo dentro de la península». Pero, sobre todo, te sientes solo cuando descubres que todos los autores que «importan» o «cuentan» en la realidad literaria se encuentran fuera y que los buenos autores de la isla, ya han emigrado a la península.
Cuando era niña mi padre se quejaba cuando buenos profesionales del país emigraban al extranjero (entonces no imaginaba que habría una desertora en su propia casa) y me enseñó a ver este hecho como algo triste y negativo. Hoy entiendo que la vida sin vuelo no puede llamarse así, en tales casos debería escribirse con «b», la misma que construye el sonido hueco de a-ban-do-nar-se. Y en la escritura esto adquiere una magnitud todavía más importante; la escritura isleña es auténtica pero mientras se quede encerrada en los cerros y las costas de la patria insular nadie podrá entenderla como tal.
Salir no es rendirse ante el sistema —no hay más que leer a Juan Cruz Ruiz (Ojalá octubre es uno de los mejores ejemplos de buena literatura insular) o a Abilio Estévez (un poético narrador cubano que reside desde hace varios años en Barcelona)—, sino salirse de lo conocido, de la comodidad de la playa para enfrentarse a un mundo hostil donde la propia literatura parece extraña pero puede ofrecer un aire renovador y limpio.
La literatura tiene la obligación de atravesar fronteras
Escribir desde el mar, mirando el mar y de espaldas al mar es construir castillos más allá de la frontera. Quien mira hacia fuera, sabe que hay algo que puede alcanzar a través de la palabra, quien se para de espaldas a ese afuera y mira hacia dentro puede encontrarse con un paraíso de letras únicas, imposibles de hallarse en la escritura peninsular.
La soledad, las penurias, el gozo, la felicidad, la compañía adquieren una magnitud particular, casi extrema, en la vida insular, y esto se ve claramente reflejado en la escritura.
Si pudiéramos establecer un paralelismo entre esta experiencia y la forma en la que construimos la escritura podríamos decir que todos partimos de una escritura impulsiva (la isla), más aferrada a las experiencias de la infancia, que fluye de una forma casi inconsciente. Y llegamos a un lugar en el que cada coma importa, en el que no se nos puede escapar nada y que construimos siguiendo ese impulso pero aprendiendo a saber decir NO y SÍ con la cabeza y no tanto con la salud emocional (la península).
Escribir en una isla para cruzar el océano y unirnos (siempre es nutrirnos) a los autores que ya viven en la península. Construir una escritura que parta de las pulsiones más irreversibles para alcanzar una expresividad cuidada que persiga la belleza, ese debería ser el objetivo de todo escritor, sea cual sea su lugar de nacimiento.
Comentarios1
Bueno,es el caso de Benito peréz Galdós que nació las islas pero, al final donde consigió el éxito fué en la península, murió finalmente en Madrid.
También hay autores que se han refugiado en las islas para un mayor recogimiento y, poder escribir.
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