«La huida de la imaginación» de Vicente Luis Mora (Pre-textos) es un libro maravilloso por el planteo que nos ofrece sobre la lectura y la crítica literaria pero tiene otra cosa que lo vuelve absolutamente interesante: su forma. En esta segunda parte de la entrevista su autor nos cuenta cómo se fue tejiendo este entramado y nos da su visión sobre lo que le falta a la literatura contemporánea. [Aquí puedes leer la primera parte].
P—Tenemos críticos especializados en novela y ensayo, pero estamos faltos de crítica poética ¿por qué la poesía interesa tan poco?
R—La poesía, creo recordar, no ha sido nunca un fenómeno de masas, ni ha presidido jamás las listas de ventas en ningún país. Si alguien conoce alguna excepción, que no dude en escribirme para levantarme el ánimo. Al tener menos lectores que otros géneros y menos practicantes, es lógico que el número de críticos también sea proporcionalmente inferior. Lo fundamental es que esos críticos escriban crítica y no propaganda.
P—Acabo de leer tu artículo sobre la poesía pop tardo adolescente. ¿Cuánta responsabilidad tienen los poetas jóvenes y cuánta las instituciones de que se valore y exalte esta estética simplista?
R—Creo que es mejor remitirse al artículo mismo, porque allí se explica mejor y más ampliamente. Sólo recordar que las instituciones culturales tienen un papel a la hora de recordar qué manifestaciones culturales conviene apoyar y por qué. Una política cultural pública tendría que definir, antes de comenzar a trabajar, qué considera cultura protegible y qué manifestaciones concretas —como los superventas editoriales— no necesitan de ninguna protección ni estímulo, porque ya funcionan solas a las mil maravillas.
P—Y pocos teóricos se han interesado por estudiar el fenómeno en profundidad.
R—Es un fenómeno reciente, y, además, conectando con una respuesta anterior, es un fenómeno poético, así que está confinado en los márgenes de la crítica. Pero bien está que así sea, a diferencia de la poesía de alta intensidad, que necesita y merece más atención.
P—¿De dónde viene el título La huida de la imaginación?
R—Quería un título claro, directo, y que invitase a la lectura. Deseaba huir de los títulos largos y detallados, que utilicé en el pasado en otros libros más académicos, tipo: La huida de la imaginación: de cómo la autoficción, la no-ficción y el periodismo con ínfulas mataron, por motivos comerciales, la intuición creadora en la literatura española contemporánea.
P—¿Estamos a tiempo de salvar la imaginación de la pereza capitalista? Y te quiero preguntar también por qué te parece tan importante defenderla como para dedicarle un libro.
R—La imaginación me parece fundamental porque es constitutiva de lo humano —como prueba la imposibilidad de replicarla en las máquinas de inteligencia artificial, al menos a fecha de hoy—; porque concede espacio a la utopía que nos anima y a la distopía que nos alerta; porque forja mejores libros y enriquece las novelas; porque nos ofrece algo mejor que nosotros mismos y nuestro estado presente; porque evita convertirnos en el vergonzante —por egocéntrico— objeto de nuestro libro, sobre todo si no somos, y nunca somos, Montaigne o Proust—; porque convierte a la literatura en un laboratorio social y urbano, como ya viese Andreas Huyssen; porque también la eleva a un laboratorio de la intimidad, como explicaran Wilhelm Dilthey o José Luis Pardo; porque nos permite soñar; porque detecta pautas de cambio y alternativas y porque gracias a su luz oblicua podemos observar y entender mejor los fenómenos en sombra que nos rodean.
P—¿Cómo has trabajado el ensayo desde el punto de vista formal? ¿Cuál ha sido tu faro? Pese a su amplitud, parece un libro modular: como si se formara de ideas aisladas que se ponen a conversar pero que pudieran actuar de forma independiente.
R—Exacto, ésa ha sido la idea. Quería escribir un tipo de ensayo diferente, donde el lector tuviera la sensación de que se van añadiendo ladrillos a una construcción difusa, pero, al culminar el libro, se puede ver con claridad la construcción terminada. Llevo muchos años buscando fórmulas para escribir textos amenos sin que dejen de ser, o eso intento, rigurosos.
P—¿Afrontas la escritura como un compromiso? ¿Con quién?
R—Entiendo que el escritor se compromete, en primer lugar, con la idea que tiene de sí como literato, llevándola a sus últimas consecuencias; en segundo lugar, se compromete con la sociedad de su tiempo, en el sentido de ofrecer algo que sirva —en algún sentido: análisis, denuncia, testimonio, reflexión, crítica, autocrítica, aportación estética, etc.— a sus coetáneos; en tercer lugar, se compromete con la historia de la literatura, en el sentido de servirla, de ponerse a su humilde servicio como minúsculo continuador; en cuarto y último lugar, el escritor se hace responsable de lo escrito, lo defiende, como parte de su condición cívica. En una sociedad donde todo el mundo le echa la culpa a la coyuntura, o a los políticos, el escritor firma su libro y lo asume.
Desde otro punto de vista, si lo que hace el escritor es puro entretenimiento, su obra será parte del espectáculo —es decir, será show business por escrito—; si lo que hace es puramente comercial, será una mercancía más. Nada ilegítimo, por supuesto, pero quedará condenado a la irrelevancia.
P—Leo «La literatura está hecha en gran parte de irracionalidad bien orientada»; ¿qué quieres decir exactamente?
R—Tras pensarlo mucho, me he dado cuenta de que las voces literarias que más admiro son aquellas que parten de cierta incomprensión del entorno, o de una abierta oposición al mismo por no aceptar la realidad ofrecida, y completan esa falta de entendimiento, o esa ausencia de racionalidad exterior, con irracionalidad interior. Es como un hackeo del sistema de la realidad, donde el inconsciente hace las veces de troyano.
P—«La literatura es lo que se opone», dices. ¿A quién te opones en este libro?
R—A la literatura mercantilista y a los dictados de cierta industria editorial, que están llevando a la literatura al despeñadero.
P—Dices que no es un libro contra el mercado sino contra el mercantilismo. ¿Se puede establecer una diferencia entre ambos conceptos en una sociedad capitalista?
R—Pues claro, sin ninguna dificultad: todos los libros que se vendan a cambio de dinero en librerías, webs, mesas, ferias o puestecillos, incluso los autopublicados, pertenecen al mercado editorial. La parte de esos libros que ha sido escrita pensando en vender y no con la mente puesta en otra cosa —la literatura, la sociedad, la comunicación de ideas, etc.— es mercantilista.
P—¿Qué autores te interesan actualmente?
R—Me interesan tantos que no hay espacio para ellos; pero se aprecian con claridad si se leen mis ensayos y artículos y mis entradas del blog, donde algunos nombres se repiten recurrentemente.
P—¿Te consideras un escritor hermético?
R—Es la primera vez que alguien me hace esta pregunta, y me preocupa. Creo que no, que mis libros están escritos desde una complejidad legible, salvo algunas contadas páginas deliberadamente difíciles, ofrecidas como guiño a ciertos lectores obsesivos.
P—¿Cuál es la diferencia entre complejidad y dificultad?
R—Dificultad es lo que implica responder a esta pregunta. Complejidad es entender que lo difícil es sólo una parte, seguramente rechazable, del hecho de levantar una construcción sistemática y organizada de lo escrito, armazón que puede pergeñarse antes de escribir o cuando ya está avanzado el proceso de escritura y de pronto entiendes la arquitectura de tu propio libro; la complejidad no es levantar una catedral literaria, basada en la exigencia centrada en una característica puntual —caso en el que hablaríamos de dificultad, como en el Finnegans Wake de Joyce, centrado en el lenguaje—, sino en construir una ciudad, donde los distintos barrios y distritos respondan a unos principios y proporciones establecidos en cualquier momento de la redacción del libro, y que sean los parámetros internos que permitan a cualquier lector habitar esa urbe textual. El Finnegans es difícil; el Ulysses, sin ser sencillo, es complejo.
P—¿Eres un lector ordenado? (Sigo asombrada por el exquisito orden bibliográfico de La huida…)
R—Soy un lector bastante disciplinado y sistemático, pero me «impongo» de cuando en cuando lecturas inesperadas o sorprendentes. Sí, soy consciente de que al imponérmelas dejan de ser «sorprendentes», pero hasta en eso soy disciplinado.
P—Antes de terminar no puedo evitar preguntarte por Alba Cromm. Has creado un personaje extraordinario, pero sólo le has dedicado un libro. ¿Tienes algo en contra de las segundas partes? ¿De las sagas literarias, quizá?
R—Mientras escribía Alba Cromm tenía clarísimo que Alba era un personaje que iba a seguir vivo. Pero tan pronto como acabé la novela se volatilizó, súbitamente, para mi sorpresa. Todo lo importante sobre ella está ahí escrito, quizá es consustancial a su psicología que no se la pueda conocer por entero. Sin embargo, estoy dándole vueltas a recuperar otro personaje de esa obra, un secundario poco predecible, del que nunca he podido librarme. Prefiero no dar más datos ahora.
P—Te voy a hacer una pregunta que le hice a Chejfec. ¿Es lo mismo la vida que la literatura? ¿Es distinta la verdad en cada una de ellas?
R—El otro día me topé con esta aseveración de Alan David Deyermond sobre el Poema del Mio Cid, ni más ni menos, tras explicar que el autor conocía bien la peripecia histórica de Rodrigo Díaz de Vivar, aunque la altere: «Queda patente que el poeta conoció los caminos de primera mano, pero la poesía épica ofrece a menudo acciones ficticias en un marco geográfico real». Seguimos, desde el año 1140 aproximadamente, dándole vueltas a las mismas cuestiones. Como explico en el ensayo, no es tan importante la relación de los hechos contados con los vividos, sino cómo se reelaboran y se trabajan para lograr un resultado indudablemente artístico y que pueda ser aprovechado por los lectores. Cuando leemos algo en lo que notamos el apego del narrador a lo contado, la reacción puede ser de rechazo, bien sea por pensar que estamos entrando en una intimidad ajena expuesta de un modo crudo —esto es, sin cocinar—, bien porque nos resulte estomagante la decisión del escritor al considerar que esas nimiedades personales que nos cuenta puedan ser de nuestro interés. Muy pocos escritores logran salvar, a mi juicio, esos reparos más que naturales y comprensibles.
P—«No quiero que me complazcan, respondió el viajero, quiero que me instruyan», ¿Sintetiza esta anécdota del Micromegas tu búsqueda literaria?
R—No exactamente, pero es una frase que me hizo entender muchas cosas cuando la leí. Me instruyó mucho, en efecto. Y no salir igual que entré de un libro es una de las virtudes que más pueden llevarme a valorarlo.
¡NO DEJES DE LEER «LA HUIDA DE LA IMAGINACIÓN» DE VICENTE LUIS MORA (PRE-TEXTOS)!
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