Aquel día,
maravilloso día en el que el aciago destino,
cubierto de una gasa esmeralda de seda,
me sonrío.
Allí estaba mi felicidad,
mirándome,
con sus ojos dulces como miel,
aquellos ojos que me invitaban a perderme
en el vacío cálido de su alma fiel.
Todo sucedió muy deprisa,
como un relámpago en medio de la tiniebla
de una noche que devolvió la sonrisa a mis labios,
agrietados ya por la amarga humedad
que escapó de mis ojos.
El fue, es y será como el aire que respiro,
como el agua que riega las hermosas flores,
como las letras que adornan un precioso libro,
como el palpitar de este humilde corazón
herido de amor singular,
que está de su ángel celestial necesitado,
pues si no le tiene morirá ahogado en esta ciudad
y perderá el rumbo hacia un futuro
que se ha tornado cristal divino,
ya que mi futuro está y estará siempre
al lado de mi tesoro angélico.