Dice Juan Ramón Jiménez en su autobiografía «Vida: días de mi vida» que escribir sobre él y sobre su poesía lejos de ser un acto de narcisismo y pedantería es un intento de ofrecer una visión sobre la poesía de su tiempo: una mirada al filo de la noche que atravesó no sólo su poesía sino la de sus contemporáneos. Y al zambullirnos en ese libro coincidimos con él.
Al leer a Belén Gopegui también nos ocurre eso: hay en su narrativa una visión tan comunitaria, tan asombrosamente colectiva que es imposible pensar en esos personajes sin verlos a nuestro alrededor, porque ellos hablan sobre lo que nos ocurre a todos. Hace no mucho, Gopegui estuvo en Málaga en el ciclo «Un café cargado de lecturas» que organiza la feliz unión entre Aula Sur y el Centro cultural Generación del 27, tenía muchas ganas de encontrarme con sus ojos: nada dice más de un autor que su mirada. Cuando escriben pueden mentirnos pero si nos miramos en sus ojos podremos saber hasta dónde nos han engañado. Belén no miente. Hay en su mirada una certeza de que escribir es salvarse del naufragio y parece tranquila con lo que ha hecho, con lo que hace.
Aproveché para preguntarle algo que me asombró muchísimo desde que empecé a leerla: su capacidad para dar vida a entidades colectivas. ¿Por qué una asamblea puede ser narrador, cómo y bajo qué provecho literario? Dice que todos los narradores son ficticios, que siempre estamos poniendo vida y palabra en un ser que no existe (aunque sea una criatura extraída de lo real) y en determinado momento pensó que si todo narrador era ficticio, por qué no podía narrar un colectivo que vive, siente, convive con la realidad. Su respuesta hizo, como si hiciera falta, que admirara más su trabajo y su forma de pensar.
Lo colectivo en la obra de Gopegui
La certeza de esta sentencia podría reunir en sí misma la escritura de Gopegui donde ficción y realidad se dan la mano de una forma entrañable y lo que a simple vista puede parecer una locura se convierte en una realidad irrefutable, del mismo modo que aquello que vemos como normal deja ver sus aristas miserables y nos demuestra que lo más cotidiano puede resultar una irreverente locura.
«Lo real» es una novela que se centra en la búsqueda de la felicidad. Por banal que resulte esta afirmación creo que en toda la obra de Gopegui sus personajes persiguen ese estado de satisfacción, y en ese viaje caen, se retuercen, se estrellan contra una realidad sórdida y anodina que parece poder prescindir perfectamente de ellos. En «Lo real» nos encontramos con un joven que intenta cumplir el sueño de su padre, la venganza silenciosa contra los que lo dejaron caer, contra una sociedad que se sostiene gracias a un fantasma que va consumiéndola día tras día. Y la forma en la que la autora nos va contando esta historia hace que nos reconozcamos en ella, como si estuviésemos frente a la evidencia de nuestra imagen en el espejo.
El coro es una entidad colectiva que se hace con la voz narrativa y que se introduce en la historia, a modo de cántico o salmo. Con una gran elocuencia y un tono poético y musical, Gopegui da al coro el protagonismo fundamental en esta historia. Es el que nos ayuda a reflexionar y a pasearnos de la realidad a la ficción, de la materia a la abstracción, de la novela a la vida, como si todo fuera lo mismo, como si no existieran los límites para el razonamiento pero tampoco para la locura. Y lo hace de una forma absolutamente fresca y natural, como si no hubiera un corte. Al igual que ocurre en otras obras de Gopegui, la voz colectiva es contundente y parece atravesar la historia con explicaciones y dudas que ponen en tela de juicio la forma de trabajar de los personajes pero no así la estructura del libro.
Sociedades que procrean individuos que marean
La pérdida, la frustración de una realidad que no fue, la sensación de estar perdido en el mundo, son algunos de los síntomas de sus personajes, que la autora sabe trabajar con destreza, hasta dejarlos absolutamente desnudos: reflejo de una sociedad domesticada que se ha ido acomodando en la vejez prematura. La falta de compromiso con ellos mismos y con el entorno es una de las enfermedades que intentan sanar los personajes, los fantasmas contra los que luchan con uñas y dientes. Y a eso apunta su narrativa: a devolver la vida a esos cuerpos silentes que se han dejado aturdir por una realidad irracional.
El padre de Edmundo Gómez Risco cae cuando queda al descubierto como uno de los responsables del escándalo de Matesa, tan sonado en España. Esta experiencia marca rotundamente a su hijo que se hace la promesa de que jamás lo ocurrirá lo mismo que a su padre, y que, aunque no haya nacido en la clase poderosa pondrá de su parte para que jamás puedan pisotearle como han hecho con su progenitor. Así se promete a sí mismo que “no será señor pero tampoco será criado”. En esa promesa hay un rechazo a la realidad económica que gobierna el mundo pero también el deseo de no vivir para satisfacer las expectativas de otras personas. Y es esta promesa la que lo lleva a vivir de una forma auténtica, escondiéndose de los otros, gestándose su propio camino, mitad invento mitad trabajo, mitad mentira mitad verdad.
Irene Arce conoce a Edmundo, descubre por lo que ha pasado y se obsesiona con esa historia: en un intento, quizá de sanar sus propias humillaciones, de tapar sus errores de volver a soñar con que otro mundo es posible. Y es a través de Arce que conocemos el verdadero dolor de Edmundo, sus miedos, sus fracasos y en él los de toda una sociedad que vive latente. Conocer a Edmundo le cambia a Arce la perspectiva, siendo una realizadora de televisión en cadencia, la historia de este hombre la ayuda a satisfacer sus propias ansias de venganza, de frustración frente a una sociedad hostil.
«Lo real» es una obra que parece una contundente prueba de lo que Gopegui es capaz de ofrecernos, y una excelente primera entrada para caer de lleno en «El comité de la noche». Lean a Gopegui como quien intenta entrar en un terreno conocido con la mirada de los otros y déjense sorprender por su estilo sencillo lleno de matices poéticos y sus elocuentes reflexiones.
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