De niño mimado a adulto irreverente, aterrizando en una adolescencia conflictiva de niño con complejos de belleza, que lo llevaron a descubrir sus inmensos dotes intelectuales, indispensables para gustar al mundo como lo hizo. Podríamos resumir así, muy escuetamente, la vida de Jean Paul Sartre.
Si hilamos todavía más fino llegamos a descubrir a un filósofo que supo combinar como tantos otros su pasión literaria con el alcohol, y que hizo de la contradicción su propio sendero luminoso. Sobre su estrecha relación con la bebida escribo hoy, en este ciclo por el que han pasado otras criaturas fascinantes, como Bukowksi, Dostoyevski y Carver.
Infancia burguesa
Si bien Olivia Laing en su libro «El viaje a Echo Spring» explica que entre autores alcoholizados existe un común denominador que es una infancia infeliz; no siempre es fácil discernir en qué experiencias la infelicidad se materializa. En el caso de Jean Paul Sartre cualquiera diría que fue un niño feliz, mimado, a quien no se le negó nada; sin embargo, pasó toda su vida cubierto de una nube de tristeza que se plasmó en sus escritos a veces de forma directa.
Podría residir en esa infancia de niño genio pero solitario la razón de su alcoholismo, como lo fue en otros creadores de pasados desastrosos, como Shirley Jackson. Por otro lado, las presiones de la vida diaria (de la responsabilidad pública) lo llevaron a depender cada vez más del alcohol y las drogas, para mantener un ritmo de vida que no iba con su personalidad taciturna.
Beber para huir de la infelicidad. Dice Olivia que la bebida terminó siendo una compañía, cuando la vida fue un desierto de caricias. En este punto cabe hacerse la pregunta, a propósito del rebuscado francés, acerca de qué es lo que define la tristeza o la forma en la que enfrentamos esas experiencias traumáticas de la infancia. A esta altura de la filosofía, incluso o a pesar de Sartre, sabemos que la felicidad es un bien inasible y casi inclasificable, tal vez por eso, por muchos mimos y atención que haya recibido, la muerte tempranísima de su padre (cuando Sartre tenía poco más de un año) dejó en él un hueco hondísimo imposible de llenar con palabras y experiencias. Y es posiblemente en esa herida donde estuvo escarbando a lo largo de toda su vida, yendo de una idea vital a otra, y terminando solo, como al principio.
Alcohol y mescalina
La vida de Sartre vida estuvo regada de alcohol, droga, sexo y contradicciones. En lo que respecta a su pensamiento, pasó por muchas etapas, comenzando por un existencialismo y terminando en una filosofía maoísta, y estos cambios bruscos de humor, amor y pensamiento le jugarían muy en contra, arrebatándole incluso a aquellas criaturas que decían adorarlo. Así de contradictoria y ambivalente fue su existencia.
Durante más de veinte años Jean Paul Sartre combinó el café con las anfetaminas y las acompañó de altas dosis de pensamiento y escritura. Coridrina era el nombre de su droga favorita, una especie de estimulante que lleva aspirina y que fue absolutamente popular en Europa durante los años 70. De hecho, aunque en la caja ponía explícitamente que no debían tomarse más de dos comprimidos diarios, Sartre los consumía de 5 en 5, y llegaba a meterse hasta 20 en un sólo día. Más tarde llegaría la mescalina, un alucinógeno muy potente a cuyo consumo se entregó con casi la misma firmeza que puso en la escritura. En esa época comenzó a convivir con una serie de crustáceos con los que charlaba y a los que hacía parte de su trabajo; fue entonces cuando escribió «La nausea», y al releerla podemos comprender los efectos contundentes que esta adicción tuvo sobre su creatividad, a la vez que descubrir una mente brillante, lúcida, con un planteamiento certero de lo que la existencia es (y no).
¿Cómo sostener una vida tan extravagante y contradictoria sin un aliciente como el que provee el alcohol? Posiblemente para Sartre no era posible, por eso, aunque sobre el final de su vida los médicos le hubieran recomendado de todas las formas posibles dejar el alcohol, el filósofo tiraba de los pocos amigos que le quedaban para esconder por la casa botellas de whisky, para poder degustarlas y volver a sentir esa fiebre de los buenos años.
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