Los besos son importantes para las personas y también para la literatura. Muchas historias nos narran relaciones que fueron o no fueron posibles gracias a un beso; la obra de Proust podría no haberse creado si aquella noche famosa su madre no le hubiera negado el beso de las buenas noches. Y es que esos besos no dados son el punto de partida para un sinfín de historias, para dar paso a desenlaces variopintos.
Cuando partieron de sus hogares los soldados a bordo del submarino nuclear K-141 Kursk de la Armada Rusa quizás besaron a sus familiares, quizás no. Lo que seguro no imaginaron (se los deseo) fue que el siguiente 12 de agosto de 2000 la muerte los hallaría en lo más profundo del océano y aquellos besos se irían con ellos, sepultados por el peso de kilómetros de oleaje.
La historia de la literatura se repite: no en lo que contamos sino en cómo lo hacemos. Todas las historias derivan de visiones, experiencias o imágenes que se han marcado con fuego en la mente-alma de sus narradores. Desde los cuentos orales que se narraban en los pequeños teatros griegos, hasta las novelas y relatos que llegan a nuestras manos gracias a la mayor o menor osadía de una editorial; pasando por la laboriosa tenacidad de escritura de los rusos y el temperamento dicharachero de los franceses. En el caso de Proust, la ausencia de ese beso fue tan relevante que tuvo que escribir y vivir en torno a ella.
Técnicas de iluminación, la última obra de Eloy Tizón, representa un fantástico homenaje a esos besos, a esos soldados y a la historia de la literatura universal. Una vez más nos hallamos ante un libro publicado por la preciosísima Páginas de Espuma; parece que a Juan Casamayor se le dan bien los aciertos. ¿Verdad?
Un manual de escritura lleno de luz
Al leer este libro nos paramos de cara al abismo. Y en ese punto encontramos diferentes formas de iluminarnos, de bañarnos de luz y de entender la lectura-escritura: esa llama que no nos ayuda a descubrir el sentido de nuestra vida, pero sí nos brinda la posibilidad de pasar por este mundo horroroso sin tantas magulladuras.
Escribir sobre la escritura y citar a Fiódor Dostoyevski, a Djuna Barnes, a Virginia Woolf, a Simone Weil o a Guimarães Rosa es apuntar alto, quizás a lo más alto. Sin ellos posiblemente no tendríamos ni la mitad del camino recorrido en materia de conocimientos teóricos, y ni siquiera habríamos comprendido la importancia de acercarnos a la realidad y a una escritura más frontal. Por eso creo que partir de esa base es una forma extraordinaria de acercarse al origen de las palabras, de la escritura, de la vida.
Este libro es, entre otras cosas, un fabuloso manual de escritura, pero es también un homenaje a esos autores que estuvieron antes y sin los cuales posiblemente yo no estaría escribiendo este artículo.
Escribir, ese acto incomprensible y necesario
Comienzo con este extracto de Barbarismos porque este cuento va dedicado a Andrés Neuman y creo que es maravilloso que así sea. Es un relato que versa en torno a los viajes y a la escritura y, ¿quién otro mejor que el gran Viajero del Siglo puede saber en qué punto convergen ambos caminos?
El relato en cuestión se titula Los horarios cambiados y tiene los papeles para ser el favorito de todos (para mí ya lo es). Es de esos textos que tienes que releer una y otra vez porque se encuentra tan repleto de matices que a la primera lectura se te escapan la mitad de las cosas. Y es que con Tizón, al igual que con Neuman, los matices son fundamentales; me atrevería a decir que sus textos se construyen a partir de esas nimiedades, esos guiños delicados, esos detalles casi invisibles.
Y hay más. En este texto se aprecia un inicio de microliteratura turística (si existiera el género). Tal es así que la forma en la que Tizón narra su paso por tres ciudades estadounidenses me ha parecido alucinante.
Como no he estado en ninguna de las tres ciudades no puedo hablar de veracidad o exactitud en el texto; lo que sí puedo decir es que he releído estas detallistas aunque escuetas descripciones una y otra vez. ¡Es imposible escapar a tanta belleza! A medida que lees se van formando en tu cabeza edificios y espacios que se sellan de forma indeleble.
Cuando viajamos volamos hacia alguna parte; dejamos nuestro suelo firme (hogar) para encomendarnos al azar de los horarios de las compañías de transporte. En eso viajar puede parecerse a la escritura: partimos del suelo seguro (la lectura) hacia lo desconocido. Caemos hacia lo alto, dice Tizón. Y creo que esa es la mejor forma de describir este bello oficio. Escribir es caer pero hacia arriba, porque para aquellos que no concebimos la vida fuera de las palabras, encontrar los términos exactos nos lleva a vivir sensaciones y experiencias sublimes.
Fiódor Dostoyevski en Eloy Tizón
Conocí a Dostoyevski pronto. Encontré un libro viejísimo en la biblioteca de mi padre (a la que no debía entrar) y me lo llevé. Se trataba de Crimen y castigo, una obra a la que con los años volvería una y otra vez, leyéndola siempre como si se tratara de la primera, con la misma intriga y placer. Mi padre se enteró y me dijo que no era una lectura conveniente. Demasiado tarde. Dosto ya me había atrapado profundamente y, a partir de ese primer encuentro, dejaría llevarme (debería decir arrastrarme) por él de libro en libro con el fin de que me iluminara.
Si bien Técnicas de iluminación es un universo en sí mismo, complejo y preciosamente acabado, también se presenta como una cerradura a través de la cual podemos descubrir otros mundos. Es un punto de interjección entre el presente y todos los tiempos literarios y, en particular, una cerradura por la que entrever la literatura rusa del siglo de oro. Mejor aún, por la que acercarnos particularmente a Fiódor Dostoyevski (No creo que haya habido otro como él, tan monstruoso con todas las acepciones que pueda tener este término, para bien y para mal).
El cielo en casa, uno de los relatos más crueles y espeluznantes de la obra de Tizón, me ha llevado inevitable a las Noches blancas del autor ruso: obra que para muchos es mediocre pero que para mí representa junto a El príncipe Idiota, Crimen y Castigo y Memorias del subsuelo una de las obras más significativas que se hayan escrito jamás en cualquier idioma. Y la forma en la que Tizón construye ese personaje dubitativo, lleno de culpabilidad, neurótico y apesadumbrado me ha hecho recordar a ese narrador NN de la novela corta de Fiódor; obra en la que la luz también es protagonista.
En El cielo en casa la narradora, enamorada-obsesionada de una mujer que se convierte en su mecenas, fascinada con su hermosura, su personalidad y su vida, dice cosas como:
Y continúa acercándose más al poeta romántico del mal.
Además, ¿cómo no fascinarme con Técnicas de iluminación si ofrece una de las descripciones más precisas que se hayan hecho de Fiódor, ese autor que cambió mi forma de percibir la escritura rotundamente al arrancarme de la tibieza de la literatura rosa juvenil? (Tizón describe al ruso como un hombre de frente abombada, sienes depresivas, cejas ludópatas, cabeza herida de frenopático, nimbada de adversidad, deudas, fusilamientos…) Y más aún ¿Cómo no recomendarlo si expresa con tanta claridad lo que la escritura entraña? (Escribir es difícil, más de lo que imaginamos; y, al igual que volar, no tiene esquinas).
Creo que Dostoyevski fue uno de los autores rusos que mejor comprendió esto; la prueba está en sus constantes contradicciones (esto es lo que más admiro y sigue fascinándome de él). Y en este punto hay una cercanía entre Fiódor, Andrés y Eloy: los tres escriben sabiendo que no hay un futuro al que volver y que la única forma de «hacer algo bien es obsesionándose con ello, sino resulta imposible«.
Música de cámara
Técnicas de iluminación podría colocarse a la altura de una buena opereta o una obra de cámara. No hay exageración ni grandes artefactos, la sencillez de su escritura y la ternura con la que Eloy parece acercarse a los personajes (como esos instrumentistas que rozan débilmente sus cuerdas por temor a romper el silencio de una bonita sala de teatro) es brillante. Podría decirse que se trata de un libro lleno de música y de poesía: las dos grandes artes de la vida.
La poesía de Tizón se plasma en cada párrafo, parece salir de un lugar profundo, como si se escapara de las consideraciones del autor. Poesía es cada uno de los párrafos, de estos relatos. Poesía son extractos como éste:
Creo que este libro es un elegante juego de semiología y de semántica, en ese punto en el que ambas se ponen de acuerdo para darle importancia al sonido. Es un juego musical de palabras donde la lectura fluye porque cada término parece escogido no sólo en función de su significado sino también de su sonido. Eloy Tizón cuida el ritmo de su narrativa con arte de poeta, de artesano, de luthier, quizás de oboísta.
Nadar en aguas peligrosas
Nada mejor que esta frase definirá el contenido de este libro y nos permitirá adentrarnos en el universo narrativo de Eloy Tizón. Al leerlo entran (literalmente) ganas de bailar, de sentir, porque sus letras vibran con una gran intensidad; pero, en cambio, nos quedamos releyéndolo una y otra vez, dejándonos iluminar por su sencillez y su escritura fosforescente. Respirando.
Tizón nada por el universo de las palabras y va amalgamando espacios, emociones, conflictos a un mundo propio de una riqueza exorbitante. En Técnicas de iluminación hay tragedia pero también hay mucho humor y, sobre todo, una crítica rotunda a la desidia. Incluso aquellos personajes que parecen más perdidos como Dorothy, Elisenda o incluso Sofía tienen luz en la mirada. Porque aunque no sepamos para qué (no quisiera decir un improperio) estamos aquí, pataleamos contra las relaciones que se rompen, las experiencias que se frustran y los miedos que afloran; tenemos la necesidad ineludible de sentir la vida, de vivirla a través de nuestro cuerpo, de rozar las estrellas de todas las formas posibles.
Después de la noche, los fotógrafos aguardan esa hora sin sombra, la hora azul, en la que se da un desajuste cronológico: ese instante en el que parece que se detiene el tiempo, o al menos lo hacen las sombras. Y entonces, aflora su pasión y son capaces de captar las fotografías más maravillosas del mar o de las ciudades. Respiran. Como lo hacen las máquinas cada vez que la luz vuelve a invadir sus circuitos después de un corte de energía. Todos necesitamos sentir, incluso las máquinas. También los suicidas, en esa última brazada que los conducirá inevitablemente al definitivo desenlace de su historia.
¿La esperanza también iba a bordo del Kursk, aunque sus tripulantes sabían que no tenían posibilidades? Es probable. En Nautilus, Eloy hace un fantástico homenaje a esos soldados que murieron sin recibir ese último beso de las buenas noches, olvidados por su patria y por el mundo entero. Esos hombres, dice Eloy, que sobrevivieron en la más absoluta oscuridad, sin alimentos ni futuro. ¿Cómo será saber que estás condenado y tener que vivir con eso, mientras el oxígeno se agota, el océano no responde y tu madre no te conoce? Tizón se enfrenta a esas preguntas fundamentales con fluidez y sin aderezos, como todo buen músico.
Los besos son importantes. El azar también lo es. Pero también lo es la forma en la que nos iluminamos. Y leer a Tizón, les aseguro, es una inteligente forma de acercarnos a la luz.
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