Madres sobreprotectoras, padres exigentes hasta el límite. Madres y padres abandónicos. Niños solitarios, despreciados, mal queridos. Niñas deformes, tristes, abandonadas. El mundo de las letras se encuentra plagado de historias dramáticas, inenarrables casi. Infancias e historias familiares tortuosas suelen ser los dos elementos en los que confluye la vida de los autores más impresionantes de la historia de las letras. ¿Reside el secreto de su éxito literario en esos padecimientos? De eso se trata este artículo.
La memoria como máquina de ficción
Todo lo que creamos surge para responder a una pregunta ¿por qué? Es seguramente la primera pregunta que nos hacemos y la única que nunca nunca alcanzamos a responder. Puede que sea mejor así, porque si fuéramos capaces de comprender las razones que nos llevan a narrar, entonces ¿realmente valdría la pena seguir haciéndolo? Todos los escritores usamos el pasado, el nuestro y el de las personas que conocimos a lo largo de nuestra vida, para crear un universo paralelo que convive con la realidad y casi se vuelve real. Y el objetivo es siempre el mismo: escribir esa historia que no pudimos tener o comprender lo que flota en nuestra memoria y no llegamos a comprender.
Sin duda la memoria es el espacio de ficción por excelencia. Todos recordamos las cosas de una forma determinada y única. Por más que compartimos hechos, sucesos o emociones con otras personas, cada uno mantiene una memoria que se distingue taxativamente de la memoria de los otros. ¿Esto significa que no existe la realidad tal cual la conocemos? No, no voy a caer en la nadedad de «todo es relativo»; sin embargo, hay que aprender a distinguir entre lo que sucede y lo que creemos que sucede. La realidad se basa en hechos innegables: muertes, nacimientos, publicaciones, cumpleaños, bodas, operaciones; es decir, hechos que ocurrieron y que no podemos negar pero que enlazan directamente con nuestra forma de percibirlos. La manera en la que esos hechos se graban en nuestra memoria es ficticia (o ficcional), ¿aleatoria? bueno, podríamos decir que en parte sí cabe ese adjetivo.
En la obra de cada escritor se abre un mundo misterioso que nos permite acercarnos a su memoria, no a los acontecimientos en sí sino a la forma en la que esa persona los percibió y los guardó para siempre. Todos los textos, por ende, son autobiográficos porque no podemos huir de lo que sentimos, de lo que pensamos y de lo que hemos vivido como nosotros lo hemos experimentado. Supongo que en ese punto reside la magia de la literatura; ya que, pese a ser un arte tan antiguo, todavía sigue procreando nuevas historias y reescribiéndose a sí misma.
La infancia al borde de la esquina
Jane Austen, Fiódor Dostoyevski, Henry James nos abren su memoria y nos permiten acercarnos a la tristeza en todas sus acepciones, a la soledad de la infancia y a la crudeza del comportamiento humano. Con autores como ellos quizás es sencillo llegar a la conclusión de que si no hubieran padecido las atrocidades que tuvieron que vivir en sus primeros años quizás no habrían sido tan increíbles. Pero ¿qué hay de autores como Cortázar, Bolaño o el propio John Cheever? Con ellos quizás es más difícil porque parecen más cuidadosos de no mostrarse. No obstante, nadie escapa a los embustes del inconsciente por lo que, incluso en ellos, si los leemos con atención podemos encontrar un universo doloroso y cruel que se entrelaza a sus historias y las impregna de melancolía.
Basta escarbar un poco en la vida de los autores que más nos gustan para descubrir ese universo que conecta la realidad con su memoria: esa máquina de ficcionar que todos tenemos y que algunos hemos decidido utilizar a favor de la creatividad literaria.
Soledad de estar solos y escritura
La soledad es una de las cualidades que nos acerca a todos los que escribimos. Esa necesidad de tener espacios largos de intimidad y de reclusión nos convierte en hermanos entre nosotros, capaces de comprendernos. La pregunta que me surge es ¿habríamos escrito si en el momento en que empezamos a hacerlo no hubiéramos sentido de cerca esa soledad? Soledad de estar solos, soledad de estar en un grupo pero sentirnos solos. ¿Tendríamos estas solitarias vidas, causa por las que muchos nos tildan de patológicos mentales en busca de una cura urgente, sin ese pasado? Y de ser así, ¿escribiríamos?
Pienso que este es un tema que da para mucho y ni siquiera me creo en condiciones de construir una sentencia en torno a él; lo que sí creo que puedo decir es que conquistar el propio espacio a través de la palabra es el resultado de ese pasado, que continúa hilvanado a nuestra escritura y a nuestra memoria y que, lo queramos o no, se escabulle en cada cosa que escribimos para recordarnos de dónde vinimos y, en la mayoría de los casos, hacia dónde NO queremos ir (o volver) que para el caso es lo mismo. Puede que no haya mucha más ciencia que esa.
Ahora bien ¿y qué hay de la pregunta relacionada con el éxito? ¿Es posible ser un buen autor sin haber tenido una vida desgraciada? Quizás la pregunta más exacta debería ser ¿se puede ser una persona sensible y no estar en cortocircuito con alguna etapa de nuestra vida y arrastrar determinados hechos hasta volcarlos sin que siquiera seamos capaces de impedirlo en nuestras historias? Creo que no. Por eso me atrevo a pensar que fue el dolor y la incomprensión lo que llevó a esos autores a contarse, por esa extraña necesidad que tenemos los seres vivos de buscar la supervivencia.
Escribir consiste en ver lo que los demás no pueden ver y contarlo. La memoria es el útero en el que se engendran nuestras ficciones pero también donde se depositan nuestras emociones a lo largo de las experiencias que debemos enfrentar en la vida; por eso, creo que podemos afirmar que sin ficción no hay realidad (ni mucho menos literatura), al igual que sin historias dramáticas no habría escritores deslumbrantes.
Samuel Beckett escribe en una de sus cartas:
Comentarios1
¡Que bien lo explicas!
¡Ay, gracias, Susan! Pero eres tú, que sabes interpretarme. Un abrazote.
Debes estar registrad@ para poder comentar. Inicia sesión o Regístrate.