Entonces ocurre que la vida transcurre y las cosas no están bien. No nos sentimos como se sienten muchas mujeres a quienes admiramos, quizás, secretamente. Hubiéramos deseado exhalar un aire de paz, pero nuestra condición de personas inquietas, nerviosas y apresuradas, no nos permite esa libertad, esa ejecución gloriosa de los pulmones.
En el fondo, somos prisioneras de nosotras mismas. Claro que todo ser humano vive en prisión, en mayor o menor grado.
Nos lastimamos, hundiendo los garfios de nuestros nervios a flor de piel, en nuestro corazón que se desvive por no sé qué cosa, presa de la anarquía de los sentimientos y de las vertiginosas fabulaciones.
Nunca pudo salirnos con natural frescura aquel abrazo con que recogíamos a nuestro hijo de entre las sábanas recién lavadas para llevarlo al patio, sombreado por el árbol de guayabo.
No pudimos entrar dentro de la piel de su sufrimiento cuando la respiración dificultosa volvía morados sus pequeños dedos, aunque un empujón desesperado nos hacía volver los ojos hacia Dios para interrogarlo con amargura e impaciencia.
Claro que sufríamos. Y cuanto más sufríamos más distantes estábamos ante la vista de los demás, que nos juzgaban desde su ignorancia.
Queríamos ser buenas y hacendosas y sabias como aquellas mozas de actos heroicos que conocían el tiempo exacto del hervor del té de manzanilla para el dolor de vientre del lloroso querubín.
Y pasó el tiempo.
Y llegaron los otoños y todas las estaciones de la vida se nos juntaron en las pupilas.
Y nos sentíamos vacías.
Y ninguna mujer nos parecía tan triste como nosotras, que nos envolvíamos la cabeza con un manto de niebla para salir a la calle.
Entonces algo, un toque de gracia, un último favor de Dios o de Jesucristo, nos iluminó la conciencia.
Y entendimos lo que al ser humano le puede llevar toda la vida entender si no vuelve la mirada hacia su hijo.
Y supimos que la naturaleza no debe ser contrariada porque ella es, en sí misma, la ley.
Y comprendimos, con sollozos de alegría, de rosas de la calle recién recuperadas de las manos extrañas, que el amor es el único y verdadero camino.
Se equivocaron los sabios.
Las madres siempre tuvieron razón: Lo primero es el hijo.
Y volvimos los ojos hacia nuestro pequeño, y lo amamos con una ternura que nos pareció un milagro de última hora pues a través de él encontramos el sentido, el hilo de la existencia.
«Ah…, cuánta locura cometida por nuestro desaliñado impulso», nos dijimos silenciosamente.
El árbol mustio volvió a florecer a pesar de nuestro antiguo sometimiento a nuestro destino de piedra.
Entendimos la intención de nuestros pasos. No pudimos ser más felices pues la inteligencia nos decía que habíamos hallado la perla que cada individuo ha venido a buscar y encontrar en la Tierra. Y empezamos a oler a recién nacidas. Porque nacimos de vuelta gracias al amor que empezamos a tener para con nuestro hijo. ¡Qué importa ya que hayamos tirado tanto tiempo de nuestra vida por la ventana abierta!
Comentarios3
MUY BUENO, Delfina. Como todo lo suyo.
Buen día y un abrazo.
Pruden
Sólo intento ser sincera. Quien no escribe con el corazón, escribe en el agua.
Un abrazo, Pruden.
Delfina
Delfina:
Me ha gustado mucho lo que escribiste, posiblemente por que tambien soy madre y aunque no sufri como la persona que descibes, estoy de acuerdo, el amor es lo único que salva nuestras vidas y el amor al hijo o hijos es el mejor...
Un abrazo
Cecilia
Gracias Ceciroh: Ser madre es un acto de amor.
Que tengas días llenos amor y salud.
Delfina
excelente artículo, ser madre es amar como el Criador,buenos dias, paz salud y amor,saludos
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