Incluso si caemos en el relativismo de pensar que todo es literatura, deberíamos estar de acuerdo en que hay una literatura ambiciosa y otra mediocre. Ésta es una de las muchas ideas que se desprenden de la lectura de «La huida de la imaginación», Vicente Luis Mora (Pre-textos), un ensayo que nos invita a reflexionar sobre nuestra forma de leer y sobre los mecanismos que el sistema utiliza para empujarnos a lecturas poco nutritivas. Conversamos aquí con Luis Mora acerca de algunos de los temas que atraviesan este libro que, por cierto, todos deberían leer.
P—Quiero empezar por el principio. ¿Qué es literatura, Vicente?
R—Es una temeridad responder de forma sintética a esa pregunta, pero lo intento: la literatura podría ser un cuestionamiento crítico del lenguaje y del discurso en aras de un (auto)cuestionamiento consciente de lo humano, con fines prioritaria, pero no exclusivamente, artísticos.
P—¿Por qué es tan importante discernir lo literario de lo que no lo es?
R—Qué sea literario o no fluctúa a través de los tiempos; en nuestros días, entiendo que el trabajo de un crítico es reflexionar sobre qué textos son más literarios y más valiosos, dentro de lo ofrecido como literatura.
P—Me interesa la semilla. ¿Qué te llevó a plantearte un libro de esta magnitud?
R— «La huida de la imaginación» nació años atrás, cuando me di cuenta de que tres temas que en esos momentos investigaba (el auge de la autoficción, la falta de inventiva en la narrativa española actual y la invasión comercial de la «no ficción») tenían el mismo origen. Establecer ese nexo común y desarrollar de qué forma asola la imaginación literaria actual, por su «normatividad» excluyente, se acabó convirtiendo en la razón de ser del ensayo.
P—¿Es la crítica a la crítica el gran tema del libro? ¿Cuál es el problema de que los críticos no asuman la responsabilidad de su trabajo?
R—Cada crítico tiene su propia respuesta cuando le preguntan a qué debe criticarse la crítica literaria nuestros días. Yo creo que su función no debe coincidir con la de los gabinetes de prensa de las editoriales, ni con la muy necesaria función de las revistas, páginas web, suplementos, podcasts o espacios radiofónicos culturales dedicados a temas literarios. El crítico analiza, distingue el grano de la paja, evalúa, lee en contexto, profundiza, pone en crisis, decanta, criba y discrimina (ese es el origen etimológico de la palabra «crítica») y, llegado el caso, puede llegar a generar un juicio negativo o desfavorable de la obra. En este último caso, su obligación es ser honesto consigo mismo y publicarlo, del mismo modo que difunde sin problemas sus juicios positivos.
P— «El mercado a solas, sin talento corrector, se caracteriza por dejar las cosas siempre en el mismo sitio: la caja registradora» ¿Qué responsabilidad tenemos los lectores de esta realidad?
R—Los lectores necesitamos guías. Todos. Los críticos también. La lectura es, en parte, una actividad colectiva, frente al individualismo con el que suele ser presentada. Los libros no aparecen en el vacío, ni caen en la nada, sino en una red de referencias y conexiones. Por ese motivo, hay que saber leer las señales que vienen adheridas como rémoras a los libros de nueva aparición. La comercialidad no es un problema de los lectores, sino de ausencia de guías o preceptores que nos orienten sobre las mejores opciones disponibles, explicando y contextualizando esas opciones. Lo que me parece miserable es presentar una opción legítima, pero artísticamente poco valiosa (por ejemplo, una obra ligera y entretenida para leer en la playa) como si fuera una obra maestra. Es lo mismo que si un charcutero vende jamón de York, o chóped, al consumidor extranjero que le ha pedido jamón serrano: una estafa, en toda regla, porque hay dinero por medio.
P—¿Cómo ves el vínculo literario entre los diversos países de habla hispana? ¿Ha facilitado el acortamiento de las distancias físicas e idiomáticas un debate entre nuestras propuestas literarias?
R—Este es uno de los asuntos al que he dedicado parte de mi tiempo este año, para una investigación colectiva que, si todo va bien, aparecerá en 2020 o 2021 —la colaboración académica es otro ejemplo de que la lectura es social, incluso multitudinaria, cuando se agrupa alrededor de ciertos autores o de preocupaciones concretas—. Creo que hoy existe una mayor comunicación entre escritores de todas las vertientes hispanas, y pienso que hay espacios, tanto virtuales como presenciales, donde acaecen debates muy interesantes, he tenido la suerte de participar en alguno de ellos. Por supuesto, queda mucho por hacer, sobre todo lo relativo a la circulación física de los textos y obras, no sólo a la hora de cruzar el Atlántico, sino incluso para ser distribuidos entre los propios países de América Latina, por razones socioeconómicas que han estudiado Gustavo Guerrero, Beatriz Sarlo, Néstor García Canclini y otros analistas.
P—En lo personal, como lector, como escritor, como crítico, ¿qué es lo que tanto te interesa del ensayo latinoamericano? (Noto una gran presencia de autores latinoamericanos en este libro en particular)
R—En general, pensar la literatura en español sin el inmenso legado, tanto pretérito como actual, de los países hispanoamericanos, me parece un desatino, la peor forma de provincianismo (esto también funciona en el otro sentido geográfico, por cierto); como decía George Steiner, «los campos vallados son para el ganado». En segundo lugar, los pensadores hispanoamericanos, que tradicionalmente han utilizado el ensayo como género propicio para la circulación de las ideas y para la reflexión sobre la identidad de «lo hispanoamericano», nos obligan a los lectores españoles a redefinir, y sobre todo ampliar, nuestra idea de lo que debemos entender como un «nosotros» cultural. Un nosotros hispánico al que sólo podemos pertenecer si nos integramos en él de forma humilde, leyendo y aprendiendo, y sólo después añadiendo, en los escasos supuestos que sean necesarias, nuestras propias opiniones. Nada podemos perder los españoles por el hecho de pensar de una forma más amplia, hispanoamericana y abarcadora; para empezar, ganaremos una vasta y riquísima literatura, la de allá —aunque aquí, entre nosotros, también contamos con decenas de escritores hispanoamericanos aportando valor a la literatura peninsular—, de la que aprenderemos a extraer todas las posibilidades de nuestro propio idioma.
P—¿Qué le falta a la novela contemporánea de España?
R—Voltaje, imaginación, autocrítica, complejidad y pensamiento digno del nombre, salvo en las consabidas e indudables excepciones.
P—¿Es posible que alguien escoja un lenguaje simple teniendo realmente la capacidad de escribir la gran obra de su tiempo?
R—Nadie tiene la obligación de escribir «la gran obra de su tiempo», ni mucho menos; de hecho, solamente una persona lo conseguirá, y sólo podrá alcanzarlo con una de sus obras, así que esa finalidad no es tal, no puede perseguirse nada parecido. La obra maestra es el hallazgo de alguien que logra la excelencia absoluta, gracias a una mezcla de talento supremo y de azar. A los demás no se nos puede exigir más que el hecho de escribir decentemente aquello que deseamos escribir.
P—Y continúo… ¿Están las oportunidades en las manos adecuadas, es decir, se premia al talento, es decir, publica quien debe o aquel que puede, y por qué puede?
R—No es sencilla la respuesta, Tes. Contesto estas preguntas el mismo día que Peter Handke ha ganado el Premio Nobel, un reconocimiento notorio de un escritor incontestable. Pero, por desgracia, esto no siempre sucede. La nómina de los premios nacionales de narrativa y de poesía concedidos por el Ministerio de Cultura español a lo largo de los años, sobre todo los de poesía, ofrecen unos altibajos terribles. En esa lista destellan como premiados algunos libros abominables, y hablamos de galardones importantes, así que la justicia no está siempre bien impartida. Lo que sí me parecería exótico es que un autor de verdadero talento no encuentre ninguna editorial hoy en día para sus obras. Es posible que no editen sus libros en el sello que ella o él consideran a la altura de sus expectativas, o de sus merecimientos; sin duda se trata de un sentimiento legítimo, pues entra dentro de la subjetividad de cada cual. Pero hay tantos editores, y con criterios tan distintos —e incluso opuestos—, que me parece prácticamente imposible la existencia de un libro maravilloso que no encuentre editor jamás. Porque no conviene olvidar que quienes escribimos tenemos la responsabilidad de conocer la línea editorial de cada sello al que enviamos los originales, y debemos preguntarnos si nuestra obra responde a esas otras expectativas legítimas: las de los editores. Recuerdo que la primera vez que hablé con un editor al que admiraba, tras expresarle mi deseo de publicar algún día con él, me preguntó qué libros de su catálogo había leído y por qué me habían gustado o decepcionado. En aquel momento —yo era joven—, me pareció una pregunta desatinada y presuntuosa; ahora entiendo que, simplemente, estaba haciendo su trabajo.
P—¿Por qué es tan importante «cartografiar» el pasado para escribir?
R—El lenguaje no es nuevo y la literatura tampoco. Conviene saber, antes de utilizarlo y practicarla, qué han hecho antes los demás con ellos.
P—Parece como si decir tradición es que lo tilden a uno de conservador.
R—Lo conservador es ignorar la tradición, porque es la mejor forma de escribir algo que deje las cosas exactamente igual que estaban antes.
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