Silvana Vogt: «Preferiría vender tomates porque la contaminación con el mundo literario ajeno sería mínima»

Silvana Vogt es un nombre indivisible del concepto de perro salchicha. Muchas de sus imágenes en las redes tienen a la brava Valentina de protagonista y no es raro que en sus mensajes te envíe comparaciones como «largo como varios perros salchicha atados» y cosas así. Quizá su intuición y amor por estos pequeñajos es la que le ha ayudado a enfrentar la escritura de una novela como «La mecánica del agua» (Entre Ambos), donde la extranjería es el tema principal pero que se encuentra atravesada por asuntos de índole identitaria y, cómo no, por el desamor, la soledad y las vivencias que nos dejan a medio camino entre la luz y el desconsuelo. Una novela escrita desde una sensibilidad insólita, que ya te hemos recomendado en Poemas del Alma y en torno a la cual he conversado con Silvana. Aquí va la primera parte de ese diálogo.

Foto: El Periódico.


 
P—¿Es doloroso escribir sobre la extranjería desde la posición de alguien que ya sabe que no va a volver?

R—Escribir es doloroso. A secas. Del tema que sea y desde donde fuera. Para mí la escritura nunca es un bálsamo, siempre es una tempestad en la cual elijo meterme. Pero una tempestad, al fin y al cabo. El ser extranjero, el estar lejos, el saber que uno no va a volver, es lo que me permite escribir. En Argentina la vida me pasa por encima, no soy capaz de ponerla en palabras; Europa es el lugar desde donde la vida se piensa. El tedio que permite la fabulación.

P—Hay mucho sentimiento de rabia en la relación de Vera con Argentina. ¿Te identificás con esa sensación?

R—Sí, yo quería que la novela reflejara un tipo de destierro del que creo que no se escribe casi nunca: el de la gente que se va de un país por voluntad propia. La gente que renuncia a seguir viviendo en una sociedad que funciona con unas reglas con las que uno no quiere seguir funcionando. La gente que dice: basta, no soy capaz de condenarme a esta cultura. Y quería, además, plantear ese tema en una lengua y en una tradición literaria como la catalana que es, justamente, el polo opuesto. Gente que ama con una convicción indestructible su país, su lengua, sus tradiciones, sus costumbres, sus formas. Estoy hablando de la sociedad catalana que hoy está en la calle manifestándose por la sentencia a los presos políticos, no tanto de la parte de Cataluña que se siente cómoda dentro del estado español. Me interesaba muchísimo la mirada del otro en ese sentido. De un otro con una vocación nacional fuertísima, delante de la confesión de alguien que no es capaz de hacer ningún sacrificio por su país de nacimiento y elige renunciar a la nacionalidad. Desenraizarse por rabia y caer en un lugar en que la gente vive enraizada.

P—Quiero preguntarte sobre tu experiencia como librera en esa librería hermosa que es “Cal Llibreter”. ¿Cómo y cuándo surgió este proyecto? Y, por cierto, ¿por qué se llama así?

R—El nombre, que en argentino significa Lo del librero, supongo que debe ser Casa del librero, en español, lo elegimos porque en el pueblo hay varios negocios de toda la vida que se llaman así: Casa de… Así que enseguida decidimos formar parte de esa tradición. Además, un crítico literario amigo, cuando le contamos el proyecto, nos dijo: la literatura se aprende en la casa del maestro, la casa del bibliotecario y la casa del librero. Y esa es la frase que llevan impresas las bolsas de la librería. El proyecto surgió porque en el pueblo no había una librería literaria, había una papelería con algunos libros. Así que un día dijimos: intentemos darle al pueblo lo que nos falta a nosotros. Y así nació Cal Llibreter. De todas maneras, la librería es el peor enemigo de la escritura. Yo, si pudiera, la dejaría sin ningún problema. No soy una librera enamorada del oficio, todo lo contrario. Veo, muchas veces, la militancia y la importancia que se dan algunos colegas y me da risa y envidia. Yo no tengo esa vocación que hace que algunos libreros se consideren casi mesías. Preferiría vender tomates porque la contaminación con el mundo literario ajeno sería mínima. La librería es una invasión continua a mi trinchera.

P—¿Cuáles son los libros que te gusta tener en tu librería?

R—Tengo los libros que conozco, los que sé recomendar, los que considero que vale la pena que ocupen un lugar en las mesas o los estantes, y los que querría leer. Elijo uno a uno cada título que entra a la librería. No tengo servicio de novedades automático, yo soy el filtro entre los lectores y las inasumibles cantidades de títulos que se publican. Cuido a las editoriales chicas que trabajan bien, (aunque en todas publican sapos) por sobre las grandes que trabajan de manera más comercial. Y tengo algunos pocos libros que yo no leeré nunca pero que sé que la gente (ocho lectores, como mucho) pedirá. Digamos que el noventa por ciento de Cal Llibreter son libros que vendo con alegría y el diez por ciento, o menos, son libros de supermercado.

P—¿Me recomendás alguna autora catalana de esta generación?

R—Cristina García Molina. Tiene un libro de cuentos: «Silenci a taula», ed. Viena, que está muy por encima de la media de lo que se publica y se promociona. La lengua, la inteligencia, el fondo, los referentes, la exactitud de las palabras, la musicalidad de las frases, la potencia intelectual. Lo tiene todo. Ahora cuesta mucho encontrar escritores interesantes. Hay gente que vende mucho, pero cuyos libros no solo no dejan nada sino que, además, están mal escritos.

P—Volviendo a “La mecánica del agua”, te quiero preguntar cómo dialogan en ti la Silvana filósofa con la escritora, y quién te ha pesado más en el proceso de escritura de esta novela.

R—La Silvana filósofa ya no existe, pasaron demasiados años desde que estudié la carrera. Pero a lo mejor la mirada sí que todavía esté contaminada por algún residuo filosófico. En el sentido de no mirar tanto la anécdota como la categoría. El dudar de todo. El estar, continuamente, poniendo a prueba las certezas. Y el escribir la historia desde las consecuencias, no desde las acciones. A mí me aburren muchísimo los libros que me cuentan historias, no me importa, nunca me importó, si el personaje consigue lo que busca, ni cómo hace para llegar hasta donde llega, porque para eso ya está la vida cotidiana, a mí me gusta leer libros que eliden las acciones y me ponen de cara las consecuencias de las acciones. Digamos que ahora está muy de moda eso de leerse para verse reflejado, la literatura espejo, es como si los lectores se hubieran infantilizado; yo leo para perderme, no para encontrarme. Me da igual saber que un personaje siente o piensa como yo porque, estando yo en el mundo, me puedo pensar a mí misma sin ayuda. Se le pide a las novelas que hagan de psicólogas y que ejerzan de amigas. Yo leo libros para darme la cabeza contra una pared, no para que me den la razón. Y escribo desde ahí, no desde la búsqueda personal sino desde la desesperación total.

P—¿Cuánto de remembranza y cuánto de imaginación hay en este libro?

R—Escribir en el contexto de una lengua y una literatura ajena me obligó a inventar mucho más que cuando escribo en lengua materna. Emigrar de idioma es un ejercicio extraordinario porque pone un filtro más a aquello que puede salir de la propia historia y te obliga a narrar dentro de unas reglas y de una tradición lectora y literaria diferente. El libro sería mucho más personal si lo hubiera escrito en mi lengua.

P—¿Ha sido frustrante para vos llegar al que allá llamábamos “primer mundo” y descubrir que en lo que respecta a la burocracia las cosas no son tan diferentes acá?

R—Es que los de allá somos descendientes de los de acá, así que llevamos la burocracia en los genes. La burocracia de este lado del mundo tiene, además, dos agravantes: la falta total de eficiencia, y la poca empatía. Si les toca comer el bocadillo, te cierran la ventanilla en la cara aunque te estés muriendo. Y, en general, nunca saben lo que tienen que hacer con tu caso, así que es mejor ir sabiendo hacer el trabajo de los funcionarios, y explicárselos. En Argentina, según mi recuerdo, todos estamos tan hartos y tan necesitados, que somos mucho pero mucho pero muchísimo más solidarios y empáticos con el otro. A mí, una vez, dando un taller de escritura en una biblioteca me dijeron que no me podían dar agua porque el regidor del ayuntamiento que había organizado el taller no había hecho una instancia donde constara lo de la botella para la profesora. La humanidad y el sentido común, en Europa, quedaron sepultados por la normativa, el manual de instrucciones les amputó la capacidad de actuar por voluntad propia. En latinoamérica, creo, no hemos llegado a ese punto.

P—¿Tuviste en cuenta lo que se hubiera escrito en Argentina sobre la crisis económica del 2001?

R—No. No me importaba leer, ni narrar, desde ninguna referencia argentina. Porque, además, el tema del corralito solo representa las primeras páginas del libro y me vi obligada a escribirlo para justificar el peso que lleva en la mochila Vera. Y el por qué actúa cómo actúa en Barcelona. Me negué hasta último momento a incluir el capítulo argentino de La mecánica… y lo hice, finalmente, en tanto que explica al personaje. Su dolor. No lo plantee en ningún momento como una narración sobre el país, sino como una información necesaria para el lector, para que entendiera el mundo íntimo de Vera. Y para acentuar la importancia del perro.

P—Y gracias por Kantiano. Esa voz perruna interior ¿fue difícil transformar en escritura la dinámica de tu relación con los perros?

R—Esa fue la parte más fácil. Kantiano es el único personaje de la novela que puede reivindicarse como auténtico. Necesitaba que la dureza de Vera se hiciera añicos de vez en cuando para que el lector viera la debilidad. Porque es antipática, antisocial, jodida como una araña pollito… Además, como es un personaje que casi no habla con los demás, necesitaba una excusa para hacerla dialogar, para que el lector escuche su voz y que la información no le llegue a través del narrador. Así que Kantiano nació primero como un recurso narrativo, después como la manera de hacer que entre una escena dura y otra más dura todavía, hubiera un personaje, un Sancho Panza, que distendiera el ambiente y provocara una sonrisa. Y, más tarde, Kantiano fue la forma de hacerle mal al lector para que le doliera, como le duele a Vera, la incapacidad de Eliseo de ser tierra firme.

 
MAÑANA, NO TE PIERDAS LA SEGUNDA PARTE DE LA ENTREVISTA CON SILVANA VOGT.



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